Los vídeos tienen algo inquietante. Una veintena de osos polares que rebusca en la basura desperdigada por la nieve mientras uno de ellos trata de encaramarse al contenedor de desechos. En otro, un hombre pasa tranquilamente al lado de un oso. Como si hubieran elegido ignorarse, hombre y animal siguen su camino. Pero tal vez sea el tercer vídeo el más turbador: ajeno a la cámara de seguridad que lo está grabando, un oso entra al vestíbulo de un edificio de viviendas, caminando despacio junto a un carrito de bebé vacío.
Entre el 9 y el 19 de febrero, la invasión de 52 osos polares tuvo en estado de emergencia al asentamiento ruso de Belushya Guba, en el archipiélago ártico Novaya Zemlya. Diez días en los que los padres pidieron subir las vallas de los colegios y el ejército puso vehículos al servicio de los empleados que no querían ir caminando hasta el trabajo. Por suerte, no hubo víctimas que lamentar entre los humanos. Tampoco entre los osos. Pero es un consuelo que dura poco. La historia ha puesto una vez más en evidencia las transformaciones que personas y animales tendremos que enfrentar a medida que avanza el cambio climático.
Para alimentarse, los osos polares necesitan la banquisa (hielo marino), donde se agazapan a la espera de focas, pescados y aves acuáticas. El problema es que ese hábitat es cada vez más pequeño y frágil. Según datos de la NASA, la banquisa del Ártico se está reduciendo a un ritmo del 13% cada diez años (de acuerdo con una investigación publicada en 2013 por Nature, la región ártica se calienta al doble de velocidad que el resto del planeta). Con la banquisa más fina y de menor superficie, a los osos les cuesta alimentarse. Como dijo Ilya Mordvintsev, del Instituto Severtsov de Ecología y Evolución, a la agencia de noticias rusa TASS, los 52 osos estaban abandonando la banquisa del sur del archipiélago Novaya Zemlya, cada vez más fina, cuando se encontraron con una fuente alternativa de comida: la basura de Belushya Guba.
La tensión con los pobladores humanos no es el único problema de estos animales: aunque sea más fácil que cazar una foca, comer desechos no cubre sus necesidades energéticas, y eso afecta directamente a sus capacidades reproductivas. Según una investigación publicada en 2007 por el Servicio Geológico de los Estados Unidos, la reducción de las banquisas podría terminar con dos tercios de la población mundial de osos polares para el año 2050.
Desgraciadamente, el de los osos polares no es el peor caso de especie afectada por el cambio climático. Al menos ellos siguen existiendo. Del melomys rubicola, un pequeño ratón endémico del cayo australiano Bramble Cay, no se puede decir lo mismo. Este 18 de febrero, el gobierno de Australia reconoció formalmente su extinción, de la que se venía hablando hace unos años. Se trata del primer mamífero cuya desaparición es atribuible al cambio climático. Un récord que, probablemente, el gobierno australiano hubiera preferido ahorrarse.
Hasta hace tan poco como 1978, había cientos de melomys en Bramble Cay. Escondiéndose de sus depredadores en pequeñas cuevas y alimentándose de la vegetación local, el ratón vivió en el estrecho de Torres que separa a Australia de Papúa Nueva Guinea hasta que las mareas empezaron a subir demasiado. Según un estudio de la Universidad de Queensland, la superficie cubierta por plantas pasó de 2,2 hectáreas en 2004 a 650 metros cuadrados diez años después.
Entrevistado por el periódico The New York Times, el científico de la universidad de Queenslan Luke Leung confirmó que las inundaciones periódicas en la isla terminaron con las especies vegetales de las que se alimentaban los ratones. Por no hablar de los ratones que directamente morían ahogados. “La información disponible sobre aumentos en el nivel del mar y una mayor intensidad y frecuencia en este período de eventos climáticos que provocan subidas extremas del nivel del mar y tormentas en la zona del estrecho de Torres induce a pensar que el cambio climático es la causa principal detrás de la pérdida del melomys de Bramble Cay”, escribieron en su informe los científicos de Queensland.
A nivel global, el nivel del mar subió casi 20 centímetros entre 1901 y 2010. Según una información publicada por The Guardian, la subida del nivel del mar en el estrecho de Torres ha doblado a la del resto del mundo entre los años 1993 y 2014.
Sin extinciones a la vista por el momento
En lo referido a cambio climático, España no es diferente. Aunque no provoque escenas tan espectaculares como una invasión de osos polares, uno de sus ecosistemas fundamentales está atravesando una transformación dramática: el de las algas de gran tamaño del mar Cantábrico. Según la investigadora María del Brezo Martínez, de la Universidad Rey Juan Carlos, la desaparición de estos bosques sumergidos es especialmente grave “porque las plantas son las que soportan todo el ecosistema”: “Con el incremento de la temperatura oceánica, hemos perdido las algas de gran tamaño en 350 kilómetros, toda la cornisa norte, solo quedan en parques pequeños, refugiadas en las Rías Bajas”.
Además de servir como alimento para peces herbívoros, esas algas proporcionaban cobijo, recovecos para que los peces juveniles se ocultaran durante las primeras fases del crecimiento. Su desaparición, dice Martínez, ya se ha hecho notar: “Se empieza a ver el efecto cascada, con especies de peces que empiezan a ser menos frecuentes y más pequeñas”.
Según Francisco Lloret, catedrático de Ecología de la Universidad Autónoma de Barcelona, las plantas de la superficie peninsular también se han visto afectadas. “En diferentes tipos de bosques y matorrales hemos detectado una mortalidad asociada al clima, a situaciones más extremas atribuibles al cambio climático, no solo por la tendencia al calentamiento sino por la variabilidad, con más episodios extremos de calor, de precipitaciones, pero también de frío, aunque la tendencia sea de calentamiento”.
Si bien en algunos casos ha aumentado la mortalidad, no hay extinciones a la vista. En su opinión, porque “las poblaciones vegetales, pero también las animales, tienen mecanismos para adaptarse a la nueva situación”: “Ahí es donde tenemos que enfocar el nuevo mensaje, no tanto el alarmista de que esto desaparece sino el de identificar cuáles son los mecanismos de la naturaleza para adaptarse y ayudarlas así a enfrentarse a la alteración”.
Tal vez cambien las estrategias de respuesta, pero lo que no parece estar en duda es la realidad del cambio climático y su efecto en las plantas y animales con las que compartimos el planeta. Excepto entre los negacionistas del calentamiento, claro, una especie que por algún motivo se desarrolla en Estados Unidos mejor que en ninguna otra parte del planeta, como demuestra la isla estadounidense de Tangier, en la bahía de Chesapeake.
En los últimos 170 años, el mar se ha cobrado dos terceras partes de la superficie de Tangier, un hundimiento al que han contribuido diversos fenómenos a largo plazo: el ajuste postglacial, la erosión de las tormentas y el aumento general del nivel del mar del cambio climático. Según un informe de la revista The New Yorker, de no ser por el calentamiento global la isla podría haberse mantenido a flote otros cien años. Ahora es cuestión de un par de décadas. Sin embargo para su alcalde, James Eskridge, así como para la mayoría de los habitantes de la isla, el único factor detrás del hundimiento es la erosión. “Los científicos dicen una cosa y otra, pero también dicen que venimos del mono y eso no me lo creo”, dijo a The New Yorker.