Julia Carabias Lillo (México, 1954) es una de esas presencias imposibles de encapsular en uno o dos términos. No es como una estrella de cine o una figura literaria o política, que se han convertido en personajes a los que les quedan etiquetas rápidas. Tal vez esto se deba a que el espacio en el que Carabias se ha desarrollado suele tener poca presencia mediática. La ciencia y sus aplicaciones en la vida de las personas carecen del glamur, la estética o el escándalo que enganchan audiencias y revientan canales de YouTube, que pasan de teléfono en teléfono por el chat o que se vuelven conversación de sobremesa. Son demasiado reales para resultar apasionantes. Julia Carabias, sin embargo, ha logrado poner estos temas al frente de las discusiones en México.
No lo ha hecho convirtiendo su materia de estudio en un espectáculo para las grandes masas ni se ha convertido tampoco en una santona con visiones que pregona las catástrofes que están por venir. Cualquiera de estas alternativas parecería más viable en un país como México, tan refractario a tomar las riendas de su propio destino, devoto de santos esquivos y reacio a encontrar las soluciones a sus problemas en un suelo que es, en más de un sentido, megadiverso.
Julia Carabias es bióloga y conservacionista; ha sido secretaria de Estado y ha tenido otros cargos relevantes en instituciones que se dedican a la conservación del ambiente. Fue acreedora al premio internacional Cosmos (galardón científico, dotado con algunos millones de dólares que ella donó a investigación y conservación) y ha recibido, en México, muy altos honores y reconocimientos. Forma parte del sistema de investigadores mexicano y del reputado Colegio Nacional –llamado “la máxima cátedra de México”. A la vez, es una mujer de acción, que se desplaza con botas de leñador y pantalones tipo comando por la selva Lacandona; se enfrenta sin temor a la autoridad que le pongan enfrente y le señala sus errores, y puede estar un día sí y otro también con los brazos sumidos en el fango, abrazando a un coatí, recogiendo basura del suelo húmedo o colectando especies vegetales.
Es poco común en nuestro país que una persona con las credenciales de Carabias se trepe a diario a una panga para surcar las aguas que la llevarán de una estación investigadora a la siguiente. Por regla, las figuras reputadas están en las grandes ciudades mexicanas, casi siempre en la capital, Ciudad de México. Ver a una persona de su talla con un paliacate deteniéndole la cabellera indomable para atravesar por entre raíces –con los pies hundidos en el barro y picoteada por insectos– es francamente notable: casi tanto como el trabajo de investigación, gestión y divulgación que ha desarrollado y que la ha puesto lo mismo en un espacio de reconocimiento asombrado que en el ojo del huracán. Resulta que la biología que practica Julia Carabias es una asociada a la conservación y que su área de estudio es una de las más polémicas del país, porque concentra no solo una riqueza natural sin parangón en esta parte del continente, sino también una riqueza cultural milenaria y la ambición de grupos de interés sin escrúpulos.
La selva Lacandona está en la parte sur del país, en Chiapas. Y –como todas las selvas del planeta– está amenazada de muerte. Lo mismo en Borneo que en la Amazonía, la complejidad selvática es un espacio enredado, necesario, al que la atención ha llegado tarde y mal. No es suficiente decretar su protección en el papel para que la conservación de esos pulmones mundiales, recuperadores de agua y hogar de millones de especies, sobrevivan; es necesario también entender que en ellos o a su alrededor habitan personas que tienen tanto derecho como el que más a una vida digna y a las aspiraciones, por equivocadas que sean, de la vida moderna. Chiapas es un estado muy pobre, con una población que vive con insuficiencia alimentaria y poquísimos accesos a salud, vivienda y educación. Del norte de la República mexicana, de las tierras áridas y tradicionalmente ganaderas, ha llegado a la Lacandona una nutrida población de personas asediadas por el crimen organizado, instalándose ahí con sus prácticas ganaderas, talando árboles. Otros grupos de interés también los talan por sus maderas preciosas. De la selva medran políticos y capos municipales, como si fuera un espacio a la espera de ser explotado (la Lacandona ha perdido ya el 70% de su cobertura y las especies de animales grandes que la habitan, como el jaguar, están en peligro de extinción). Cerca de ese espacio, además, está el famoso Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un grupo rebelde levantado en armas en 1994, que se ha independizado de los criterios y estándares del país, alentando el crecimiento y la educación de los pueblos originarios chiapanecos que se le asocian.
En este remolino se encuentra Julia Carabias, quien se ha planteado defender las áreas de conservación de la selva como una forma de conservar, también, el patrimonio nacional para el futuro. Este ejercicio de voluntad la ha llevado a gestionar esos recursos, a plantear nuevas formas –junto con otros colegas– de entender y aprovechar la naturaleza, sin mermarla. Por esa actitud, casi desafiante aquí, fue que la secuestraron un 28 de abril de 2014, en la madrugada. Algún grupo sintió lastimados sus intereses y fue por ella.
Aunque la rescataron muy pronto fue un claro aviso. No hay todavía un responsable, aunque pueden ser muchísimos, porque lo que ha planteado la conservacionista al frente de instituciones públicas, desde una estación en medio de la selva y en sus participaciones en medios de comunicación resulta francamente incómodo en un país que ha vivido de la explotación de sus recursos naturales sin miramientos y sin un plan alternativo, un país que piensa en soluciones “políticas” y no en las que surgen del conocimiento, que ha vivido de dar prebendas durante décadas, otorgando a unos pocos lo que pertenece a todos. Por si fuera poco, Julia Carabias es mujer y este país es misógino.
Al ingresar al Colegio Nacional, declaró: “Avanzar hacia un desarrollo racional exige ajustes radicales en las políticas económicas [...] como internalizar los costos ambientales de la producción y los mercados; disminuir el exceso del consumo [...]; eliminar los subsidios perversos y asignarlos al fomento de sistemas productivos sustentables; […]; establecer límites de extracción de recursos; […]; pagar por los servicios ambientales...”. Una posición así supone toda una afrenta a los intereses creados.
Con la voz suave y la dicción precisa de quien ha explicado muchas veces algo que debería quedar claro a la primera, Carabias se dirige a quienes la cuestionan. Ha criticado a todos los gobiernos mexicanos por su omisión. Al presente con dureza, por su intento de volver a las energías fósiles con pozos petroleros en una zona que también fue selvática. A los pasados, por su egoísmo político y chambón.
Las tupidísimas cejas que enmarcan sus ojos azules le confieren un aire de desconcierto, como de sorpresa ante la incapacidad de los demás para ver lo obvio: comemos, bebemos y vivimos gracias al entorno que más nos vale proteger y conservar. Frente a los fotógrafos sonríe a medias, sin mucha convicción pero con gracia: Julia Carabias es la heroína precisa para nuestro tiempo.