Lecciones de 2004: ni la victoria de Trump es tan aplastante ni los demócratas están tan hundidos como creen
“El Partido Demócrata ha salido de estas elecciones con una lucha sobre lo que representa, ansioso por su futuro político y desconcertado sobre cómo competir con un Partido Republicano que, según algunos demócratas, puede encaminarse a un período de dominio electoral”, escribió hace ahora 20 años el reportero del New York Times Adam Nagourney.
“Los demócratas dicen que la derrota del senador John Kerry por parte del presidente Bush por tres millones de votos ha dejado al partido frente a su momento más difícil en al menos 20 años. Algunos creen que la situación es particularmente preocupante debido a la ausencia de un líder demócrata convincente y preparado para llevar al partido de regreso al poder o llevar su bandera en 2008”, decía esta crónica del 7 de noviembre de 2004 en la que no había ninguna mención al senador demócrata recién elegido por Illinois, un tal Barack Obama.
En esas presidenciales de 2004, George W. Bush ganó con claridad después de una victoria casi accidental en 2000, cuando perdió el voto popular y ganó la mayoría del Colegio Electoral -el que importa para llegar a la Casa Blanca- gracias a que el Tribunal Supremo decidió por un voto suspender el recuento en Florida. Los comicios de 2004 eran los últimos hasta ahora en que un candidato republicano a presidente había ganado el voto popular: en el caso de Bush por el 2,4%. En aquellas elecciones, además, el Partido Republicano consolidó la mayoría que ya tenía en las dos cámaras: logró 55 senadores y 232 miembros de la Cámara de Representantes.
Mayoría menos aplastante
La victoria de Donald Trump y de su partido ahora llega después de un primer mandato en que perdió el voto popular por un récord de casi tres millones de votos contra Hillary Clinton, pero logró por unas decenas de miles de votos en tres estados clave la mayoría del Colegio Electoral, la suma de los votos que reparten los estados a quien gana la mayoría en ese territorio y que da la Casa Blanca. Ahora su victoria es más contundente que la de hace ocho años, pero menos abultada que la de Bush en 2004 (o las de Obama en 2008 y 2012 y la de Biden en 2020). Todavía quedan millones de votos por contar sobre todo en California y otros estados del oeste del país, pero se estima que Trump ganará el voto popular por un punto y medio con una participación ligeramente inferior a la de 2020.
Los republicanos tendrán ahora en el Senado una mayoría de 52 escaños y están cerca de mantenerla en la Cámara de Representantes, aunque el resultado no está claro mientras sigue el escrutinio. En todo caso, la mayoría en la Cámara será ajustada, poco por encima de los 218 congresistas necesarios para tomar el control.
En Estados Unidos, además, no existe la disciplina de partido y en la actual legislatura ya quedó clara la división dentro del Partido Republicano en la pelea sobre su líder, tras la destitución de Kevin McCarthy en 2023 y la elección de su sucesor, el ultra Mike Johnson, después de 15 votaciones. La batalla por quién será el líder ahora y las reglas para elegirlo ya ha empezado dentro del Partido Republicano.
Irak, lattes y gays
La derrota de los demócratas de 2024 también se siente parecida a la de 2004 por el nivel de movilización antes de las elecciones contra Bush y la invasión de Irak. Los abusos de la llamada guerra contra el terror ya habían quedado retratados con las revelaciones por parte del New York Times, el New Yorker, CBS y otros medios sobre las torturas en la cárcel de Abu Ghraib y Guantánamo o las acusaciones sistemáticas sin pruebas del fiscal general John Ashcroft, con un largo historial de vulneración de las libertades civiles. Las protestas multitudinarias sobre la guerra y los derechos de las mujeres rivalizaban entonces con las de la guerra de Vietnam, había lecturas organizadas de la Constitución y los mercadillos de comida vendían galletas con la palabra Bush tachada. Como ahora, el argumento que desmoralizaba a los demócratas tras la derrota electoral era que el presidente republicano era bien conocido cuando la mayoría lo reeligió.
El contexto era muy diferente por la retirada tardía este año de Biden y su impopularidad, pero las elecciones se esperaban ajustadas, con encuestas cercanas al empate, como ahora. Las elecciones también jugaban sobre el carisma de Bush, un millonario que conectaba con el votante corriente frente a la supuesta incapacidad de los demócratas retratados como elitistas porque vivían en ciudades, leían el New York Times y bebían “lattes” de Starbucks.
En realidad, los planes económicos de Bush se habían centrado en la bajada de impuestos a los más ricos y habían dejado sin financiación a algunas de sus propias propuestas para la población de manera más amplia sobre la educación y la Seguridad Social.
El debate sobre qué ha pasado ahora también se parece al de entonces en los asuntos sociales: en 2004, los republicanos explotaron el rechazo al matrimonio entre personas del mismo sexo, se pusieron en contra de la discriminación positiva para las minorías y limitaron hasta la investigación con células madre que molestaba a los activistas contra el aborto.
En 2024, una de las lecturas más comunes de los resultados entre los demócratas es que su apoyo a los derechos trans y nuevamente la defensa de las minorías les ha dañado ante una parte clave del electorado. Políticos, entre ellos el senador Bernie Sanders, y otras voces dentro y fuera del partido dicen ahora que los demócratas tienen que dejar “la política de identidad”, es decir el lenguaje inclusivo, los derechos trans en competiciones y escuelas o la promoción de las minorías en universidades y empleos. El argumento es que esos asuntos han distraído al partido de otros económicos que afectan a más personas.
A la vez, en realidad, el programa económico del Partido Demócrata defendido por Joe Biden y Kamala Harris de más inversión pública, defensa de los sindicatos y de la subida del salario mínimo está más a la izquierda de lo que ha estado el partido en décadas y más cerca de los intereses de la mayoría de los trabajadores.
¿La élite?
La brecha más destacada ahora es por educación: cuanta más formación universitaria tiene un votante, más probable es que apoye al Partido Demócrata. Se puede observar que los datos de este año entre los votantes de Trump y Harris sin estudios universitarios son muy parecidos a los de los votantes de Bush y Kerry en 2004, aunque ahora hay una distancia entre quienes tienen más formación que no existía hace 20 años.
Aun así, el concepto de élite por esta medida está forzado por el mensaje republicano entonces y ahora, entre otras cosas por la cantidad de personas con estudios en el país: el 38% de los mayores de 25 años tienen un título universitario en Estados Unidos, y, si se cuentan a las personas de esta franja de edad que tienen alguna formación universitaria bien porque están estudiando o dejaron a medias los estudios, el porcentaje se eleva al 60%. Esto sin contar a las personas más jóvenes que están empezando la universidad o equivalente.
Los argumentos demócratas de quién o qué tenía la culpa en 2004 dentro y fuera del partido también se parecen a los de ahora. Muchos ya creían hace dos décadas que la desinformación de Fox News era la principal causa y que la prensa no había hecho bien su trabajo.
“Es una institución fallida en este país”, me dijo en 2004 Howard Dean, exgobernador de Vermont y candidato de la izquierda del partido que había perdido en las primarias aquel año, en una entrevista. Entonces Dean estaba quejoso de que los medios se dedicaran “al entretenimiento”. También creía que los medios en Estados Unidos iban a cambiar y se parecerían más “al modelo europeo, donde cada partido tiene su periódico o un periódico que le apoya abiertamente” porque en Estados Unidos los demócratas no tenían “altavoz” como la Fox.
Autoritarismo y frenos
El principal punto de distinción con 2004 y casi con cualquier año en las últimas décadas es que nunca había llegado al poder un presidente con una agenda abiertamente autoritaria y un historial tan claro de incitación a la violencia y persecución de los percibidos como enemigos. Tampoco uno condenado por un delito grave, repudiado dos veces en un proceso de impeachment y definido por antiguos miembros de gabinete como “fascista”.
La alteración de normas y leyes en el funcionamiento del sistema democrático es un factor que puede alterar el futuro de las elecciones, aunque es difícil saber ahora hasta dónde llegarán Trump y sus aliados.
Salvando las distancias, la erosión de las normas ya se produjo en los años de la Administración Bush. Aunque el presidente guardara las formas, su Gobierno maniobró para saltarse la ley y la Constitución para encarcelar de manera indefinida a sospechosos de terrorismo, vigilar a sus propios ciudadanos y aumentar los poderes presidenciales desoyendo al Congreso y la legislación internacional. En aquellos años en que el Partido Republicano tenía la presidencia, las dos cámaras y el Tribunal Supremo (sobre todo después de que Bush nombrara a dos jueces conservadores, en 2005 y 2006) se pusieron a prueba otros frenos del sistema, como sucederá ahora.
Los estados
Según el sistema federal del país, los estados tienen amplias competencias en su territorio y tanto los gobernadores como las cámaras legislativas de esos estados pueden hacer y deshacer leyes esenciales sobre derechos y obligaciones.
El Supremo es el árbitro último de algunas de esas normas y el Congreso puede aprobar leyes federales que puedan afectar a todos, pero hasta ahora la tendencia en algunos debates más controvertidos es dejar que los estados tomen sus propias decisiones.
Pensando en medidas concretas de Trump como la deportación de millones de personas, los estados se pueden resistir a cooperar con las fuerzas de seguridad federales para detener a migrantes -Nueva York ya lo hace- y defender la protección de lugares de culto, hospitales y escuelas. También son los estados los que pueden emitir documentos de identificación si la Administración federal pone trabas.
Los demócratas tienen ahora gobernadores en 23 estados, incluidos algunos de los más poblados y ricos, como California y Nueva York, y también otros donde ha ganado ahora Trump, como Carolina del Norte, Pensilvania, Wisconsin, Michigan y Arizona. El gobernador de California, Gavin Newsom, ha convocado una sesión especial de las cámaras para aprobar nuevas leyes y normas que refuercen las protecciones del derecho al aborto y la lucha contra el cambio climático. La gobernadora de Nueva York, Katie Hochul, ha pedido una revisión completa en busca de posibles lagunas legales que la Administración Trump pueda explotar para imponer su voluntad.
Tribunales y elecciones en 2026
Otra de las piezas clave, como ya sucedió en 2016, son los fiscales generales de los estados y los tribunales por debajo del Supremo.
En las últimas horas, Biden ha nombrado a otros dos jueces de distrito en su ronda número 56 de selección de jueces. Trump ya está animando a los republicanos a que se salten las normas y se unan para bloquear los nombramientos, pero hasta ahora no ha sucedido.
Y no hay que olvidar que en noviembre de 2026 se celebran de nuevo elecciones legislativas para renovar toda la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Son las elecciones a mitad de mandato del presidente en las que tradicionalmente pierde terreno el partido que está en el poder.
En 2006, dos años después de la victoria republicana de la que los demócratas creían no se podrían recuperar en décadas, el Partido Demócrata logró la mayoría en las dos cámaras por primera vez desde 1992. Aquellas elecciones también marcaron otro hito: por primera vez una mujer fue elegida para presidir la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi.
12