Análisis

Los misiles balísticos ATACMS estadounidenses no le bastan a Ucrania para vencer a Rusia

18 de noviembre de 2024 22:50 h

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La noticia –no confirmada oficialmente por la Administración estadounidense– de que Joe Biden habría finalmente aceptado que Ucrania pueda emplear los MGM-140 ATACMS al máximo de su alcance ha generado una inusitada expectación, como si algo así fuera a cambiar drásticamente el curso de la guerra, justo cuando se cumplen mil días del arranque de la invasión rusa. La realidad, sin embargo, indica algo distinto.

En primer lugar, es preciso volver a insistir en que no hay ninguna arma (con la excepción de las nucleares) que por sí sola pueda garantizar la victoria en el campo de batalla. Los ATACMS (Army Tactical Missile Systems) son misiles balísticos tierra-tierra de corto alcance fabricados por Lockheed Martin en cinco versiones, que van desde el modelo M39 –que carga submuniciones y con un alcance de unos 165 km– hasta el modelo M57 –que puede portar una única carga explosiva de unos 250 kg hasta unos 300 km de distancia–. Ucrania ya cuenta con ese material desde otoño del pasado año y viene empleándolo a cuentagotas desde entonces, tanto desde los lanzadores M142 HIMARS estadounidenses como desde los M270 MLRS británicos y alemanes.

El problema es que, por un lado, la mayoría de ellos son M39: de alcance más corto y con un error circular probable de unos 10 metros, lo que los hace escasamente útiles para garantizar la destrucción de un objetivo relevante. Y, por otro, hasta ahora Washington solo le ha permitido emplearlos contra objetivos rusos dentro del territorio ucraniano ocupado por Moscú, como Crimea y bases aéreas en Berdyansk y Lugansk. Aunque EEUU progresivamente ha ido flexibilizando su postura, sobre todo tras el uso por parte de Rusia de unos 40 misiles balísticos norcoreanos Hwasong 11-A y 11-B, entre diciembre de 2023 y mayo de este año, permitiéndole que los emplee también contra objetivos ubicados en suelo ruso muy cerca de la frontera con Ucrania.

Pero es que, además, se estima que Kiev no ha recibido más allá de unos 120 ATACMS y tampoco resulta fácil aumentar a la carrera la entrega de muchos más de estos misiles, contando con las limitaciones de la cadena de producción para atender a la docena de países que los han adquirido y a las necesidades de las fuerzas estadounidenses para mantener sus propios arsenales. Con un coste estimado de un millón de dólares por misil, el fabricante dice haber producido unos 4.000 desde que en 1991 fueron empleados por primera vez en combate.

Eso significa que, aun en el caso de que Washington levante todas las restricciones a su uso, la situación no podrá cambiar sustancialmente de inmediato. Por supuesto, eso no quiere decir que su uso sin restricciones no sea un problema para las fuerzas invasoras –basta con pensar en el impacto que tendrían si logran inutilizar el puente sobre el estrecho de Kersh–, pero obliga a relativizar su importancia cuando el tiempo va inclinando la balanza a favor de Moscú y la sombra del presidente electo Donald Trump va oscureciendo las opciones de victoria ucraniana.

Tampoco queda claro si ahora Kiev podrá emplear estos misiles contra cualquier objetivo localizado en suelo ruso o si solo se le permitirá hacerlo en Kursk –un territorio en el que las fuerzas ucranianas lanzaron una incursión el pasado mes de agosto y del que ya tan solo conservan unos 500 km cuadrados–, mientras las tropas norcoreanas se aprestan a colaborar con las rusas en su total recuperación.

En resumen, aunque Joe Biden intente ahora enmendar parte de los errores cometidos en el apoyo al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, eso no compensa la notoria inferioridad demográfica, industrial y económica de Ucrania en un conflicto que se acerca su tercer aniversario.

El presidente estadounidense puede calcular que los apuros de Kiev y su demostrada capacidad industrial para fabricar un misil balístico propio hacen muy probable que, sumido en una guerra existencial, Zelenski decida emplear todos los medios a su alcance para evitar la derrota –incluyendo los misiles británicos de crucero aire-tierra SCALP EG/Storm Shadow, con alcance de hasta 250 km, aunque solo cuenta con cinco aviones Sukhoi Su-24 Fencer para poder lanzarlos–, traspasando los límites que sus aliados quieran establecer ante el temor a las represalias rusas. Y de ahí que ahora Biden decida dar este paso y deje al resto de aliados ante la duda de qué hacer.

Pero nada de eso cambia la impresión general: el tiempo corre a favor de Rusia y la entrada en juego de Trump no apunta a nada bueno para las aspiraciones de integridad territorial ucranianas.

El anuncio, por añadidura, da a Putin la oportunidad de reacomodar sus piezas en el campo de batalla, poniendo los potenciales objetivos de los ATACMS fuera de su alcance, antes de que Kiev dé el siguiente paso. Un previsible movimiento que no reduce su capacidad para seguir atacando tanto a las tropas ucranianas –con el esfuerzo principal centrado en romper el frente en el Donbás–, como a las infraestructuras energéticas y de comunicaciones, con el objetivo de hacer la vida aún más difícil para una población civil que lleva demasiado tiempo sufriendo el castigo.