Frente a la catedral de Berlín, a orillas del río Spree, se encuentra el Museo de la RDA. Se trata de un museo pequeño, pensado sobre todo para turistas, que, según su página web, quiere mostrar al visitante cómo era la vida cotidiana en la República Democrática Alemana. Su objetivo en realidad es otro: explotar la curiosidad que, aún hoy, sigue generando la RDA.
La mayoría de los antiguos ciudadanos de la RDA no ven el museo con la misma simpatía: los paneles e instalaciones del museo recuerdan a la arrogancia y pretendida superioridad moral hacia una civilización derrotada, conquistada y asimilada propias de la etnografía colonial.
Veinticinco años después, el Muro sigue ahí. Se alza, invisible, sobre su antiguo trazado. Ya no divide estados ni ideologías, sino biografías. No sólo para quienes vivieron en la RDA y su memoria, sus buenos y malos recuerdos. Nacer a uno u otro lado de ese muro invisible sigue marcando vidas, si bien de un modo muy diferente.
El 6 de octubre el Instituto de Economía alemana (IW) presentó en Berlín un informe con el balance económico de la Reunificación. La cicatriz sigue abierta: a pesar de alguna mejora leve, el Este de Alemania sigue por detrás del Oeste en casi todo, y en algunos casos la diferencia incluso se ha incrementado, como ocurre con el ingreso neto por vivienda. En 25 años la demografía de Alemania oriental se ha desplomado en dos millones, producto de la emigración y las defunciones. El paro sigue siendo elevado: Berlín registra un desempleo del 10,8%, Mecklenburgo-Pomerania oriental de un 10%, Brandeburgo un 8,7%, Sajonia-Anhalt un 10%, Turingia un 7,2% y Sajonia un 8,2%, según cifras de la Oficina federal de empleo para septiembre de 2014.
La población trabajadora disminuye rápidamente, sin que la inmigración y el retraso de la jubilación a los 67 años logren compensar la caída. El IW calcula que fuera de las ciudades que registran crecimiento (Berlín, Dresde y Leipzig), la población de la antigua Alemania oriental podría declinar hasta un 25% hasta 2030. Todo esto complicará el pago de la deuda, que asciende a más de 127 millones de euros, sostenida, en buena medida, por los fondos de compensación territorial y un impuesto especial (Solidaritätszuschlag) para financiar la reconstrucción del Este y que oficialmente dejará de recaudarse en el año 2019.
Sólo la industria automovilística, la química y la naval salen bien paradas en el informe, pero las tres siguen dominadas por empresas germano-occidentales, las cuales, a pesar de haber crecido gracias al expolio de la RDA, siguen resistiéndose a trasladar sus sedes allí, aunque han satelizado a las pymes germano-orientales. El intento de crear una industria de placas fotovoltaicas, fuertemente subvencionado por el Estado en el marco de su ley de energías renovables (EEG), se saldó con un fracaso. La sobrecapacidad y la competencia china condujeron a la caída de precios y a una ola de cierres de empresas y despidos de los que el gobierno de Merkel prefirió desentenderse.
Vivir en Alemania oriental sigue significando vivir en el lado de los perdedores de la historia. La situación alimenta un lógico sentimiento de agravio comparativo que se ha canalizado todos estos años a través del partido de La Izquierda (Die Linke), que sigue teniendo en los estados federados de la desaparecida RDA su base tradicional de votantes (sobre todo entre las generaciones mayores), pero también de la ultraderecha, que en los noventa aterrizó en Alemania oriental para llevar a cabo una labor de proselitismo que tuvo especial éxito entre los jóvenes de clase obrera sin estudios superiores ni perspectivas de encontrar trabajo.
En la memoria de muchos alemanes, Hoyerswerda y Rostock son sinónimos de los primeros pogromos en territorio alemán desde el Tercer Reich. Aunque las agresiones racistas persisten –hasta el 2012 han habido al menos 184 víctimas mortales según la Fundación Amadeu Antonio, la mayoría de ellas no reconocidas por el Estado–, el voto ultra y pardo ha mutado: su caladero es ahora la formación euroescéptica y antiinmigración Alternativa para Alemania (AfD), que en las pasadas elecciones en Sajonia, Turingia y Brandeburgo obtuvo un 9,7%, un 10,6% y un 12,2% respectivamente.
Un árbol se mide mejor cuando se lo ha derribado
Un árbol se mide mejor cuando se lo ha derribadoLos aghori de la India, una secta de ascetas hindúes, se embadurnan con las cenizas de los cadáveres cremados y se comen la carne de los cuerpos que flotan en el Ganges, rituales con los que creen fortalecerse y prevenir el envejecimiento. Los alemanes hacen algo parecido todos los años con la RDA. El ritual comienza el 17 de junio –la sublevación contra el Gobierno de la RDA–, continúa el 13 de agosto –construcción del Muro– y se prolonga hasta el 9 de noviembre, que coincide, por cierto, con el aniversario de “la noche de los cristales rotos”.
A esto en Alemania se lo llama “cultura de la memoria” (Erinnerungskultur) y se ha convertido en una industria turística para los extranjeros –sólo hace falta pasarse por el Checkpoint Charlie para comprobarlo– y en lo que Hagen Bonn llama una “industria de desligitimación” para los nativos.
Según el semanario Der Spiegel –“el prestigioso semanario”, según la rutinaria fórmula de los corresponsales españoles–, la RDA disponía de escuadrones de la muerte para cometer ejecuciones extrajudiciales en Alemania occidental, su aparato de seguridad utilizaba exposiciones a máquinas de rayos X ocultas para generar a largo plazo cáncer en los presos políticos, sus médicos traficaban con los órganos de los pacientes, mantenían un banco de órganos y tejidos exclusivo para la nomenklatura o colaboraban en un programa estatal secreto de eugenesia por el que se asesinaba a los bebés que pesaban menos de un kilo. Ninguna de estas informaciones era cierta, pero se difundieron sin contrastarse y casi nunca el mismo medio que las propagó las desmintió cuando se demostraron falsas.
Todo este ritual es necesario, porque lo que echan de menos los ossies (los habitantes del Este) no es, por descontado, la intromisión de los servicios secretos en su vida privada, las restricciones a la libertad de movimientos o la reducida oferta de bienes de consumo en sus supermercados. De hecho, hoy también están vigilados por los servicios secretos –ya no sólo los alemanes, sino también los estadounidenses, y a una escala mucho mayor que la de entonces, como sabemos por el escándalo de escuchas de la NSA– y, aunque formalmente tienen el derecho a viajar libremente, no disponen del dinero suficiente para hacer efectivo ese derecho, ni tampoco para adquirir muchos de los productos que abundan en los estantes de los supermercados y que ofrecen a los clientes la ilusión de pluralidad de oferta.
Hoy un ciudadano de Alemania oriental puede por fin comprar plátanos y piñas como su vecino de Alemania occidental: sin preocuparse por los salarios y condiciones de trabajo de quienes los recogen en Centroamérica y el Caribe.
Lo que echan de menos los antiguos ciudadanos de la RDA es la educación gratuita hasta la universidad, la existencia de un sistema de sanidad universal, el derecho garantizado a la vivienda y poder vivir sin temor a ser despedido del trabajo y caer en la pobreza y ser ignorado. Como dijo el escritor Stefan Heym en su discurso frente al Bundestag en 1994: “Por favor, no subestimen una vida humana en la que, pese a todas las restricciones, el dinero no lo decidía todo, el puesto de trabajo era un derecho igual para hombres y mujeres, la vivienda era asequible y la parte más importante del cuerpo no eran los codos”.
El de Berlín era el “muro de la vergüenza”. El presidente estadounidense Ronald Reagan pidió frente a la Puerta de Brandeburgo a Mijaíl Gorbachov que lo derribase. En 2008, Barack Obama dio un discurso en el mismo lugar. El simbolismo era evidente. Y con todo, hoy hay muchas más barreras físicas que separan pueblos y naciones que entonces: entre Estados Unidos y México, entre Israel y Cisjordania, entre Arabia Saudí y Yemen, entre Grecia y Turquía, entre España y Marruecos o entre Marruecos y la República Árabe Saharaui Democrática (RASD).
La mayoría de ellas son más largas, más altas y han causado muchos más muertos que el muro de Berlín, pero ninguna ha recibido el mismo calificativo ni la misma atención por parte de los medios de comunicación, mucho menos del presidente de EEUU.
El último, y acaso el más absurdo de todos ellos, es el que Ucrania comenzó a erigir el pasado 10 de septiembre en su frontera con Rusia. En declaraciones a Ukraine Today, el primer ministro ucraniano, Arseni Yatseniuk, dijo que el Gobierno espera que la Unión Europea subvencione su construcción. El alcalde de Kiev, Vitali Klitschko –que cuenta con el respaldo de la Fundación Konrad Adenauer, próxima a la CDU, el partido de Merkel–, no dudó en pedir para su construcción ayuda económica y en forma de know-how... en Berlín. Se cierra el círculo. El Muro sigue ahí.