Suena el teléfono. Olena Bovt mira la pantalla y lee el nombre de su marido. Llama desde Bajmut, el punto más peligroso del frente de la guerra de Ucrania, pero la mujer contesta tranquila: “¿Cómo te sientes?”. Sonríe cuando el padre de sus hijos, soldado voluntario, se queja de un catarro y exagera su malestar en busca de cariño, una actitud que contrasta con los distintos momentos en que el militar ha resultado herido en la contienda y resta importancia a sus lesiones.
Hace poco menos de un año, cuando esperaba la llamada de su marido durante días o semanas, las manos de Bovt solían temblar. Los nervios de la ucraniana, programadora y madre de dos hijos, se disparaban cuando le entraba cualquier llamada. Ahora, tras varios sustos y más habituada a la información sobre la vida en el frente, al que ella también se aproxima de vez en cuando para apoyar voluntariamente a los militares en la reparación de vehículos, el cuerpo de Olena solo se tensa cuando lee dos palabras en su teléfono: “Número desconocido”.
“Al principio de la guerra, una vez cada dos semanas, esperaba esta llamada, me temblaban las manos. Solo oía un poco de sonido y ya…”, describe, mientras extiende su mano y la mueve para describir su agitación. “Pero oía su voz. Y respiraba tranquila. Estaba vivo. Ahora hay más conexión y él está llamando todos los días, y ya sabes, incluso a veces tiene el día libre, se aburre y llama mucho y llego a pensar: '¿Otra vez?”, bromea entre risas. Pero con los números desconocidos su tripa siempre se encoge.
“¿Sabes? Cuando eres la esposa de un soldado, si alguien te llama desde un número desconocido, siempre da miedo. Todos los números desconocidos dan miedo. Durante unos segundos, hasta que descuelgas, existe el temor de que alguien te llame para darte malas noticias”, comenta sentada en un sofá beige de una amplia vivienda unifamiliar en la región de Leópolis, situada al oeste del país, alejada del frente.
Un número desconocido como el que contactó con ella hace tres semanas. Su hermano, militar de 26 años, había desaparecido muy cerca de Soledar, una pequeña localidad de Donetsk donde se libró una intensa batalla hasta su caída en manos rusas el pasado enero.
Desde entonces, Olena dedica varias horas al día al rastreo de cualquier información que apunte al paradero de su hermano. Comprueba de manera casi sistemática chats de Telegram y, con temor, acerca las fotos compartidas de cuerpos de militares fallecidos. También se deja los ojos en las imágenes de soldados detenidos por el Ejército ruso. Llama a las líneas habilitadas por el Gobierno para buscar personas desaparecidas, a la Cruz Roja o a compañeros de la unidad militar de su hermano para intentar saber qué ocurrió y buscar cualquier pista sobre el estado del joven militar. Por ahora, no tiene nada.
La Comisión Internacional sobre Personas Desaparecidas calcula que más de 15.000, entre militares y civiles ucranianos, han desaparecido desde el inicio de la invasión rusa. El comisionado de Ucrania para personas desaparecidas en circunstancias especiales, Oleg Kotenko, ha cifrado en cerca de 7.200 los soldados ucranianos a los que se ha perdido el rastro.
“Con la situación de mi hermano, me rompí”
“Tengo la esperanza de encontrarlo en una prisión rusa donde retienen a los soldados ucranianos, pero hasta ahora no he encontrado ninguna foto ni nada parecido”, detalla Olena. Su hermano desapareció el 29 de enero cerca de Soledar. Dos días antes, el 27 de enero, habló con él por última vez. Le había pedido el envío de un dron y acababa de recibirlo. “Me devolvió la llamada. Me dijo: 'Está todo bien. Vamos a la misión”. El 31 de enero, su jefe le dio la noticia.
Olena trata de dar un sentido a lo ocurrido y reconstruye los hechos con la información que ha obtenido por su cuenta. “El 26 de enero ya no quedaban tropas ucranianas en Soledar. Y mi hermano fue allí el 27. Como explorador, su equipo suele ir antes para rastrear determinadas zonas. Incluso si estaban heridos, nadie podía salvarlos. Estamos buscando, tal vez algunos drones estaban volando por allí”, dice.
“Aquel día, hubo combates desde las 8:00 de la mañana hasta las 5:00 de la tarde exactamente en el lugar en el que estaba mi hermano. Así que una parte de mí entiende que puede estar muerto, pero siempre hay esperanza porque sé que es un soldado profesional”, repite con una taza de café entre sus manos. A sus pies, la calma transmitida por los ronquidos de un perro carlino amodorrado en el suelo contrastan con las palabras de Olena. “Necesito saber si está vivo o muerto, pero estar así es muy angustiante”.
Aquella llamada del 31 de enero, aquella información proporcionada por ese número desconocido, acabó por desbordar la ansiedad acumulada durante casi un año de contienda. Meses en los que su marido ha resultado herido en cuatro ocasiones, en los que ha tenido que asumir la totalidad de las tareas del hogar, el cuidado de sus hijos y el trabajo de su marido, con su fuerte implicación en labores de voluntariado de apoyo a las fuerzas armadas. Un año en el que todo ha cambiado, en el que creía estar casi acostumbrada, hasta esa llamada.
“Vivía con este estrés, pero, con la situación de mi hermano, me rompí. Después de que mi hermano desapareciera me sentí muy mal. Sentía que se hundía la tierra bajo mis pies. Estaba sentada, así, llorando. No me importaba nada. Los niños tiraban algo, rompían algo, y no me importaba; algo se rompía en la casa, y no me importaba…”, describe Olena. “La psicóloga me dijo que mi cerebro me está protegiendo: ‘No sientes nada porque si empiezas a sentirlo todo explotarás”. Se levanta y se acerca a la cocina para coger varias cajas de medicamentos que le permiten mantener el ritmo de su vida después de la guerra.
A las tareas domésticas y el cuidado de sus dos hijos de seis y siete años, que antes compartía con su marido y ahora recae en ella en su totalidad, se suma sacar adelante el negocio de su marido, relacionado con las finanzas. Pero la nueva actividad en la que más reconoce que se vuelca es en su “misión” en la contienda: recoger vehículos averiados del frente, buscar la manera de arreglarlos a través de una cadena de voluntarios, y llevarlos de nuevo a los puntos calientes de la contienda. También compra coches de segunda mano.
Perder el miedo
Un gran coche blanco, manchado de barro, espera su reparación a las puertas de su casa. “Lo trajimos para volver a arreglarlo, porque los coches son temporales y hay que repararlos muy a menudo”, comenta Olena, quien señala los arreglos pendientes protegida del frío con una de las sudaderas militares de su pareja. Su marido suele trasladar los vehículos a alguna localidad, próxima al frente pero más segura. Ella viaja con uno de los coches reparados. Él con uno de los averiados. En el punto de encuentro establecido, realizan el intercambio. Aprovechan para verse y abrazarse, aunque sea de manera fugaz.
Olena toca la pantalla de su móvil en busca de fotografías que le ayuden a recordar alguno de los momentos más tensos vividos en la carretera. Muestra una imagen de un vehículo verde aparentemente destrozado por su parte delantera, otro blanco, aparentemente en buen estado, pero con fallos de funcionamiento… Cada vehículo guarda una historia. Señala uno de ellos. “Ese día nevaba, estaba volviendo y me di cuenta de que no funcionaba el freno de mano”, recuerda la ucraniana, quien redujo la velocidad y acabó llamando a voluntarios para que acudiesen a apoyarla.
— ¿No te da miedo? ¿Es seguro?
— No, pero desde el principio de la guerra creo que he ido perdiendo esa sensación de seguridad o inseguridad. En guerra, he perdido ese sentimiento de miedo por mí. Solo tengo miedo por mis hijos y por la gente que quiero.
En un año, todo ha cambiado. “De la vida que tenía y de la vida que tengo... ”, suspira la treintañera. Olena muestra la escopeta con la que realiza sus viajes. “Antes no sabía utilizarla, me daba miedo, pero he tenido que dejar el miedo atrás. Pensé: 'Tengo un arma y no sé cómo usarla, si algo pasa, la necesito, así que tengo que saber utilizarla'. Aprendí a usarla como todo lo que tengo en mi casa, como aprendí a estar preparada para cuando hay apagones de electricidad, como aprendí a tener reservas suficientes cuando algo pasa. Es la manera de perder el miedo”.