Tras el montaje teatral de una reunión del Consejo Nacional de Seguridad, aparentemente deliberativo, y de su discurso a la nación, envuelto en forzadas consideraciones históricas que arrancaron con la culpabilización del propio Lenin por su mala gestión del imperio ruso, Vladimir Putin puede sentirse ahora mismo muy ufano. Su decisión de reconocer las “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk como países independientes y el envío inmediato de tropas a esa parte del territorio ucraniano refuerzan sin duda su imagen de actor resolutivo, capaz de imponer su agenda a pesar de las considerables presiones internacionales y la amenaza de un duro castigo (incluso personal) si se atreve a quebrar definitivamente el statu quo imperante en el continente europeo.
Y, sin embargo, lo que se vislumbra tras un movimiento que sus defensores tratarán de presentar como un acierto estratégico es una equivocación que pronto puede deparar a Rusia consecuencias muy amargas. En primer lugar, Putin desaprovecha la posibilidad de un cara a cara con Joe Biden que le serviría para consolidar su pretensión de que Rusia sea reconocida como una potencia global, al tiempo que alimenta la imagen de una potencia regional resentida y dispuesta a todo para trastocar el orden vigente, aunque sea violando abiertamente el derecho internacional. Eso significa, igualmente, destruir toda posibilidad de renegociar un nuevo orden internacional en el continente europeo –una de sus más claras demandas en el ultimátum que dirigió a EEUU y a la OTAN el pasado 17 de diciembre–, lo que la sigue condenando a una posición negociadora de clara desventaja en la que sus intereses de seguridad están siendo claramente cuestionados.
Además, con el reconocimiento de independencia de Donetsk y Lugansk pierde una de sus principales bazas de negociación con Ucrania. Por un lado, no queda claro qué territorio está reconociendo Moscú, dado que sus aliados locales separatistas tan solo controlan un tercio del que conforman las óblast de Donetsk (26.500km2 y 4,1 millones de habitantes) y Lugansk (26.600 km2 y 2,3 millones de habitantes). Queda por ver si Moscú planea aumentar su dominio por la fuerza, ahondando su imagen de agresor del territorio de un Estado soberano, y qué resultado puede obtener de su aventurerismo militar. Pero al mismo tiempo, si esa independencia se consolida con el apoyo moscovita o si incluso decide finalmente anexionar el Donbás a la Federación de Rusia, Putin pierde una baza tanto en el terreno diplomático como en el político. En el primer caso, porque su movimiento termina por enterrar los acuerdos de Minsk, que hasta ahora le servían a Moscú para mostrar la falta de voluntad del presidente de Ucrania, Volodímir Zelensky, para cumplirlos, por su temor a que una consulta popular y una descentralización del poder de Kiev potenciara aún más las tendencias separatistas. En el segundo, porque ahora Moscú ya no podrá contar con que siempre tendría asegurada, a través de sus peones locales como parte de la escena política nacional, una voz en los órganos estatales ucranianos a la hora de tomar decisiones sobre política exterior y de seguridad.
Por otra parte, con su agresividad (ya no solo verbal sino con tropas pisando suelo ucraniano) también muestra su desprecio por los compromisos internacionales adquiridos, como el que firmó en 1994 garantizando la integridad territorial de Ucrania a cambio de la renuncia de Kiev a las armas nucleares que albergaba. Difícilmente puede ahora presentarse como fiel cumplidor del derecho internacional y de los acuerdos firmados, y menos aún como acusador del incumplimiento en el que otros incurran.
Llegado a este punto, Putin se aboca a una huida hacia adelante en la que –al tiempo que se reducen sus opciones para lograr sus objetivos en la mesa de negociaciones, cuando todavía no estaban agotadas todas las vías– aumenta su apuesta militarista; todo ello sin ninguna garantía de éxito. Es previsible que se encuentre con una hostilidad que le puede llevar a un empantanamiento como el que ya sufrió EEUU en Afganistán e Irak, junto a una rusofobia que crece a ojos vista entre la población ucraniana y más allá. Y más problemática aún se hace su intención de lograr un acuerdo con la OTAN para evitar adicionales ampliaciones y despliegue de unidades y armas que puedan afectar seriamente a su seguridad.
Por último, entre los efectos contraproducentes que el desafío de Putin está provocando para la seguridad de Rusia destaca la revitalización que está viviendo la OTAN. Una organización que ha salido malparada de su implicación en Afganistán se encuentra ahora en el centro de la escena con países como Finlandia y Suecia volviendo a reconsiderar su posible integración, en la medida en que se sienten crecientemente amenazados por un vecino que parece empeñado en recuperar a toda costa la zona de influencia de la que la Unión Soviética disfrutó durante la Guerra Fría. El único alivio momentáneo para Putin es que sabe que su órdago político-militar no va a ser contestado con la misma moneda por el bando que lidera Washington, sino únicamente con sanciones económicas.
Jesús A. Núñez es co-director del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)