El Tribunal Superior Electoral rechazó la candidatura del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva para las elecciones presidenciales cuya primera vuelta tendrá lugar el 7 de octubre, pero cuando llegó el momento clave del inicio de la propaganda en televisión, horas después del veredicto, Lula continuaba allí.
En uno de los intervalos de la novela de Globo, con millones de brasileños frente al televisor, apareció la llamada a las urnas del Partido de los Trabajadores. El protagonista era Lula –que está preso en Curitiba–, pero solo aparecía en forma de voz en off y en forma de caretas portadas por simpatizantes. El que daba la cara era Fernando Haddad, su sustituto, el plan B que nadie en el partido ha querido reconocer durante los últimos meses.
A partir de ahora el PT tendrá que encarar la realidad que ha querido ignorar hasta ahora: la intención de voto, sin Lula en la fórmula. El ultraderechista Jair Bolsonaro (PSL) lidera las encuestas con el 22%. Le sigue Marina Silva (Rede) con el 16%, Ciro Gomes (PDT) con el 10% y Geraldo Alckmin (PSDB) con el 9%. Ni rastro de Haddad, que se queda en el 4% –los votos de aquellos que se iban a decantar por Lula se reparten entre el resto de candidatos, no los consigue absorber él– y ni rastro del candidato del gobierno actual, Henrique Meirelles.
Todo puede cambiar durante los próximos 30 días, ya que los espacios de propaganda electoral en televisión, algo históricamente desequilibrante en las elecciones brasileñas, no son igual de amplios para todos los candidatos, y eso –aunque en 2018 las redes sociales poseen más fuerza que nunca antes– va haciendo mella. Los minutos de aparición dependen del tamaño de los partidos y de las alianzas entre ellos. Alckmin será el que aparezca más minutos en pantalla, seguido de Haddad y Meirelles. Alckmin, además, es el candidato preferido de las grandes corporaciones, patronales y federaciones de industria.
La estrategia del PT durante el traumático proceso de encarcelamiento de su líder ha hecho que Fernando Haddad, que fue alcalde de São Paulo, se haya perdido toda la primera parte de la campaña electoral. No ha participado ni en los dos primeros debates ni en las dos rondas de entrevistas más importantes –la de GloboNews y la del principal programa informativo de Globo–. A estos actos el invitado siempre era Lula, que tenía prohibido asistir. Los medios y los otros partidos no aceptaron la presencia de Haddad ya que los eventos estaban reservados para candidatos a presidentes, y Haddad, por aquel entonces, aun no lo era.
De hecho, los esfuerzos del PT continúan, ya que recurrirán hasta el último momento la decisión del Tribunal Superior Electoral. Lo más probable es que sigan chocando contra las mismas barreras judiciales, y que su candidato Haddad tenga cada vez más difícil poder darse a conocer por todos los rincones del país.
La amenaza del ultra Bolsonaro
Ante la exclusión de Lula da Silva, el único candidato que mueve a las masas en estos momentos es el ultraderechista Jair Bolsonaro, excapitán del Ejército brasileño. Basa su campaña en algo tan sencillo como ir directamente a una de las mayores preocupaciones de los brasileños: la inseguridad ciudadana, la que proviene sobre todo del narcotráfico. A ese problema social, económico, educacional, de derechos humanos y de salud pública, Bolsonaro –y muchos otros– lo denomina guerra.
Eso le da la ventaja de colocar por delante en este debate la premisa que más le gusta: “¿Qué guerra es esa en la que solo puede disparar un bando?”. Bolsonaro sugiere más violencia para acabar con la violencia, y las otras variables no entran en su ecuación.
Defensor acérrimo del uso de armas en Brasil, el resto de su campaña electoral se orienta a satisfacer a la población más radicalizada. No duda en cargar contra el colectivo LGBTI, contra las organizaciones no gubernamentales, contra los movimientos feministas (apología de la violación incluida) o en humillar a la población afrodescendiente.
El Tribunal Supremo tiene sobre la mesa una denuncia contra él por racismo tras sus palabras contra los habitantes de una comunidad quilombola –terrenos protegidos, herederos de los asentamientos de esclavos que escapaban de las haciendas– que visitó hace un tiempo. “El más leve pesaba siete arrobas”, dijo en una charla empresarial, ante las risas de los asistentes. “No hacen nada. No sirven ni para procrear”.
La última polémica de Bolsonaro ha sido, en uno de sus más recientes mítines –en el estado de Acre–, agarrar algo parecido a un trípode, utilizarlo como una ametralladora y declarar ante sus fieles: “Vamos fusilar a la petralhada de Acre (forma despectiva para referirse al PT, Partido de los Trabajadores). Vamos a hacer que salgan corriendo de aquí esos canallas”. Para concluir, ante un público enfervorizado: “Ya que les gusta tanto Venezuela, esa banda tiene que irse para allá. Lo único es que allí no tienen ni mortadela (otro apelativo despectivo, que hace referencia a esas manifestaciones en las que los asistentes reciben bocadillos), van a tener que comer hierba”.
El término que utilizó Bolsonaro para referirse a la hierba es “capim”, que en determinados contextos se refiere también a la muerte –comer el capim desde la raíz–. De momento, todo lo que sale por su boca la justicia lo enmarca en la libertad de expresión, mientras el ambiente se va haciendo cada vez más irrespirable.
Las redes sociales son su herramienta más fiable, porque en la mayoría de los espacios de propaganda gratuita en televisión solo dispone de ocho segundos, en los que apenas tiene tiempo de articular un par de frases: “Vamos a cambiar juntos en defensa de la familia y de nuestra patria. Rumbo a la victoria”. Poco mensaje para la larga recta final. En el último sprint, eso sí, tendrán que adelantarle dos candidatos para dejarle fuera de la segunda vuelta.