Se llegó el 27 de enero. El cielo gris asomó por detrás del cerro Juana Laínez, poco después de las cinco de la mañana, cerrando una noche de ambulancias, de cacerías policiales, de gases lacrimógenos, de gritos y protestas y quemas de llantas y toma de calles y de carreteras. La ondeante silueta de la bandera de Honduras se dibujó en la cima del cerro, que corona Tegucigalpa. Una ciudad militarizada.
Se llegó el 27 de enero, día inevitable en el calendario de un país roto por las elecciones celebradas dos meses antes. Juan Orlando Hernández, el presidente que maniobró de todas las formas posibles para ser reelecto en un país cuya Constitución prohíbe la reelección, tomaba posesión de su segundo periodo.
Se juramentó protegido por miles de uniformados del Ejército, la Policía Militar, la Naval y la Policía Nacional. Montaron tres cordones de seguridad alrededor del Estadio Nacional y dispersaron a los manifestantes arrojando unas latitas del tamaño de una granada denominadas MP-3-CS, fabricadas en un pueblito de Pennsylvania llamado Homer City, made in USA, que liberan gas lacrimógeno durante su vuelo y dejan una estela punzante, irritante, vomitiva. Lanzaron tantas de esas latitas de Pennsylvania que una nube de humo blanco espeso se alzó y se paseó por el centro de Tegucigalpa. Todos los ojos, todas las gargantas sufrieron en el día para festejar la democracia.
A pocas cuadras del estadio, en la colonia Miraflores, el candidato de la Alianza de Oposición a la Dictadura, Salvador Nasralla, hombre de televisión, autoproclamado ganador y a quien al menos la mitad de este país considera víctima de un fraude, encabezaba una de las protestas contra la toma de posesión. Los militares lo obligaron a retroceder: aventaron también latitas de Pennsylvania hacia donde él se encontraba, justo bajo un puente vehicular.
Nasralla trotó, intentando mantener la dignidad mientras se asfixiaba. Hay un vídeo que él mismo tomó, convencido de que la revolución será en Facebook Live. No detuvo nunca la grabación. Se miran las latitas, la nube de humo, el pánico de quienes le acompañan, su carrera hacia atrás. Nasralla boquea y tose. Saca la lengua. Mira a la cámara del teléfono que sostiene con su mano izquierda, asegurándose de que está en el campo visual. Es quien documenta y también el sujeto documentado. Alguien, en la corrida, le entrega una boquilla. Camina, deja caer el brazo y con él la cámara pierde su objetivo. Apenas capta sus piernas meciéndose, al ritmo de su brazo. El candidato se retira gaseado, con los ojos rojos, la garganta seca, agredido directamente por los soldados que pretendió mandar pero acuerpado, auxiliado por sus seguidores. Fin del vídeo, pero no de la jornada.
Mientras, en el estadio
Adentro del estadio, acuerpado por los soldados y en cadena nacional de radio y televisión, el presidente Hernández jura, con la mano sobre una biblia, que todos los días de su segundo periodo pedirá a Dios que lo ilumine para guiar a este, unos de los países más pobres del continente. Promete educación, salud y trabajo. Junto a él, sonriente, el hombre que le colocó la banda presidencial: el presidente del Congreso y dirigente de su propio Partido Nacional, Mauricio Oliva, investigado por la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), sospechoso de formar parte de la red de enriquecimiento ilícito de diputados que se apropiaron de fondos destinados para obras sociales.
El jefe de la MACCIH, el peruano Juan Jiménez Mayor, no asistió a la toma de posesión en protesta por el descaro de los congresistas afines al presidente que, una semana antes, pretendieron a escondidas decretar una ley que prohíbe a ese organismo creado bajo el manto de la Organización de Estados Americanos (OEA) y a la Fiscalía investigar a funcionarios públicos. El Congreso se retractó solo después del reclamo de la Embajada de Estados Unidos.
No hubo mandatarios que asistieran a la ceremonia, salvo el propio Juan Orlando Hernández. Hace mucho tiempo que no se veía en Centroamérica una juramentación presidencial a la que no asistiera ningún jefe de Estado del istmo. Cancillería de El Salvador dijo que la presidencia hondureña solo invitó al cuerpo diplomático acreditado en Tegucigalpa. Pero la mayoría de las misiones diplomáticas ni siquiera fueron representadas por los embajadores, sino por secretarios o encargados de negocios. Lo mismo la Embajada de Estados Unidos, pero vale aclarar que su encargada de negocios, Heidi Fulton, es desde hace meses la máxima representante en Honduras, pero que es más influyente que todos los embajadores juntos.
“Lo que viene sorprenderá a propios y extraños”, prometía el presidente en su discurso de posesión, después de quitarse y volverse a poner la banda presidencial. El estadio, rellenado por simpatizantes de su partido, políticos, empresarios y los representantes del cuerpo diplomático, era ajeno a la batalla campal que ocurría en el resto de la ciudad. Apenas lograban ver el sobrevuelo de los helicópteros militares que desde el cielo daban instrucciones a la infantería para interceptar a los manifestantes.
Afuera, cuando los gases y las detenciones dispersaron a los manifestantes menos agresivos –adultos y niños–, grupos de jóvenes encapuchados, armados con piedras y palos y con toda la disposición de expresar su descontento aún a costa de enfrentamientos con la autoridad, tomaron el relevo y marcharon por diversos puntos de la ciudad gritando “¡Fuera JOH!”, el canto de la oposición desde los ya lejanos tiempos de campaña. A la guía de los helicópteros respondieron con motociclistas que inspeccionaban el terreno, un kilómetro adelante del núcleo de la marcha. Pero los policías venían atrás.
Intercambiaron gases por piedras, se convirtieron en protagonistas de una ciudad con las calles vacías que policías, taxistas, periodistas, manifestantes, obreros y cuerpos de socorro han aprendido a leer: el humo negro es quema de llantas. El blanco son gases lacrimógenos. Dos días antes, escuché en la radio a un hombre decir: “Yo no sé qué le han echado a este gas, que está más fuerte”.
Así lleva Honduras dos meses. Todos los días. Desde que los hondureños fueron a las urnas a elegir presidente y los dos principales candidatos –Nasralla y Hernández– se proclamaron vencedores. Uno, Nasralla, porque llevaba una considerable ventaja con el recuento de casi el 70 % de los votos, justo cuando se cayó el sistema informático. Otro, Juan Orlando Hernández, porque cuando volvió el sistema él ya había remontado. El proceso fue tan irregular que hasta la OEA –¡la OEA!– dijo que no podía avalar ningún resultado y recomendó que las elecciones se repitieran. Pero el Tribunal Supremo Electoral, controlado por Hernández, lo declaró ganador. Nasralla gritó fraude y decenas de miles de hondureños salieron a las calles a gritar lo mismo.
Desde entonces, casi cuarenta personas han sido asesinadas y los organismos de derechos humanos denuncian detenciones arbitrarias y operaciones dirigidas para acosar, capturar o golpear a sus dirigentes; los periodistas nacionales e internacionales son acosados, amenazados, detenidos o interrogados por policías y militares. El país atraviesa una profunda crisis política generada por la reelección. Si el segundo mandato de Hernández continúa como inicia, no podrá gobernar.
Esta crisis política marcará la historia de Honduras como la marcó el golpe de Estado de 2009. Y mucho tienen en común: las ambiciones de poder de dos presidentes; la determinación de la Fuerza Armada para reprimir a quienes protestan; la intervención estadounidense para determinar el estado de las cosas; y la infructuosa, inútil oposición de la OEA a estas consecuencias: entonces un golpe de Estado, ahora un fraude electoral. En Honduras, democracia es el nombre que reciben cosas que en otros lados se conocen de otra forma: impunidad, corrupción, contubernio, violencia, narcotráfico… Pobreza.
A la ceremonia en el estadio sólo se podía asistir con invitación. Miles llegaron en buses contratados por los organizadores, con un boleto que les daba derecho a un almuerzo. Salieron del estadio antes que el presidente, a hacer cola junto a los camiones de comida, para que les dieran la bolsita con el almuerzo donde les correspondía: los de Olancho, El Paraíso y Danlí en este camión. Después, volvieron a sus pueblos distantes, a seguir siendo pobres.
Por la tarde, las estrechas calles del centro de Tegucigalpa se convirtieron en ratoneras. Las fuerzas de seguridad cazaron a su antojo. Se escucharon otra vez las sirenas, los gritos, los disparos. Se elevaron nuevas cortinas de humo. Humo blanco de Pennsylvania. Uniformados capturaron a jóvenes y los sometieron a macanazos.
El reinstalado presidente Hernández no perdió tiempo para demostrar sus intenciones: si en los últimos meses ha sido desafiado por la calle, hoy la calle pagó. Cantaron durante meses la canción que exige su salida, llamada “JOH, es pa’fuera que vas”, la más popular del país. Pero JOH no se fue. Se quitó la banda presidencial sólo para volvérsela a poner. Puede que hoy no tenga ni legitimidad política ni social. Puede que no tenga gobernabilidad. Pero tiene el poder.
Al caer la noche, se escucharon nuevos estruendos provenientes del cerro Juana Laínez. Desde las inmediaciones de la bandera se elevaron hermosos fuegos artificiales que iluminaron el cielo de Tegucigalpa durante varios minutos. Alguien gastó mucho dinero para celebrar la renovación de la democracia. Se llegó el 27 de enero. JOH se quiere quedar cuatro años más.
Texto de Carlos Dada y fotografías de Víctor Peña, cedidos por el medio salvadoreño El Faro, donde se publicó originalmente esta crónica.donde se publicó originalmente esta crónica