Mientras el Congreso del Partido Comunista de Cuba concluía abrazado a ese fetiche vintage que es la unanimidad, un grupo de viejos revolucionarios sigue arreglando el país en un bar de La Habana. Es un grupo menguante, sacudido por las bajas definitivas que, por razones de edad, les van sobreviniendo. (Mi padre solía decirles: “estoy en la cola”… hasta que le llegó su turno definitivo el año pasado).
Algunos participaron en la insurrección contra Batista o cargan con tres guerras a la espalda. Casi todos tienen hijos o nietos en Miami. Los que conservan sus casas presentables, salvan su diminuta jubilación alquilando a turistas. Intentando reciclarse en los nuevos tiempos. Sin adaptarse del todo, sin renunciar del todo, criticándolo todo. (O casi todo, “que no es lo mismo, pero es igual”). En sus debates sobre “la cosa”, no falta el ron. Tampoco una ambulancia que los auxilie cuando alguno se pasa de la raya.
En Cuba hay un ron que marca la frontera entre lo aceptable y lo peligroso. Se trata del 'planchao', que cuesta un cuc (hasta ahora, un dólar al cambio). Los gourmets de los brebajes blancos acreditan que en ese pequeño tetrabrik se esconde un buen ron (aunque esto no siempre sea confesable). El problema es que los veteranos de este bar están por debajo de la línea del flotación del 'planchao'. Y la combinación de la edad con los alcoholes más bravos –ese cóctel de moneda blanda y licor duro- los colocan a menudo en una situación complicada.
En cualquier caso, su agitación también se debe al énfasis con que discuten sobre las reformas económicas, la astucia de Obama, la ausencia de un programa tangible para el futuro o el hecho de que las nuevas desigualdades los hayan situado a ellos –“a nosotros, que nos jugamos el pellejo por 'esto'”- en zona de riesgo o, tal vez peor, de olvido.
Desde su ocaso, estos abuelos rumian una revolución que a sus nietos ya sólo les funciona como un eco del pasado. Ellos siguen esperando de sus correligionarios en el poder alguna señal sobre el modelo político, aunque desde allí sólo les llegan indicios de reformas económicas. Se aferran a aquellos tiempos en los que Cuba se proclamaba como primer territorio libre de América, pero desde la televisión del bar los telediarios no paran de proponerla como el primer reclamo para la inversión extranjera en el Caribe.
En el año 2008, al Chino Novo también le preocupaba el destino de la Revolución. Reynier Leyva Novo –su nombre legal- era entonces un artista emergente interesado en la historia y, sobre todo, en sus representaciones iconográficas. Le atraían las guerras de independencia, las balas que acabaron con la vida de algunos próceres, los olores de la contienda, la cantidad de tinta empleada en los documentos históricos...
En vísperas del cincuenta aniversario de la Revolución, Novo percibía sin embargo un país deprimido. Fidel Castro, enfermo, había cedido el mando a su hermano y no había fiesta a la vista. Así que decidió realizar su propia campaña de celebración, con carteles, camisetas, pegatinas. Unas veces, a base de actualizar la vieja iconografía revolucionaria. Otras, inventándose nuevos iconos. Siempre empleando un lenguaje crítico que descubría las zonas oscuras de esos símbolos, atravesándolos para dejar ver –mediante ellos- a un país en el que la Revolución se había convertido en un puñado de consignas. Como colofón a su campaña particular, Novo editó un libro cuyo título refrendaba una frase de Fidel Castro: “Revolución una y mil veces”. El detalle es que, cuando lo abrías, la palabra “revolución” aparecía escrita mil y una vez por todas las páginas. La sorpresa, sin más, se había convertido en rutina; la épica se había transformado en letanía…
De esas consignas y letanías se alimentan las pesadillas de un antiguo militante comunista que habla en sueños cada noche. Después de pensárselo durante algún tiempo, su hijo Requer decidió filmarlo, en un intento por desentrañar esos diálogos llenos de angustia. Al final, el vídeo nos muestra a un hombre monotemático que, en cada sueño, se lanza a resolver conflictos laborales o políticos. En medio de su tormento, invariablemente convoca reuniones de dirigentes, con los que discute acaloradamente y a los que exhorta a “cambiarlo todo” y empezar de cero.
Rondando el lugar donde el Chino Novo reinventó su campaña, los veteranos se enfrascan en sus batallas etílicas, o el viejo militante dirime los conflictos nacionales en sus sueños, uno acaba topándose con la típica hilera de taxis que esperan por los turistas. Una fila variopinta en la que no falta el almendrón norteamericano, el Geely chino… o un enorme Chaika.
En Cuba, un coche estrambótico no es noticia. Pero lo cierto es que esta limosina soviética rebasa cualquier extravagancia. (No soy el primero en alucinar con ella). En realidad, son diez los Chaikas que hoy se alquilan en La Habana. Esta flota fue, en su momento, un regalo de la alta jerarquía soviética para garantizar el desplazamiento y seguridad de Fidel Castro. (De semejante origen no puede presumir ningún otro taxi). Siempre que lo alquiles, el chófer está dispuesto a explicar el funcionamiento de esta limo del comunismo, que aún mantiene a la vista los espacios habilitados para las plantas de radio, los asientos de los escoltas, los compartimentos para armas auxiliares. En lo que respecta, estrictamente, al negocio, la cosa no cambia demasiado comparado con otros taxis del nuevo régimen. “Cada día debo pagar 30 cuc (dólares al cambio) a la empresa”, nos dice. Y añade: “veintisiete, para ser exactos”.
¿Puede haber mejor muestra del reciclaje de los restos del socialismo en los nuevos tiempos? ¿Algún ejemplo más diáfano de un comunismo que, para hacerse rentable bajo los imperativos de la reforma económica, es capaz de echar mano del parque automotriz del Comandante?
Si quedara alguna duda sobre esta simbiosis, el destino al que nos lleva el Chaika la disipa: el cachalote de los taxis cubanos nos deja en la puerta del TaBarish. Un bar “soviético”, recargado de motivos comunistas, donde uno puede pedir caviar, vodka, sopa o encurtidos arropado por viejos ejemplares del periódico Pravda pegados a las paredes, Yuri Gagarin te sonríe desde una foto o la bandera roja –hoz y martillo incluidos- rematando una estética que mezcla la nostalgia soviética, el modelo chino y la nueva realidad cubana.
El TaBarish convierte, o eso trata, el viejo comunismo en business. Y por allí desfilan –también por el Nazdarovie, pues el TaBarish ni siquiera es el único local soviético puesto en marcha por la iniciativa privada-, desde rusos hasta cubanos graduados en la Unión Soviética (que fueron decenas de miles). Entre los innumerables adornos del lugar no faltan las famosas matrioshkas, “costumizadas” para la ocasión con los rostros de Lenin, Stalin, Nikita, Brezhnev o Gorbachov. También el de Putin, que a mí se me convierte en un perturbador recordatorio de que el fin de la Guerra Fría es, siempre, un trato que acaba cerrándose entre los viejos comunistas y los nuevos Oligarcas.
Desde el principio de la revolución, el socialismo cubano conquistó a marchas forzadas los viejos emblemas del capitalismo. Empezando por el Hotel Hilton, rebautizado como Habana Libre y donde Fidel Castro fijó su campamento. Más tarde, todo esto se expandió en cascada hasta los viejos coches norteamericanos, que se mantuvieron dando la batalla con un motor soviético incorporado. Por el camino, los cuarteles convertidos en escuelas, los clubes exclusivos transformados en círculos sociales, así como los cabarets, los restaurantes chics, los hoteles…
Ahora, es perceptible un camino contrario: en el corazón de los emblemas del socialismo, laten cada vez más las relaciones mercantiles.
Basta con fijarse en los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), hoy dedicados a la vigilancia y garantía de los alquileres privados. O detenerse en cómo el lenguaje policial -“pasa que el capitán te quiere ver”, “tíramelo por la planta”, “relájate y coopera”- ha pasado a integrarse en los estribillos de la vida cotidiana. En esa línea, asombra el uso extendido de una aplicación para el teléfono móvil desde la que cualquiera puede saber nombre, dirección y fecha de nacimiento de la persona que le llama. (Sin que nadie se escandalice del uso y abuso de los datos, ratificando que economía privada y anulación de la privacidad son magnitudes perfectamente compatibles).
En medio de todo este reciclaje, transcurrió el último Congreso del Partido Comunista. Sin novedad en el frente, pero con bastante inquietud en la retaguardia. Ese congreso estaba llamado a alzarse como el vestigio máximo del socialismo cubano; por encima de chaikas, bares soviéticos, iconografías falsas, veteranos desahuciados. También se esperaba que surgiera de él alguna definición del modelo económico de un país que ahora mismo vive de facto, y con la sospecha extendida de que las autoridades son las primeras interesadas en desechar esa “conceptualización” de los cambios por la que que claman eufemísticamente algunos teóricos.
Mientras el Congreso regresaba a los tiempos unánimes, en los bares, paladares o chiringuitos con tele incorporada la gente se mantuvo inmutable en sus cosas. Alternando el reggaeton con el fútbol europeo o la final de la Serie Nacional de Béisbol, pasando olímpicamente de ese ruido monocorde que no parecía provenir de la realidad. Y es que, incluso en temas por los que Raúl Castro pudo haber sacado pecho –eliminación de las trabas para viajar, relación con Estados Unidos, activación de pequeños (y grandes, aunque no para todos) negocios, relajación de la vida cotidiana- prefirió tirar de las consignas y el secretismo. En medio de asuntos tan urgentes como la sucesión gubernamental, la pluralidad política, las desigualdad creciente, se decretó el regreso al socialismo bucólico en un Congreso que se mantuvo imperturbable ante cualquier disidencia y, por eso mismo, que fue un gran generador de desidia.
Un día después de la clausura, el socialismo regresó a la calle como un antiguo fetiche, los abuelos del bar continuarán arreglando el país hasta que aguanten o las limosinas presidenciales soviéticas seguirán recorriendo La Habana cargadas de turistas. Tengo entendido que el Chino Novo, por su parte, piensa abordar la iconografía de la revolución bolchevique, aprovechando que en 2017 será su centenario.
En cuanto al veterano revolucionario cuyas diatribas nocturnas fueron filmadas por su hijo, no le quedará otro remedio que volver a pelear dormido, convocar reuniones o castigar a los políticos que rigen el país. El problema es que, cada mañana, tendrá que despertarse. Y, ya a la luz del día, comprobará que nadie ha escuchado ni sus plegarias ni sus soluciones.