A duras penas es imaginable que Rusia sea una potencia meramente regional. Basta con echar una ojeada a su ubicación, en el centro de las tierras emergidas del norte del planeta, para percatarse de que sus movimientos tienen por fuerza que ejercer efectos sobre el panorama entero del planeta, y ello incluso en los momentos de mayor postración. Un Estado que cuenta con fronteras con la UE, que considera que el oriente próximo es su patio trasero, que sigue desplegando una parte de sus arsenales en la linde con China, que mantiene contenciosos varios con Japón y que choca con EEUU a través del estrecho de Bering no puede ser una potencia regional. Pero Rusia arrastra, por añadidura, una singularísima condición geoestratégica. Con fronteras extremadamente extensas, a caballo entre Europa y Asia, se trata de una potencia continental que debe encarar por igual enormes posibilidades y riesgos evidentes. Agreguemos que estamos ante un Estado que es un productor principal de hidrocarburos, que disfruta de un derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU y que cuenta con un arsenal nuclear importante. Una de las consecuencias plausibles de todo lo anterior es el hecho de que nos hallamos ante uno de los pocos Estados del planeta en los cuales las influencias externas son limitadas o, en su defecto, resultan ser poco eficientes.
Por lo demás, si Rusia se beneficia de evidentes potencialidades, arrastra también taras no menos relevantes. Recordemos que, al menos en lo que respecta a su territorio europeo, es un país geográficamente desprotegido, que carece llamativamente de una salida permanente y hacedera a mares cálidos, que está ubicado en latitudes demasiado septentrionales como para permitir el despliegue de una economía diversificada, que cuenta con ríos que en la mayoría de los casos discurren de sur a norte y a duras penas pueden ser objeto de un uso comercial estimulante o, en fin, que atesora una riqueza ingente en materias primas que se encuentran, sin embargo, en regiones tan alejadas como inhóspitas.
Hay quién, en otro orden de cosas, se pregunta por qué Rusia forma parte del grupo que integran las economías emergentes y que conocemos con el acrónimo de BRIC. La pregunta es legítima por cuanto Rusia no es ni una economía emergente, ni un Estado que muestre una realidad en ebullición, ni un país del Tercer Mundo que haya dejado atrás viejos atrancos. Al cabo, y por añadidura, hay diferencias fundamentales entre el modelo ruso y el que se revela en los otros espacios mencionados. Si una de ellas es el peso, mucho mayor, que tienen en Rusia, sobre el total de las exportaciones, las que se refieren a la energía, otra la aporta un gasto militar porcentualmente mucho más elevado. Para que nada falte, y a diferencia de China, la India y Brasil, Rusia es un país con población envejecida y en crisis demográfica abierta. A la postre las razones que medio justifican la presencia de Moscú entre los BRIC remiten a las dimensiones del país, a su poderío militar, a la riqueza en materias primas y, en cierto sentido, a la voluntad de contestar, en un grado u otro, la hegemonía occidental.
Los acontecimientos recientes en Ucrania ratifican, por otra parte, un diagnóstico cada vez más extendido: tendremos que acostumbrarnos a lidiar con conflictos sucios en relación con los cuales será cada vez más difícil mostrar una franca adhesión a la posición de alguno de los contendientes. Conflictos como los de Palestina o el Sáhara occidental, que provocan reacciones de inmediata solidaridad con palestinos y saharauis, van a ser más bien infrecuentes en la etapa en la que nos adentramos. Y es que sobran los motivos para guardar las distancias ante la conducta de todos los agentes importantes, autóctonos y foráneos, que operan en Ucrania. El registro de los naranjas es tan lamentable como el de los azules: unos y otros comparten sumisiones externas, querencias represivas y oligarcas beneficiarios. Pero no es más halagüeño el balance que aportan las potencias occidentales, decididas a mover pieza en provecho de sus intereses más descarnados, y una Rusia que sigue jugando la carta de un imperio que impone reglas del juego en su extranjero cercano.
No parece, en paralelo, que nos encontremos ante una reaparición de la guerra fría. Al respecto cabe invocar dos argumentos principales. El primero señala que en el momento presente no se enfrentan dos cosmovisiones y dos sistemas económicos diferentes. Aunque el capitalismo occidental y el ruso muestren modulaciones distintas, es fácil apreciar una comunidad de proyectos e intereses. El segundo de esos argumentos subraya que existe una distancia abismal entre el gasto en defensa de las potencias occidentales y el que mantiene Rusia. Son varios los Estados miembros de la OTAN que, cada uno por separado, han decidido preservar un gasto militar más alto que el ruso. Pero por detrás se aprecian también enormes disparidades en el tamaño de las economías: no se olvide que el PIB ruso, en paridad de poder adquisitivo, es un 15% del de la UE. Y hay enormes distancias, en suma, en lo que se refiere a población y peso en el comercio mundial. Mientras la UE cuenta con 500.000.000 de habitantes y corre a cargo del 16% de las exportaciones registradas en el planeta, y China tiene 1.300.000.000 de habitantes y protagoniza el 8% del comercio mundial, Rusia está poblada por algo menos de 145.000.000de personas –un 2,4% de la población total- y despliega un escueto 2,5% de las exportaciones.
Pareciera, en fin, como si Rusia no hubiera recibido agravio alguno y se comportase como una potencia agresiva ajena a toda contención. La realidad es bastante diferente. En lo que al mundo occidental se refiere, Rusia lo ha probado casi todo en el último cuarto de siglo: la docilidad sin límites del primer Yeltsin, la colaboración de Putin con Bush hijo entre 2001 y 2006, y, en suma, una moderada confrontación que era antes la consecuencia de la prepotencia de la política estadounidense que el efecto de una opción propia y consciente. Moscú no ha sacado, sin embargo, provecho alguno de ninguna de esas opciones. Antes bien, ha sido obsequiado con sucesivas ampliaciones de la OTAN, con un reguero de bases militares en el extranjero cercano, con el descarado apoyo occidental a las revoluciones de colores y con un displicente trato comercial. No es difícil, entonces, que, en un escenario lastrado por la acción de una UE impresentablemente supeditada a los intereses norteamericanos, Rusia entienda que está siendo objeto de una agresiva operación de acoso, y ello por mucho que las diferencias no las marquen ahora ideologías aparentemente irreconciliables, sino lógicas imperiales bien conocidas.