ANÁLISIS

La salud mental en primera línea de la política: el ingreso hospitalario de la gran apuesta de los demócratas de EEUU

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La historia del senador demócrata estadounidense John Fetterman cabría en uno de esos perezosos relatos de “auge y caída” o “descenso a los infiernos”. Hace tres meses estaba celebrando una victoria electoral decisiva y hoy está ingresado en un hospital para tratarse de una depresión severa. Y sin embargo, como casi siempre, su historia es mucho más compleja y a la vez bastante ordinaria.

John Fetterman es una de las 280 millones de personas que padecen depresión en todo el mundo, el 5% de los adultos. Una extrapolación tramposa nos diría que otros cinco senadores de EEUU tienen que estar pasando por lo mismo que él, pero no lo dicen. Eso sí que le hace especial, que todavía son pocos sus compañeros de profesión que hacen lo que él: contarlo y pedir ayuda.

El candidato perfecto

Su historia comienza en Pennsylvania. Primero alcalde, luego vicegobernador y de ahí a la política nacional. Los demócratas lo aman porque es todo lo que necesitan: un político popular en un estado de esos donde Donald Trump les ha hecho daño, los de las fábricas cerradas y los blancos enfadados. Además parece de todo menos político: rapado, con tatuajes y mucho más de sudadera con capucha que de traje y corbata. Sin pelos en la lengua y con mucho sentido del humor. El rival perfecto para el candidato elegido por Trump.

Entonces, hace 10 meses, llegó el golpe: un derrame cerebral que casi lo mata a las puertas de la campaña electoral. Los demócratas estaban aterrados al ver que se quedaban sin el candidato perfecto para la batalla clave, pero Fetterman apretó para volver rápido. Como dice un asesor con una sinceridad que suena durísima, “lo que se supone que tienes que hacer para recuperarte de esto es lo menos posible y él fue obligado a hacer tanto como fuera posible”.

Obligado, ¿por quién? ¿Por su partido, sus votantes, sus propias aspiraciones? Pero volvió. Volvió con una discapacidad que le impedía entender lo que otros decían, estrenando en las entrevistas y en los debates electorales un sistema que le permitía leer en una tablet subtítulos generados automáticamente de lo que decía su rival. Empezaron entonces las preguntas incómodas: ¿es capaz de hacer el trabajo de senador? 

Él decía que sí y los votantes estuvieron de acuerdo. Fetterman ganó en noviembre para regocijo de su partido y el alivio de su presidente. Sin embargo, las complicaciones siguieron: el premio por su victoria era un nuevo trabajo muy estresante al que llegaba en condiciones difíciles y que además le obligaba a vivir lejos de su mujer y sus tres hijos. 

De nuevo, nada demasiado especial: hasta uno de cada tres pacientes de un derrame cerebral padece también depresión y Fetterman había tenido episodios depresivos en el pasado. El Senado intentó ponérselo tan fácil como fuera posible: igual que se pone una rampa para quien va en silla de ruedas, a él le instalaron en el escaño su sistema de subtítulos. Aun así, no podía interactuar con normalidad con los periodistas en los pasillos o entrar en los clásicos corrillos con otros senadores.

A principios de febrero, cuando llevaba un mes en el cargo, fue al hospital porque se encontraba mal. Descartaron un nuevo derrame, pero pasó allí un par de días. A su vuelta sus asesores se alarmaron: por primera vez en su vida lo encontraron callado e introvertido. Según uno de ellos, “profundamente no es él”. Es entonces cuando, tras visitar al médico del Senado, acudió al hospital e ingresó para recibir atención médica. ¿Durante cuánto tiempo? No se sabe, pero “semanas”.

Un tabú que va cayendo

Lo más especial de la historia de Fetterman es eso, no taparlo, contarlo. A medida que la sociedad va hablando con más normalidad de salud mental, también sus políticos entienden que los tiempos han cambiado mucho desde que el senador Thomas Eagleton tuvo que abandonar su candidatura a vicepresidente después de que se supiera que había recibido tratamiento por depresión. 

En las últimas décadas, con cuentagotas, varios políticos han demostrado que se puede ser sincero sobre la depresión y que los votantes comprenden y no castigan un problema de salud mental como no castigan una gripe, un cáncer o una fractura de pelvis. Fetterman no solo ha sido honrado con lo que le estaba pasando, sino que también ha dejado claro que no piensa dimitir. “Hay muchos ejemplos de senadores que se han ausentado durante períodos mucho más largos y esto no es diferente”, dice su equipo.

Esta normalización tiene mucho valor. No hace tanto que algunos congresistas se disfrazaban para ir a comprar antidepresivos, pero la llegada a la primera línea política de algunos veteranos que venían de luchar en Irak y Afganistán, y que hablan abiertamente del estrés postraumático, ha ayudado. A ellos, como al tío tatuado de dos metros que es Fetterman, nadie los asocia con la debilidad. Un mensaje importante porque los hombres, cuando están deprimidos, piden menos ayuda, se tratan menos y se suicidan más.