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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Sepultados bajo 18 metros de tierra

Elsa Cabria

Guatemala —

–¿Sí era tu papa, vos?

–Sí, era mi papá.

Javier Barillas sabe que está sentado sobre muchos muertos. Apostado en el suelo, con las rodillas entre sus manos y mirando atento con sus lentillas azules, se levanta de un respingo para lanzar la pregunta rápida e implícita a un chico que camina rápido y sereno detrás de una camilla, entre centenares de voluntarios. Le conoce de vista, no se sabe su nombre, pero desde ese cruce de palabras, su vecino, que no tendrá más de veinte años, es una más de las centenares de víctimas de la ya denominada tragedia del asentamiento Cambray II, en Guatemala.

Unas altísimas dunas de tierra, basura y escombros es en lo que se ha convertido el asentamiento, después de que la mitad de una montaña se deslizara sobre él. El suelo de las dunas, el mismo que pisa Javier, tiembla. Pero no hay un terremoto. En Cambray II, en el área metropolitana de Ciudad de Guatemala, el temblor permanente desde hace 48 horas se debe a que la mole de tierra se convirtió en una inestable cordillera de 18 metros de altura sobre el asentamiento. Como un edificio de 12 plantas desplomado. Del que ya se han rescatado más de 70 cadáveres.

Desde que se produjo el deslizamiento el jueves en la noche, decenas de máquinas excavan y centenares de personas escarban con sus palas en el ya improbable hallazgo de los más de 350 desaparecidos que, se calcula, quedaron debajo. Bomberos de todo el país, policía, ejército, boy scouts, voluntarios sin institución y familiares de desaparecidos sacan cubos de tierra en cadena humana, retiran piedras del tamaño de una silla, ofrecen pan y agua, recogen basura y, sobre todo, cavan.

En plena temporada de lluvias, la naturaleza ha dado cierta tregua y no llueve desde la noche del jueves, aunque en las últimas horas se planteaba suspender la búsqueda por cuestiones de seguridad. Son tantas personas ayudando que alrededor de las diez de la mañana ya no se puede entrar a la zona del desastre. Las posibilidades de encontrar supervivientes son escasísimas, pero la voluntad impera. El movimiento de camillas en este terreno deslavado es como el de un hospital saturado.

Una tragedia previsible

Por la accidentada geografía del país, es muy común que haya deslizamientos de tierra. Pero aquí no sólo ha habido algunos deslaves sobre la carretera, también ha habido avisos. La Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres elaboró dos informes gubernamentales del riesgo que existía de construir en ese lugar por el peligro de deslaves. Pero la realidad es que el asentamiento estaba ahí desde hace 20 años y el ayuntamiento de Santa Catarina nunca movió un dedo por impedirlo.

“El riesgo de un nuevo alud es latente”, dice David Cajas, bombero voluntario, a eso de las seis y media de la mañana. La brecha en horizontal que queda en la parte superior de la montaña y el carácter arenoso de la tierra que pisa la gente, le preocupan. Dice que uno se vuelve hormiga para buscar los cuerpos, pero que el necesario movimiento de máquinas pone en riesgo la estabilidad del terreno.

Ciudad de Guatemala está en el valle de la Ermita y Cambray II es la selvática estampa de una pequeña vaguada por la que pasa el río Pinula, conectada por una carretera con Santa Catarina y, por otra empinada cuesta con la Zona 10, uno de los barrios más pudientes de la capital del país, en cuyo frente está el cerro trasquilado por el alud. Este humilde lugar es hoy una postal dramática: cráteres enormes de tierra y arena de los que ya no salen, como sí sucedió hasta el viernes, personas vivas.

Cada vez que los bomberos intuyen que abajo puede haber un superviviente, mandan callar a todos los presentes. Dicen que se escuchan voces pidiendo ayuda. Exigen silencio y el silencio es tan esperanzador como dramático: en un lugar que podría parecer que toda esa gente está construyendo un edificio, el aire se contiene hasta que suena un doble pitido. Significa que no hay nadie, que sigan trabajando porque este sábado el silencio no trae alegrías.

Frente a esto, la fe, para algunos, literalmente puede cambiar la cara de la montaña. “Ahí está la virgen, ¿no la ve?”, pregunta muy serio mirando la pared del cerro el bombero voluntario Eugenio Martínez, que lleva 26 años en la institución. Él dice que ahí está, aunque no cree que en Cambray II, por su arenoso terreno, pueda construirse un cementerio, como sí sucedió en 2005 en el cantón Panabaj, en el lago de Atitlán, donde sí se levantó un camposanto en homenaje a las más de 1.000 personas que fallecieron en varios aludes. Pero era un terreno más rocoso, lo que facilitó la búsqueda de cadáveres, resume Martínez, de la brigada de rescate.

“Uno se ata a donde vive”

Javier López se apoya en su pala mirando un gran hoyo en el que llevan horas tratando de rescatar los cuerpos de una familia. Este camarero de veintipocos años trabaja en el exclusivo hotel Vista Real y vive en zona 24, lejos de Cambray II. Lleva dos días buscando en el lugar porque quiere encontrar a Luis García, a su esposa y a su hija. Eran compañeros de trabajo. Y lo dice tranquilo. En pretérito. Eran. Le vino a visitar un par de veces tiempo atrás. Dice que Luis sabía que era peligroso residir en este lugar. “Pero siempre vivió acá, uno se ata a donde vive”, dice al tiempo que señala al hombre de camiseta blanca que busca a su familia en el hoyo.

Al hombre de camiseta blanca le corresponden dos montículos de tierra: en uno está su ex mujer, su hija de 19, y los bomberos acaban de sacar a su hijo de 22; en el otro está su hermano, su cuñada y sus cuatro hijos. Walter Antonio Sánchez ha perdido a nueve personas. Pero Walter se muestra enfocado en la búsqueda de los cuerpos. Como si no se permitiera sufrir. Con una fotocopia de varias fotos en blanco y negro de su hijo, todas iguales, defiende su esforzado sosiego: “Soy militar, tengo que permanecer centrado. De qué me sirve llorar y chillar, si ya los perdí”.