“Laila Tov” (o “Buenas noches” en hebreo) dice uno de los guardias de seguridad del hotel-casino Taba Sands a dos clientes que se disponen a pasar el arco de seguridad para acceder al interior del recinto, situado a escasos 300 metros de la frontera de Taba, entre Israel y Egipto.
El vigilante asume que los visitantes son israelíes. No se equivoca, también lo son las dos docenas de personas que ya están en el interior jugando al blackjack, a la ruleta o las máquinas tragaperras. Un hecho que sorprende al visitante que no esté familiarizado con la presencia de israelíes en el Sinaí, península que el Estado hebreo ocupó tras la guerra de los Seis Días -además de Jerusalén Este, Cisjordania y los Altos del Golán- y que solo abandonó en 1982, una vez firmado el Tratado de Paz con Egipto (1979). Un pacto que fue posible tras la rúbrica previa de los Acuerdos de Camp David que contemplaban, entre otras cosas, la retirada israelí de la Península, de la que este año se cumple el trigésimo sexto aniversario.
“Aquí no tenemos ningún problema. La sensación de seguridad es total. ¿Por qué no vamos a venir?”, cuenta Ariel, un empresario israelí que ha cruzado al otro lado para echar unas apuestas y pasar el fin de semana en una zona que ofrece juego, playas y precios mucho más asequibles que la vecina Eilat, visible desde las habitaciones del Taba Sands.
Una vez dentro, en la recepción del casino, pequeños carteles con los horarios de apertura y cierre también están en hebreo. “Aquí todos los clientes son israelíes, incluso vienen religiosos. Ver kipás en el casino es de lo más habitual”, explica a este diario Tamer, responsable de relaciones públicas desde su oficina situada frente a la principal sala de juegos, iluminada con estridentes luces blancas.
Según la ley judía, Halajá, los juegos de azar están prohibidos para los judíos en cuanto que son vistos como una actividad inmoral que además incita a la adicción. En consecuencia, los casinos son ilegales en Israel, motivo por el que sus ciudadanos viajan a otros países para satisfacer sus vicios más inconfesables.
“Lo tendrán prohibido o estará mal visto en su sociedad, pero a nosotros no nos faltan clientes cada fin de semana”, explica Samer, jefe de sala del hotel-casino Taba/Nelson Village –hasta 2017 parte de la cadena hotelera Hilton–, situado a escasos 100 metros de la frontera y justo enfrente del Taba Sands.
En sus instalaciones, más modestas que las del establecimiento contiguo, grupos de hebreos ortodoxos se agrupan en torno a las mesas de juego mientras varias señoras laicas de edad avanzada echan monedas en las máquinas recreativas. Sobre sus cabezas más de una decena de cámaras de seguridad vigilan cada metro de la sala, en la que está terminantemente prohibido tomar fotografías o grabar con el móvil.
El estatus territorial de este hotel, construido por un israelí en los tiempos de la ocupación del Sinaí y muy popular hasta el año 2004 en que un atentado terrorista acabó con la vida de una treintena de sus huéspedes, formó parte de las negociaciones posteriores a la firma del acuerdo de paz.
En 1986, un comité internacional estableció que la tierra donde estaba construido –junto a la del pequeño pueblo de Taba– sería devuelta a Egipto, aunque los israelíes serían libres de visitarlo, sin pagar impuestos, una vez cruzasen desde la ciudad de Eilat. Una exención que se mantiene hasta hoy para ellos y para los turistas extranjeros que entren en Taba siempre y cuando se hospeden en el Nelson Village o en otro de los hoteles cercanos a la frontera.
“Es cierto que ha habido un bajón tremendo de turistas, pero aún así a nosotros no nos va del mal gracias al casino”, dice Tamer. “¡Aunque sus visitantes a veces sean maleducados y difíciles de tratar!”, bromea en voz baja el egipcio, que al poco acude a una de las mesas de juego al reclamo de uno de sus miembros.
La costa del Sinaí, un remanso de paz
Aunque la mayoría de los israelíes que entran a Egipto se quedan en Taba, algunos se aventuran más al sur, especialmente en los modestos campamentos beduinos que proliferan desde la ciudad de Nuweiba hasta la de Dahab, ambas poblaciones igualmente provistas de complejos hoteleros convencionales, frecuentados por israelíes, europeos y rusos de clase media que ven en el Sinaí un destino vacacional barato y razonablemente seguro en un entorno natural único, el del Mar Rojo.
Hasta octubre de 2015, en que el avión de pasajeros de la compañía rusa Metrojet se estrelló contra las montañas de la Península, al poco de despegar de la ciudad costera de Sharm el Sheikh –causándole la muerte a sus 224 ocupantes en un atentado que reivindicó la rama local del autodenominado Estado Islámico (EI)–, Egipto era el destino vacacional elegido por el 30% de los turistas llegados de Rusia, según datos de la Agencia de Turismo de la Federación Rusa.
Si bien el mortal incidente provocó el desplome del turismo extranjero, sector tradicionalmente clave en la economía egipcia y ya hundido tras los vaivenes políticos que sucedieron a la caída de Hosni Mubarak en 2011, los israelíes nunca dejaron de “cruzar” al pequeño oasis costero del país vecino.“Desde hace años nos sentimos totalmente seguros y bienvenidos aquí”, cuenta Eleonor Satlow, una israelí-estadounidense desde el complejo de bungalows de estilo beduino Nakhil, en la parte norte de Nuweiba.
Aquí pasa unos días relajados junto a su marido Michael y unos amigos. “Conocemos a mucha gente que piensa que estamos locos por venir sin tener miedo, pero les ignoramos”, relata esta residente en Jerusalén. “He intentado convencerles sin éxito de que es seguro, pero ahora hasta agradezco que no vengan, así somos menos”, continúa. Según Satlow, durante su estancia todos los huéspedes del hotel eran israelíes y el establecimiento ya tiene reservadas habitaciones para las fiestas de la Pascua judía (Pésaj) del año que viene.
Los Satlow pertenecen a una generación que conoció el Sinaí en los años 70 del pasado siglo, durante la fiebre sionista y el impulso colonizador que siguió a la victoria de Israel en la guerra de los Seis Días (1967). Incluso en los años de la guerra de Yom Kippur (1973), en que tropas israelíes se enfrentaban a las egipcias en el área del Canal de Suez, los hippies hebreos, que presumían de apolíticos, continuaron viajando a la costa oriental del Sinaí, únicamente habitada por tribus beduinas, en un paraíso cercano a casa de buceo, escalada, amor libre y drogas –sobre todo marihuana–, que entonces llegaba por contrabando desde otras áreas de Egipto, Arabia Saudí o Jordania.
Hoy las mismas tribus beduinas del centro y del sur del Sinaí que entonces comerciaban con la marihuana lo hacen también con opio, pero con cultivos propios en las rojizas y áridas montañas de esta zona de la Península. Un negocio extremadamente lucrativo que en los últimos años está amenazando su modus vivendi, escandalizando a los mayores de las tribus que observan cómo sus vástagos están más preocupados en adquirir el último grito en tecnología que en conocer las complejas rutas de las montañas que, durante tantos siglos, garantizaron su supervivencia. Un conocimiento al que hoy siguen recurriendo los oficiales del ejército egipcio, conscientes de que nadie como los beduinos conoce el Sinaí.
Un “paraíso” para los israelíes de los 70 y para los de ahora que, aunque siguen cruzando, ya no tienen las mismas libertades que antes ni pueden desplazarse al norte de la Península, hoy uno de los refugios y bastión del grupo yihadista Wilayat Sina –como se denomina la filial egipcia del EI– y bajo estado de emergencia –incluidos toques de queda–, desde que el Presidente Al Fatá al-Sisi iniciase el pasado mes de febrero la enésima campaña (Sinaí 2018) para acabar –hasta ahora sin éxito– con la insurgencia yihadista que promete no remitir sin las ambiciosas inversiones necesarias en una zona históricamente deprimida y abandonada por El Cairo.
El ejecutivo del mariscal egipcio responsabiliza a la filial local del Estado Islámico de los atentados más graves de los últimos años contra varias iglesias y una mezquita, que han dejado centenares de muertos, así como de los ataques que, desde 2014, han provocado la muerte de más de 2000 soldados y policías egipcios, según datos proporcionados por la revista Foreign Affairs en su artículo “La fallida guerra contra el terrorismo de Egipto”.
Al Sisi, que acaba de estrenar su segundo mandato por otros cuatro años, ha prometido continuar con “la lucha antiterrorista”, un paraguas verbal, que, según varias organizaciones de Derechos Humanos como Human Rights Watch (HRW), también incluye a miembros de la oposición y voces disidentes a las que el Presidente parece no estar dispuesto a escuchar.
Dos caras de una misma moneda. Por un lado, la del relativamente tranquilo sur del Sinaí, el de los isralíes y extranjeros, las playas, el buceo, la escalada o los casinos. Por otro, la del árido y depauperado Norte, que condenado al ostracismo y la represión, podría acabar contagiando al onírico sur, la frágil gallina de las huevos de oro para los sucesivos gobiernos cairotas, desde los tiempos de Anwar Sadat, pasando por Hosni Mubarak y por Al Fatá al-Sisi.