No había vuelta atrás para Grecia en 2008. Las primeras olas de la crisis habían golpeado a la economía y la sociedad, pero los que sabían qué es lo que iba a pasar eran aún unos pocos. La gente seguía creyéndose las mentiras oficiales (“la economía va bien, la crisis no nos afectará”) que surgían del Gobierno cada día. Pero comenzaron a cerrar las primeras empresas. El paro crecía rápidamente. A los jóvenes les resultaba casi imposible encontrar un empleo de cualquier tipo. La furia, la frustración y la tensión social estaban creciendo.
En la noche del 6 de diciembre de 2008, un policía mató a un adolescente a sangre fría en Excharbia, la zona anarquista de Atenas. Sin ningún motivo en concreto. Atenas explotó por primera vez en años. La ciudad estaba en llamas. Decenas de miles de manifestantes, la mayoría jóvenes, ocuparon la metropola griega y lucharon contra unas agresivas fuerzas antidisturbios durante días. La gente tenía la palabra 'revolución' en la cabeza. Era obvio que eran razones sociales, no políticas, las que estaban detrás de las protestas.
Un país dividido con una inmensa deuda pública y una desigualdad como la de EEUU entre los que tienen y los que no tienen había reaccionado finalmente.
En esos días conocí por primera vez a Alexis Tsipras, el joven líder de un pequeño partido izquierdista, Synopsismo, y concejal del Ayuntamiento de Atenas. Pasaba el día manifestándose en la calle, y la noche trabajando en su oficina mientras movilizaba a los izquierdistas decepcionados y frustrados que se sentían traicionados por el Pasok, el partido de los “falsos socialistas”. El legendario partido se había ido a la cama con la economía neoliberal y había destruido al país con la ayuda del dinero fácil entregado por intermediarios listos de los bancos alemanes y franceses.
Fue hace cinco años y medio, pero Tsipras ya sabía que se acercaba el gran momento. La 'izquierda tradicional' había fracasado a lo grande. Grecia había entrado en un espiral negativa irreversible, ética, política y socialmente. El país se convirtió en el chivo expiatorio del laboratorio creado por las instituciones financieras y la Unión Europea. El primer programa de rescate en 2010 exigía austeridad pura y dura: fue un programa diseñado para convertir a Grecia en un país del Tercer Mundo.
Los griegos enloquecieron. La energía social era increíble. Pero no había nadie en el viejo establishment político que pudiera representar a las víctimas de un inmenso experimento neoliberal. Grecía estaba en caída libre. Después del primer rescate, hubo un segundo memorándum.
Como el impacto de una guerra
El país ha cambiado muy rápidamente y de forma tan radical que sus condiciones recuerdan a los cambios que sufren los países durante una guerra. El PIB es ahora un 25% menor que antes de la crisis. El número de desempleados es el mayor de la UE: el porcentaje es casi del 30% y del 65% entre los jóvenes. Más de tres millones de personas, sobre un total de diez, se encuentran en mitad de una crisis humanitaria. Muchos no tienen seguro sanitario ni acceso a los centros sanitarios. Ni para ellos ni para sus hijos. La situación empeora cada día.
“Grecia es la primera víctima de las instituciones financieras internacionales, la política de la UE y la presión alemana. Quieren convertir nuestro país en una zona de trabajo barato, sin derechos de los trabajadores, y por tanto sin derechos humanos. En un Tercer Mundo dentro del Primer Mundo. Todo eso en nombre de los dogmas modernos de la eficiencia y competitividad”, me contó Tsipras a principios de 2012, cuando él y su nueva formación Syriza, una coalición de 12 partidos izquierdistas y movimientos cívicos, ya eran protagonistas relevantes de la escena política griega.
También era una época de creciente influencia de los neonazis. Los miembros de Amanecer Dorado –un partido neonazi que ha conseguido tres escaños en las elecciones europeas y ser el tercer partido del país– estaban atacando y matando inmigrantes y refugiados por todo Atenas. Esa era la campaña electoral de mayo de 2012.
Nadie esperaba que Syriza sacara más del 10% de los votos. Pero los votantes habían castigado a la vieja élite política, Nueva Democracia y, especialmente, Pasok, que habían conseguido juntos más del 80% de los votos en diciembre de 2009.
En mayo de 2012 no hubo un vencedor. Syriza, jugando la carta contra la austeridad y contra el euro, pero no por la salida de la eurozona, recibió el 17% de los votos. Tsipras, un líder carismático con una alta autoestima como es típico en los Balcanes y el Mediterráneo, recibió el encargo de formar Gobierno. Pero era una misión imposible. El presidente griego Papadimos se vio obligado a convocar nuevas elecciones. Fue un resultado muy apretado. Nueva Democracia, el partido del gran capital y de los conservadores de la vieja escuela, ganó por poco: 26% a 25%.
Syriza, que tuvo a la mayoría de los medios locales e internacionales en contra, y Tsipras –el “enemigo público número uno”– pasaron a ser líderes oficiales de la oposición y la mayor fuerza de la nueva izquierda en Europa.
El momento ha llegado
Mientras Grecia se está hundiendo, es sólo una cuestión de tiempo que Syriza gane las elecciones, siendo ahora un partido unido con una fuerte red de apoyo, influyentes conexiones internacionales y el apoyo de intelectuales griegos y extranjeros (Slavoj Žižek, Alain Badiou, Costas Lapavitsas, Costas Douzi, Yanis Varoufakis...). Ofrece un programa basado en un “socialismo democrático” abierto a formas de capitalismo que compartan su conciencia social. Tsipras, que sabe muy bien que es casi imposible gobernar en solitario un país devastado y profundamente dividido, ha comenzado un proceso político abierto y a negociar una coalición de gobierno anterior a las elecciones.
El tiempo ha llegado el 25 de mayo cuando Syriza ganó las elecciones europeas y locales. Fue, y aún es, un momento histórico para la nueva izquierda europea, que ya no puede limitarse a un programa de alcance nacional. Tiene que ser global. Y eso es exactamente lo que está sucediendo. Pero el camino hasta la sede del Gobierno es aún muy largo. Nueva Democracia y su líder, Antonis Samaras, harán todo lo necesario, con la ayuda de sus tutores en Bruselas y Berlín, para mantener a sus socios neoliberales al frente de un país caído, que ha sido presentado oficialmente como una “historia de éxito”.
“Estamos en una posición muy difícil, pero las soluciones están ahí. No consiste en la continuación de las políticas de austeridad. La cura para la crisis en Grecia fue peor y causó más daño que la propia crisis. Debemos abandonar esta medicina de forma inmediata y acabar con las políticas de austeridad. Debemos abandonar los memorandos de austeridad que fueron firmados por varios gobiernos griegos por un lado, y la UE, Alemania y las instituciones financieras, por otro. Debemos parar a la troika. Debemos comenzar los programas destinados al crecimiento y a la reconstrucción de la base económica de Grecia”, me dijo Tsipras dos semanas antes de las elecciones.
Tsipras añadió que Grecia sólo puede salvarse si llega al poder un Gobierno radical de izquierdas con el apoyo del pueblo y si se pone fin al mandato de la troika: “Debemos decir que ya es suficiente, que no continuaremos con las políticas de austeridad y las medidas coercitivas. Tomaremos nuestras propias decisiones durante la aplicación del programa, dado que después de todo la UE es una unión democrática. Si tenemos éxito, será un momento decisivo para los cambios políticos y económicos en Europa”.
Hasta ahora, tanto él como Syriza han vivido en una zona cómoda. Crecieron gracias a la crisis y de alguna manera se vieron beneficiados por una guerra social. En caso de caída del actual Gobierno, todo eso cambiará. Drásticamente.