Hace ya diez días que el presidente de EEUU, Donald Trump, cumplía una de sus promesas electorales más controvertidas en política exterior, reconociendo a Jerusalén como capital de Israel. A diferencia del magnate, sus predecesores Bill Clinton y George W. Bush también lo anunciaron en campaña para responder a la poderosa influencia de los lobbies proisraelíes en el Congreso, pero nunca lo llegaron a cumplir, siguiendo las recomendaciones de sus asesores en Oriente Próximo que les advirtieron de las impredecibles consecuencias que tal medida podría tener. Consecuencias que ya se han empezado a sentir sobre el terreno con manifestaciones y disturbios, de mayor o menor intensidad, en distintos puntos de Oriente Próximo, nueve palestinos muertos y centenares de heridos.
A pesar de la reacción inicial de la Autoridad Nacional Palestina de retirar a Trump el calificativo de “mediador honesto” que concedió a sus predecesores y de negarse a recibir al vicepresidente, Mike Pence, en su inminente visita a la región, la ANP no puede prescindir del papel central que juega Estados Unidos en el conflicto.
Trump ha llamado también a mantener el statu quo religioso –o sea, el libre acceso de musulmanes y cristianos a los santos lugares– y no ha especificado si se refería al conjunto de Jerusalén o a una parte de ésta. Igualmente ha señalado que la demarcación municipal y sus futuras fronteras tendrán que ser determinadas a partir de negociaciones entre las partes. “Eso abre una pequeña ventana de esperanza para que si hubiera un nuevo proceso de paz algunos barrios de la parte oriental permanecieran bajo jurisdicción palestina dentro de modelo de capitalidad compartida”, comenta Mahdi Abdel Hadi, director de la Palestinian Academic Society for the Study of International Affairs (PASSIA).
“Las instituciones palestinas que tenemos sede en Jerusalén Oriental estamos luchando por nuestra supervivencia”, añade Abdel Hadi. “La comunidad empresarial palestina de Jerusalén está exhausta por todas las trabas legales que le impone la ocupación y progresivamente están canalizando sus inversiones hacia Ramala”, añade. En opinión de este experto en relaciones internacionales, la política de hechos consumados israelí en Jerusalén pesa mucho más que las declaraciones foráneas, ya vengan de Trump, la Liga Árabe o la Organización de la Conferencia Islámica.
Fatah y Hamás no reparan sus relaciones
La declaración ha venido a cortocircuitar la nueva ronda de conversaciones de reconciliación que los partidos Fatah –que gobierna en Cisjordania– y Hamás –que lo hace en Gaza desde junio de 2007– celebraban en El Cairo desde el 12 de octubre. Entre los asuntos pendientes sobre la mesa figuran la transferencia del control efectivo sobre los ministerios en Gaza, el pago de los funcionarios o la celebración de elecciones presidenciales y legislativas. Todo ha sido postergado indefinidamente.
Si bien en un primer momento los dirigentes de Fatah y Hamás se pusieron de acuerdo para convocar una huelga general y manifestaciones de protesta, rápidamente emergieron sus profundas diferencias. A pesar de las llamadas del líder de la oficina política de Hamás y exprimer ministro, Ismael Haniya, a comenzar una tercera intifada ni Fatah, ni la OLP ni la ANP parecen estar por la labor. “Esto ha puesto de manifiesto cómo la fragmentación territorial y política entre Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental nunca ha sido tan grande como ahora”, opina el investigador del International Crisis Group (ICG), Ofer Zalzberg.
“Otra razón fundamental por la que no cuaja la llamada a una nueva intifada es por la crisis de credibilidad de los dirigentes y partidos palestinos”, agrega. “Existe una percepción generalizada de que están muy afectados por la corrupción y de que, cada uno a su manera y en su territorio, priorizan sus privilegios sobre el interés general palestino”, explica Zalzberg a eldiario.es.
Un dato relevante es que durante la primera y la segunda intifada el liderazgo palestino no tenía mecanismos de coordinación con Israel. “En la primera no existía la Autoridad Nacional y en la segunda la ANP era parte del levantamiento. Ahora es distinto, porque tanto el gobierno de Ramala como el de Gaza colaboran con Israel y la coordinación se mantiene, a pesar de las llamadas a una nueva intifada”, agrega.
“La coordinación de seguridad que la ANP mantiene con Israel (protocolos de coordinación entre las fuerzas de seguridad palestinas y el ejército israelí en Cisjordania) minimiza las probabilidades de que tenga lugar una confrontación”, argumenta Zalzberg. “Y aunque ninguna de las partes lo reconozca públicamente también hay un mecanismo de comunicación con Hamás, que ha quedado demostrado por el pequeño número de cohetes que se han lanzado desde Gaza”, concluye.
Mantener la tensión bajo control
El hecho de que las milicias hayan lanzado apenas una docena de cohetes contra territorio israelí (aunque sólo dos de ellos llegaran a impactar, provocando pequeños daños materiales), desencadenado ataques de castigo por parte del Ejército israelí, también apunta que el movimiento islamista no está interesado en iniciar una cuarta guerra contra Israel.
El descubrimiento de dos túneles ofensivos que penetraban bajo la verja perimetral en espacio de un mes y medio tampoco ha sido presentado como casus belli por el gobierno de Netanyahu, lo que igualmente hace pensar que tampoco van a poner en marcha una gran operación militar tal como hicieron con “Plomo fundido” (2009), “Pilar defensivo” (2012) y “Margen protector” (2014).
Asimismo, las tres guerras de Gaza y las dos intifadas anteriores tuvieron consecuencias devastadoras para la causa nacional y para la estructura económica palestina. La primera (1987-1993) trajo consigo el cierre hermético de Gaza, y la segunda (2000-2005), la construcción del muro y la barrera de separación de Cisjordania. Por este motivo la ANP ha optado por limitarse a intentar someter la declaración de Trump ante la Asamblea General de la ONU y reclamar por todos los medios posibles el cumplimiento de la legalidad internacional.