Ya ha empezado el principio del fin de la presidencia de Donald Trump. Afirmar que en el día de la toma de posesión empieza la cuenta atrás del proceso de autodestrucción de Trump no es una mera ilusión; más bien es la constatación de la dura realidad de la presidencia. A partir de ahora esto ya no es un juego de televisión o Twitter.
Al jurar su cargo frente al Capitolio, la vida de la estrella del programa The Apprentice (El aprendiz) ha dado un giro radical. Su mundo se ha transformado; desde un punto de vista legal, político y diplomático. Sus declaraciones ya no solo causarán ruido mediático; a partir de ahora tendrán un impacto sobre las encuestas y, por extensión, sobre su poder presidencial.
Las conversaciones que mantenía con su servil abogada podrían dar paso a una batalla legal interminable y también a la posibilidad, real y presente, de que se produzca un proceso de destitución. Sus elogios hacia el presidente ruso Vladimir Putin, una relación de admiración mutua que hasta ahora se percibía como curiosa, se ha transformado en una investigación a cargo de distintas agencias de inteligencia que deberán determinar si Rusia intentó influir sobre el resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses.
No deberíamos confundir el populismo con la popularidad. Trump llega al despacho oval como el comandante en jefe más impopular de la historia reciente de Estados Unidos. Hillary Clinton lo superó en 3 millones de votos populares y Trump no puede decir que tenga un mandato político. Y los desastrosos resultados de las últimas encuestas hablan por sí solos.
Las encuestas de popularidad que se llevan a cabo antes de la toma de posesión suelen reflejar los mejores resultados que obtendrá un presidente; después, cuando ocupe el Ala Oeste de la Casa Blanca, tendrá que tomar decisiones difíciles y lidiar con muchas crisis y problemas complejos.
En el que debería ser su momento de máxima popularidad, Donald Trump ha obtenido unos resultados tan malos como los que tuvo George W. Bush hacia el final de su desafortunada presidencia; tras el catastrófico colapso de la economía y el sangriento desastre de la guerra de Irak.
Un sinfín de encuestas anteriores a la toma de posesión revelan que el 45º presidente de Estados Unidos ya es profundamente impopular. Su popularidad es de un escaso 32%, en comparación al 61% que obtuvo el presidente Obama antes de jurar el cargo. En lo relativo a su gestión de la transición, el índice de aprobación todavía se distancia más al que obtuvo Obama. Solo el 40% de los ciudadanos aprueba la forma como Trump ha gestionado la transición desde noviembre. Hace ocho años, el 84% de los ciudadanos se mostró satisfecho con la transición de Obama. Incluso George W. Bush, que en el año 2000 asumió la presidencia después de un extraordinario recuento de votos y un “golpe de Estado” legal, consiguió que un 61% de ciudadanos valoraran positivamente su transición.
Estas cifras no son banales. Son los glóbulos blancos del sistema circulatorio de Washington. Unos buenos índices de aprobación son la mejor vacuna cuando el Congreso ataca a un presidente mientras que unos índices malos lo hacen más vulnerable y lo convierten en el blanco de ataque de los rivales que tenga dentro y fuera de su propio partido.
Estos resultados no harán más que empeorar. En su primer año como presidente, la popularidad de Obama bajó más de 15 puntos. Si la popularidad de Trump sigue una trayectoria parecida, en un año solo tendrá el apoyo del 25% de los ciudadanos. Para poner esta cifra en contexto, el índice de aprobación del presidente Nixon tras ser destituido era del 24%.
Y no, señor presidente. No se trata de unas encuestas amañadas. Son un mero reflejo de la opinión ciudadana y le dan una mala nota; tanto por su actitud personal como profesional. Esto es lo que está amañado: unas elecciones que usted puede ganar a pesar de haber perdido el voto popular por más de 2 puntos, como las encuestas habían previsto correctamente.
La peor amenaza es él mismo
¿Por qué el índice de aprobación de Trump es tan bajo? A diferencia de Obama, que heredó la peor crisis económica sufrida en dos generaciones, el presidente entrante no puede escudarse en fuerzas externas. La peor amenaza, tanto para su presidencia como para Estados Unidos, es él mismo.
El conflicto de intereses, que él intente beneficiar a su conglomerado de empresas, se encuentra en los primeros puestos de la lista de potenciales problemas. Trump podría tener problemas legales si no anula un contrato de alquiler de un hotel de Washington ubicado en un edificio público. El contrato indica expresamente que ningún cargo público puede alquilar el inmueble. Si no lo anula, quedarán al descubierto sus prioridades.
Según su abogado, Trump ha creado un departamento ético en su empresa para evitar este tipo de conflictos. Esto no es más que el típico pintoresco arreglo auspiciado por los zorros que simulan proteger un gallinero. La ética de la organización Trump es irrelevante; lo que importa es la ética de la presidencia, que debe regirse por el artículo 1 de la Constitución de Estados Unidos, que prohíbe al presidente aceptar regalos por parte de potencias extranjeras.
E incluso si lo medimos por sus engañosos parámetros, el nuevo presidente ya ha incumplido las llamadas normas éticas. En declaraciones a los medios, su abogada, Sheri Dillon, afirmó la semana pasada que: “El presidente electo Trump dio la orden de que todas las negociaciones que estaban pendientes se cerraran”. “El acuerdo fiduciario gestionado por el presidente Trump restringe nuevos acuerdos. Mientras Trump sea presidente no se podrán cerrar acuerdos con socios extranjeros”.
Esto será una gran noticia para los residentes de Aberdeen, Escocia, que están a punto de presenciar una ampliación espectacular de un campo de golf de Trump. La ampliación se confirmó la semana pasada y supone 18 hoyos adicionales, un hotel de 450 habitaciones, una multipropiedad y una urbanización privada. El equipo de Trump ha intentado restar importancia a esta negociación y ha explicado que no es más que una operación sin importancia que forma parte de un acuerdo de ampliación que se cerró en el pasado.
Lamentablemente, la Constitución prohíbe que el presidente se beneficie de una potencia extranjera y no hace distinciones entre nuevos acuerdos o acuerdos que ya se han cerrado. Simplemente afirma que todos son inconstitucionales.
¿Qué tipo de acuerdos podrían vulnerar la ya famosa cláusula relativa a los emolumentos? Como ha detallado ProPublica, la empresa de Trump ha llegado un acuerdo en Bombay en el que también está involucrado el vicepresidente del partido en el gobierno, el Partido Nacionalista Hindú (BJP), quien también es un cargo público. También ha llegado a un acuerdo en Bali, Indonesia, con un político del país que se ha asociado con unas empresas públicas de China y Corea del Sur. Y ha cerrado un acuerdo en Manila con un hombre que fue el enviado en Estados Unidos del sangriento presidente filipino Duterte.
No es necesario que seas un profesor de Derecho Constitucional para comprender que Trump representa una amenaza política y legal. El presidente Clinton tuvo que pasar por un proceso de destitución tras mentir bajo juramento y afirmar que no había mantenido relaciones sexuales [con Monica Lewinsky], un supuesto delito que ni siquiera está contemplado por la Constitución, a diferencia de hacer dinero con la ayuda de cargos extranjeros, que sí lo está.
Y, por último, Trump tiene una soga alrededor del cuello por sus supuestas amistades rusas. Ya saben, esas que, según aseguró EN MAYÚSCULAS, no existen ni han existido nunca. No, no.
El FBI y otras cinco agencias están investigando si Rusia hizo una transferencia de dinero para pagar a hackers que estaban en Estados Unidos y que piratearon los correos electrónicos del Partido Demócrata. Esto formaría parte de un plan del Kremlin para influir en la campaña presidencial a favor de Trump.
También sabemos que agentes de contrainteligencia están investigando los posibles contactos y la vinculación entre el exresponsable de la campaña de Trump, Paul Manafort, y altos cargos rusos.
Prácticamente todos los escándalos acaban siendo comparados con el Watergate, pero lo cierto es que pocos son tan graves como el caso de las escuchas ilegales que puso fin al mandato de Nixon. Watergate no fue financiado por nuestros enemigos de Moscú, si bien tenía el objetivo de socavar unas elecciones presidenciales.
La venta ilegal de armas del presidente Reagan a Irán, que se encontraba inmerso en una guerra contra Irak, representa la última conspiración secreta entre el entorno de un presidente y una potencia enemiga. Tal vez Trump estaba haciendo referencia a ese escándalo cuando se apropió de la consigna política de Reagan y prometió recuperar la grandeza de Estados Unidos.
Ahora que ya se ha convertido en el 45 presidente de Estados Unidos, han cambiado las reglas del juego. Donald Trump ya no puede esquivar los problemas con un simple tuit. La Constitución no contempla esta vía de escape presidencial.
La exestrella de un reality de televisión podría protagonizar una tragicomedia y convertirse en el responsable de sus desgracias. Si es cierto que nuestros cuerpos son nuestros jardines, Trump tiene unas manos de jardinero inusitadamente patosas.