A pesar de las advertencias, estamos legitimando a Donald Trump
Durante la campaña presidencial, la edición estadounidense del Huffington Post llevaba la siguiente nota editorial debajo de cada artículo sobre el candidato republicano: “Donald Trump está constantemente incitando a la violencia política y es un mentiroso en serie, un xenófobo desenfrenado, un racista, un misógino y un conspiracionista que ha prometido en numerosas ocasiones prohibir la entrada a los musulmanes, una comunidad religiosa con 1.600 millones de miembros”.
Poco antes de las 6 de la mañana, tras una larga noche electoral, entre la victoria de Trump en Iowa y la de Pensilvania (cuando se convirtió en presidente electo), el jefe de la oficina de Washington anunció que quitaría el aviso “por respeto al cargo” y que era hora de hacer “borrón y cuenta nueva”.
Un año antes de aquellas elecciones, Fiona Hill, que luego sería jefa de Gabinete de Theresa May, tuiteó: “Donald Trump es bobo #trumpesbobo”. Seis meses después, Nicholas Timothy, que sería el otro jefe de Gabinete de May, escribió: “Como conservador, no quiero ningún ‘acercamiento’ a Trump”. Sin embargo, una vez Trump fue elegido, May se dio prisa por lograr un acercamiento: fue la primera líder internacional en reunirse con el presidente, sólo una semana después de su investidura.
Durante las primarias, el excandidato presidencial republicano Mitt Romney escribió: “Si Trump hubiera dicho hace cuatro años las cosas que dice ahora sobre el KKK, los musulmanes, los mexicanos, los discapacitados, yo NO habría aceptado su apoyo electoral”. Casi dos años después, Romney decidió presentarse como candidato al Senado por Utah y Trump le respaldó. “Gracias, señor presidente, por su apoyo,” respondió.
Según el relato de Tim Shipman en el libro Fall Out, un mes antes de las elecciones estadounidenses, el ministro de Exteriores británico, Boris Johnson, dijo a un amigo: “Estas elecciones van a dejar en evidencia como nunca antes la mentalidad primigenia estadounidense. Si gana Trump, será un triunfo del paleto de pueblo aficionado a ver la televisión por la mañana”.
El mes pasado, el mismo Johnson, en un programa de televisión matutino (Fox & Friends) insistió en que Trump podría ser candidato al Premio Nobel de la Paz, a la vez que le pedía sin éxito a través de uno de sus programas de televisión favoritos que no abandonase el acuerdo nuclear con Irán.
El poder puede ser un bálsamo relajante para una conciencia airada. En su ausencia, todo tipo de posturas morales pueden defenderse con una retórica audaz y vívida. Pero sólo se ponen a prueba esos valores en presencia del poder. Porque sólo en esa circunstancia se podría pagar un precio por ellos. En esos momentos vemos si las líneas que trazó la gente estaban talladas en la piedra, y pueden durar, o si estaban dibujadas en la arena y no dejarían rastro.
Así ha sucedido con el auge de Trump. Cuando quedó claro que su candidatura era viable, hubo un consenso general de que no había que normalizar a este candidato. No se trataba sólo de un político con el que algunos han tenido desacuerdos sobre políticas públicas. Era un hombre que practicaba un estilo político que no se podía dejar pasar.
Incitaba a la violencia en sus propios mitines, llamaba ‘basura’ a los periodistas, inventaba datos sin pudor, era un racista, un xenófobo y un misógino descarado que se negaba a reconocer el resultado electoral si perdía.
Tratarlo como si fuera cualquier otro candidato sería no sólo legitimar este tipo de comportamiento político, sino premiarlo. Por eso será importante manifestarse durante su visita en julio para que el mundo vea que tenemos parámetros morales claros y que este hombre que al parecer es nuestro mejor aliado ha ido muchas veces en contra de ellos.
Esto no era un enfrentamiento partidista. Al principio, los conservadores de ambos lados del Atlántico decían que no querían tener nada que ver con él. Luego, ganó. Los de la derecha, cambiando principios por pragmatismo e irritación asegurada por la posibilidad de acceder al poder, se acomodaron, se adaptaron y pronto se pusieron en fila como si la fila hubiera sido idea suya.
“Lo que me preocupa de la prensa estadounidense es su intento incansable, incansable de presentar al tío como un loco que no está capacitado para ser presidente”, declaró a CNN el senador republicano por Carolina del Sur Lindsey Graham el pasado noviembre.
Al parecer, Graham se olvidó que un año antes había declarado lo siguiente a Fox: “Creo que es un chiflado. Creo que está loco. No creo que esté capacitado para ser presidente”.
Algunos progresistas se obsesionaron con la cuestión de la legalidad de las elecciones, por las acusaciones de interferencia rusa –una cuestión que se tendrá que resolver en los tribunales–. Y muchos han quedado agotados. La descarga diaria de egoísmo, deshonestidad, caprichos y tuiteos ha desgastado a muchos y desactivado a muchos más.
De cualquier forma, al menos en lo que concierne al electorado, Estados Unidos parece haber alcanzado un nuevo nivel de normalidad. Los sondeos dicen que el 38% de los estadounidenses piensa que el país se está moviendo en la dirección correcta, un porcentaje significativamente mayor que el que tenía Barack Obama a esta altura de su mandato.
El índice de aprobación de Trump ha ascendido hasta los cuarenta y poco puntos. Sigue siendo bajo, pero está ascendiendo. Los republicanos le son intensamente leales. De hecho, excepto por George Bush tras el 11S, ningún otro presidente ha tenido este nivel de respaldo en su partido desde la Segunda Guerra Mundial.
Es verdad que también es despreciado con fuerza. Cuatro de las cinco manifestaciones más grandes de la historia de Estados Unidos se han llevado a cabo desde su investidura y ninguna de ellas era en apoyo a sus políticas. Pero la seguridad de que esta resistencia logre un triunfo del Partido Demócrata en las elecciones legislativas de noviembre se está evaporando.
Hace seis meses, los demócratas sostenían una ventaja de dos dígitos sobre los republicanos en las encuestas. En las últimas semanas esa ventaja se ha reducido a sólo un punto.
No es difícil desentrañar por qué está sucediendo esto. Mientras Trump está ocupado lanzando todo tipo de carne a sus seguidores –aranceles al acero, desprecio racista a deportistas y críticas a la prensa–, los demócratas todavía no tienen una respuesta coherente para este momento más que decir que no son Trump. Como afirmó a The Guardian el reverendo Al Sharpton el miércoles, esperar a que Trump se autodestruya “no es una estrategia política”.
Solo en una sola semana, Trump lanzó una guerra comercial contra sus aliados, ofreció una cena Iftar para conmemorar el mes del Ramadán –que fue boicoteada por grupos musulmanes–, atacó a su fiscal general por recusarse por conflicto de intereses en la investigación a Rusia, retiró la invitación a una recepción en la Casa Blanca a los Eagles de Filadelfia, ganadores de la Super Bowl, porque supo que varios jugadores pensaban faltar a la cita, y dijo que tiene el derecho a indultarse a sí mismo.
Lo destacable de esa semana es que, comparado con su comportamiento durante otras semanas, nada fue destacable. La situación política en Estados Unidos es muchas cosas: agotadora, exasperante, aterradora, volátil, insostenible e inestable. Pero si algo no es, es normal.
Traducido por Lucía Balducci