Alexandria Ocasio-Cortez tiene pies. Y a veces se da un baño. Y para hacerlo, se quita la ropa, la muy descarada. Esto es lo que supongo, porque al parecer la foto de unos pies en una bañera publicada por el Daily Caller no era realmente de ella. Los expertos han llegado a analizar la longitud de los dedos de los pies de la fotografía, porque aparentemente éste es el tema más importante en este momento en Estados Unidos.
Este intento demencial de avergonzar a Ocasio-Cortez es estrambótico. Con el vídeo de ella bailando en una azotea en la universidad les salió el tiro por la culata y ella respondió bailando en su oficina en el Congreso. Ocasio-Cortez es más popular que nunca. La izquierda la ama por su juventud, su pasión y sus ideales. La derecha está obsesionada con ella porque tiene un cuerpo, y -dios santo- parece que hasta disfruta con él. Este hecho es remarcado una y otra vez como algo pecaminoso.
Me parece increíble que, en el año 2019, todavía se crea efectivo el mecanismo público de avergonzar a una mujer por su cuerpo, pero eso es lo que parece. Avergonzar a alguien por su cuerpo no es nada nuevo, desde luego. Para eso existen grupos de patrulla auto-proclamados cada vez más especializados. Vigilar la celulitis ya ha quedado anticuado, puesto que cada porción del cuerpo de una mujer tiene el potencial de verse, y por lo tanto ser y estar, mal. Es probable que no estés a la altura ni con aquellas parte de tu cuerpo en las que nunca habías pensado.
Incluso las funciones orgánicas del cuerpo femenino, desde la menstruación hasta el parto y la menopausia, son causa de vergüenza y reglamentaciones a menudo disfrazadas de “consejos”. Detrás de todo este “cuidado” y ordenamiento del caos de la feminidad en la cultura hegemónica lo que se palpa en realidad es asco. Ese asco revela mucha ansiedad respecto del mayor tabú: el placer de la mujer.
Esta es la transgresión de Ocasio-Cortez: el disfrute. En todos lados, el placer de las mujeres respecto de sí mismas sigue siendo una amenaza enorme para los fundamentalistas. Por eso sigue fracasando el esfuerzo continuo de avergonzar a las mujeres bajo el ojo público. El rechazo de la vergüenza es un arma poderosa. Que alguien se lo diga a los medios de comunicación que actualmente están bajo el control de un puñado de personas de las clases poderosas y cuyo mensaje principal para las mujeres jóvenes es que quieren llamar la atención ( Lily Allen, Little Mix), y cuyo único mensaje para las mujeres mayores es “cubríos” (Madonna y, ahora, cualquier mujer de más de 50 años).
Estos mensajes son respaldados por dioses de la crisis de la mediana edad, desde Piers Morgan a Michel Houellebecq, y ahora un tipo francés al que nadie conoce. Si entras a cualquier sitio web sobre derechos de los hombres, las formas en que se puede humillar a una mujer por su cuerpo son apabullantes: ser gorda no es simplemente malo; también es malo que te guste la comida si eres delgada. Utilizar anticonceptivos, “maquillarte como un pastel de cumpleaños”, actuar como una actriz porno en la cama: por todas estas cosas las mujeres deberían sentirse avergonzadas.
Cuando una actriz porno de verdad como Stormy Daniels les contesta, el poder de su descaro todopoderoso proviene de su rechazo absoluto a dejarse humillar. Ariana Grande señaló simplemente que las mujeres pueden ser a la vez “sexuales y talentosas”, como si hiciera falta repetirlo. Pero sí hace falta repetirlo. La humillación pública existe para seguir representándonos como objetos, incluso ante nuestros propios ojos. Y, por supuesto, todas lo asimilamos. La vergüenza es el agua en la que aprendemos a nadar y algunas de nosotras se ahogan. La niña de 14 años a la que presionan para que envíe una foto desnuda no es igual a una famosa que elige cuidadosamente cómo se mostrará. Sin embargo, el mecanismo por el que nos vemos a nosotras mismas juzgadas es el mismo. La humillación acecha, encarnada en la feminidad imperfecta.
Las niñas crecen viendo el placer femenino exagerado en la pornografía, donde las mujeres tienen orgasmos mientras las ahogan o las escupen, y a la vez negado en la vida real, donde cualquier indicio de deseo femenino es condenado por guarro. Recientemente recibí el código de vestimenta de la escuela de mi hija adolescente, que se enfoca solamente en lo que las niñas no pueden llevar. De los niños no dice nada. Cuando pedimos que se hable de placer femenino en las clases de educación sexual, es porque es esencial para poder hablar seriamente sobre el consentimiento. Esto no es un pensamiento radical, sino realista.
El tabú del placer de la mujer emerge en los sitios más extraños. Osé, un “masajeador personal” desarrollado por una empresa tecnológica que utiliza microrobótica y promete orgasmos “de manos libres” para las mujeres, ganó un premio a la innovación en la Feria de Electrónica para el Consumidor en Estados Unidos. Pero el premio, otorgado por la Asociación de Tecnología para el Consumidor, le fue retirado argumentando que Osé rompió una de las condiciones para el premio: la de no ser un producto “inmoral, obsceno, indecente o profano”. Esta misma organización ha presentado el lanzamiento de una muñeca sexual y exhibiciones de pornografía de realidad virtual.
Tienen robots “violables”, pero algo diseñado para darles placer a las mujeres es considerado indecente. Toda esta humillación interminable se trata de la mirada masculina y la idea de que las mujeres sólo existimos para complacerla. Todo esto se alborota en el momento en que las mujeres nos negamos a avergonzarnos por nosotras mismas, por nuestros cuerpos o por nuestro placer.
Esto es mucho más fácil decirlo que hacerlo en un mundo en el que los grupos de poder piensan que pueden humillar a una mujer joven e inteligente con una foto de sus pies desnudos. Pero no pueden. Ella seguirá bailando. Y todas deberíamos hacerlo. Porque nos da la gana.
Traducido por Lucía Balducci