2016, el año en que los autócratas tomaron el control

Ian Buruma

Profesor de democracia y derechos humanos —

Para finales de enero, a menos que pase algo extraño, las cuatro superpotencias del mundo estarán gobernadas por figuras autoritarias: Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Narendra Modi en India y Donald Trump en Estados Unidos.

¿Cómo se explica el ascenso de los hombres y mujeres de hierro? ¿Por qué la democracia liberal está siendo amenazada en tantos países por demagogos de derecha a los que parece importarles poco lo liberal? Hungría y Polonia ya ni siquiera pueden llamarse democracias liberales. En las próximas elecciones de Holanda y de Francia se verá si el partido autocrático de un solo hombre (el Partido de la Libertad de Geert Wilders) o si el partido de extrema derecha intolerante (el Frente Nacional de Marine Le Pen) desestabilizan a Europa Occidental.

Eso de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece siempre me pareció injusto. Los rusos no eligieron a Stalin, el presidente Mao jamás ganó una votación, y los opositores de Putin nunca tuvieron muchas oportunidades.

Pero tal vez sea cierto que hay más gente pidiendo un hombre de mano dura de lo que liberales buenecitos como yo estamos dispuestos a admitir. Tal vez haya una relación con el deseo universal de la religión organizada, que aunque tenga altibajos nunca desaparece del todo. No quiero decir que todas las religiones sean autoritarias por definición, pero la mayoría ofrece la seguridad de ser uno más entre muchos, el sentido de pertenencia, el sueño de salvación (si no en esta vida, en la próxima), y la tranquilidad patriarcal de que nuestro futuro está en las sabias y bondadosas manos de los dioses y de sus representantes en la Tierra.

Los líderes fuertes y populistas dependen de su carisma más que de experiencia o buenas políticas. En tiempos de estrés, cuando por algún motivo muchas personas tienen miedo del futuro, ofrecen la misma tranquilidad que las autoridades religiosas. En el mejor de los casos, tener experiencia y aptitudes se vuelve irrelevante. En el peor, se convierte en algo a evitar.

El hombre de hierro tipo sabe utilizar las religiones tradicionales en beneficio propio. Modi llegó al poder en India montado en una ola de chovinismo hindú. Cuando no está montando a caballo con el torso desnudo, Putin se presenta como el defensor de la ortodoxia rusa en lucha contra la decadencia de un Occidente degenerado. Las referencias de Xi Jinping al confucianismo tal vez parezcan poco entusiastas, pero está vistiéndose con el manto del gobernante tradicional chino que purga a su país de las nocivas influencias de los bárbaros.

Tal vez políticas occidentales equivocadas, como expandir demasiado lejos y demasiado rápido las fronteras de la OTAN, contribuyeron a que Putin se adjudicara el título de salvador de la nación. La intervención de Occidente en Irak, o la falta de intervención en Siria, han convertido al Oriente Medio en un embrollo sangriento donde aún prosperan los dictadores. El ascenso de China hubiera ocurrido de igual manera más allá de lo que hicieran las potencias de Occidente.

De todas las formas de autocracia moderna, la de China es tal vez la más peligrosa: a diferencia de la Unión Soviética, es muy próspera en lo material. Incluso en las provincias chinas hay aeropuertos que hacen parecer una antigüedad del mundo desarrollado al aeropuerto JFK de Nueva York. Con Estados Unidos a punto de perder la voluntad y la credibilidad para proteger a sus aliados democráticos con la llegada de Trump, el avance de China, al menos en Asia, parece imparable. Para Pekín, se trata del regreso natural al antiguo orden, cuando los pueblos de la periferia y los bárbaros mostraban su respeto a los gobernantes del Reino Medio.

Algunos dictadores, como Hitler o como Mao, sustituyeron a la religión tradicional y se convirtieron en dioses de su propio culto. Ellos también detestaban a los expertos de formación y a los críticos, tratados como infieles que debían ser quemados en la hoguera.

La decadencia del orden occidental ha coincidido con la gestión de las democracias de Occidente por expertos y miembros de la élite tecnocrática. Estaban interesados en encontrar soluciones burocráticas para los problemas urgentes y no en proyectar sueños de futuro. Mucho menos de salvación. La Unión Europea depende del sueño de paz y hermandad de la posguerra pero está administrada, en gran medida, por burócratas bienintencionados que no calman a nadie.

La gente quiere líderes carismáticos

Cuando la gente está preocupada, deja de confiar en los expertos. Quieren el consuelo que solo un líder carismático puede ofrecer, la figura paternal poderosa, el hombre soñado, el utópico hombre antiestablishment que promete volver a la grandeza. Los líderes carismáticos de la derecha prometen también deshacerse de los infieles: no solo de los molestos críticos elitistas que piensan ser mejores que nosotros, también de las menos populares minorías que no son como nosotros.

La religión tiene un papel en todo esto. En su estudio sobre la democracia de Estados Unidos durante el siglo XIX, el francés Alexis de Tocqueville señaló que la libertad política sólo podía funcionar en conjunto con la moralidad cristiana. Pero también que la fe organizada y la autoridad política debían mantener su separación.

El arreglo funcionó durante bastante tiempo, con la religión organizada como fuente institucional de consuelo, pertenencia y esperanza, especialmente para los menos privilegiados. Pero su papel se ha reducido. Tal vez por eso ahora se busque satisfacer en líderes no religiosos una búsqueda que antes saciaba la fe.

En Estados Unidos la religión sigue teniendo un rol más importante que en Europa. Aunque no le interese lo más mínimo, el presidente aún tiene que fingir que le importa. Pero es tan grande la rabia contra las élites por su arrogancia, corrupción y frialdad (la imagen habitual de Hillary Clinton) que hasta la gente religiosa ha buscado algo así como una salvación en eufóricas marchas multitudinarias donde se venera a un turbio magnate inmobiliario, casado tres veces y “tocador de coños”.

Tal vez sea un pecador, pero promete cosas maravillosas que ningún tecnócrata podría ofrecer jamás. Que tanta gente se haya tragado su cuento sólo demuestra la profundidad de nuestro hundimiento.

*Ian Buruma es profesor de democracia y derechos humanos del Bard College, Nueva York. Entre sus libros, se encuentra Asesinato en Amsterdam: La muerte de Theo van Gogh y los límites de la tolerancia.

Traducido por Francisco de Zárate