Tenemos que conseguir proteger los espacios públicos sin aterrorizar al ciudadano

Europa ha sufrido siete atentados terroristas perpetrados con un vehículo en el último año, y el asesino de Barcelona al parecer ha sido capaz de huir. ¿Qué podemos hacer?

Lo ocurrido este jueves en Cataluña sugiere que, tal y como sucedió en los ataques en el Puente de Londres la última primavera, la policía está mejorando a la hora de responder a estas carnicerías. La colocación rápida de barreras y el tiroteo con el que se redujo a los sospechosos de Cambrils harán que se vuelvan a pedir más bloques de cemento en las calles y más policías armados. A corto plazo, será difícil oponerse a esto, de la misma forma que hay gente que pide un control más invasivo de las comunicaciones electrónicas.

Con todo, hay que mantener el equilibrio entre la libertad personal y lo que es, en realidad, una amenaza muy poco común. El hecho de que sus perpetradores sean por definición inmunes a la disuasión hace que la amenaza sea más terrible, pero también casi imposible de eliminar. Quizá deberíamos recordar que los actos de “conmoción y terror” también han sido empleados como arma por parte de los gobiernos occidentales, desde la Segunda Guerra Mundial hasta Irak. Existe la idea de que la furgoneta blanca es como el misil guiado de los pobres.

Lo que va a haber es un gran debate sobre lo lejos que queremos llegar para proteger los espacios públicos sin aterrorizar al ciudadano. Partes del centro de Londres ya parecen acobardadas, al tiempo que se levantan horribles barreras alrededor de las zonas turísticas. Durante décadas, no se ha separado a los peatones de los conductores borrachos o que violan los límites de velocidad, a pesar de que el resultado también sean víctimas mortales. No deberíamos destrozar las calles y destruir las ciudades para evitar el minúsculo riesgo de muerte por una acción deliberada mientras no se hace lo mismo con las accidentales.

La respuesta obvia es repetir que un terrible acto cuya ejecución no puede evitarse es mejor verlo como algo inevitable. En los años 80 y 90, Londres llegó a aceptar las bombas del IRA casi como parte de la vida en la capital. Sería de gran ayuda que no se diera una publicidad grotesca de este tipo de actos de terror. Esto distorsiona el nivel de riesgo, alimenta la intimidación y mina nuestra libertad porque tenemos miedo. Cómo informar pero no promover, cómo transmitir compasión sin propagar el miedo, esta es una habilidad en la que los medios están bastante perdidos.

Desde otro plano, este tipo de actos deberían recordarnos el frágil pacto en el que se basa nuestra pacífica sociedad. Como hemos visto esta semana en Charlottesville, la violencia nunca está muy por debajo de la superficie del miedo y el odio colectivo, el rostro maligno de las “políticas de identidad”. Es un lugar común pedir que la comunidad deba estar más alerta, deba informar a las autoridades cuando ve a un bicho raro, deba estar en guardia. La única prevención efectiva de los crímenes se tiene que dar en el punto de origen, por lo que la ridiculizada estrategia Prevent del Gobierno británico debería acertar.

El asunto que más nos puede molestar es que casi todo acto terrorista tiene un componente político. La vertiente política de los conflictos no se se puede ocultar bajo la realidad de esos crímenes. Todavía estamos metidos en intervenciones militares en estados musulmanes, algo que muchos ven como una guerra contra el islam, y parecemos incapaces de rectificar. Trágicamente, todas las guerras tienen víctimas.

Traducido por Cristina Armunia Berges