No hagan caso a las bravuconadas de Reino Unido: esta semana, la próxima, o un segundo antes de que el reloj marque las 12, este Gobierno obsesionado por el Brexit firmará y habrá acuerdo entre el Reino Unido y la Unión Europea.
No hace falta tener una bola de cristal para pronosticar un acuerdo. Aunque este gobierno es vergonzoso y deshonesto, no está loco del todo. No va a terminar con los sectores automovilísticos y manufactureros del Reino Unido, ni con su agricultura, finanzas y pesca. No cortará las relaciones policiales y de seguridad con Europa y tampoco va a querer en Irlanda una frontera dura que rompa el Acuerdo de Viernes Santo. Y tampoco va a congelar la amistad con el nuevo presidente de EEUU [Biden dijo que cualquier acuerdo comercial con Reino Unido depende del respeto al acuerdo con la UE y de evitar una frontera dura en Irlanda] ni va a llevar a un nivel de resentimiento irreparable las relaciones con sus vecinos y socios comerciales más cercanos.
Lo que quieren los seguidores del líder del partido del Brexit, Nigel Farage, y el núcleo duro que forman los diputados conservadores miembros del grupo European Research Group es un portazo en pos del siempre inalcanzable ideal de la soberanía. Pero para el gabinete del Brexit de Boris Johnson ha llegado el momento de la verdad. Por fin, los miembros del Gobierno tendrán que enfrentarse a la inutilidad de lo que han hecho hasta ahora. Van a pasarlo mal negando que el Brexit del que hablaban era una mentira que nunca fue posible.
Fin del cuento de hadas
Para los partidarios del Brexit, el acuerdo de Johnson va a ser un fracaso estrepitoso y es que cualquier acuerdo posible siempre iba a ceder una parte del cuento de hadas de la soberanía a cambio de cosas más tangibles, como la ausencia de un gigantesco arancel contra la carne de vacuno del Reino Unido.
Por mucho que se engañe y que mienta para ocultar la incómoda verdad, Johnson terminará firmando un acuerdo en el que se comprometa a respetar las normas de la UE sobre derechos laborales, bienestar animal, medioambiente y mucho más. Para cualquier desavenencia futura habrá un organismo con jurisdicción para decidir, que podría ser, o no, el Tribunal de Justicia Europeo.
La cuota pesquera se volverá a repartir en un proceso lleno de complejidades y transiciones tratando de ocultar la dura verdad: en teoría, recuperamos el control de nuestras aguas, pero en el mismo momento en que lo recuperamos tenemos que volver a cederlo porque nuestro sector pesquero no existe sin ese mercado vital que es una UE comprando más del 70% de nuestras capturas.
A nuestros 12.000 pescadores los utilizaron de una forma vergonzosa como símbolos del Brexit, cuando todos sabían que iban a ser abandonados a la primera de cambio. Esta es la última amarga píldora que los negociadores británicos están tratando de evitar y que van a tener que tragar.
Habrá que abandonar cláusulas de la ley mercantil que violaban el acuerdo de retirada firmado con la UE el año pasado. Se mantendrá el protocolo para Irlanda del Norte y eso obligará a una frontera en el Mar de Irlanda. Es decir, que habrá puestos aduaneros. Y todo eso pese a la promesa de Johnson: “Está fuera de discusión la posibilidad de poner controles en las mercancías que viajen de Irlanda del Norte a Gran Bretaña o de Gran Bretaña a Irlanda del Norte”.
Los que griten que esto es una traición tendrán toda la razón. Todos los que votaron por el Brexit, o a Boris Johnson, creyendo que ya estaba listo un acuerdo mágico donde podían poner todo lo que quisieran, se sentirán traicionados. “El nuevo acuerdo de Boris Johnson saca a todo el país de la UE como un solo Reino Unido”, decía el programa del Partido Conservador. Pues no. Irlanda del Norte se queda fuera. Y esperen otra grieta en la unión si el Partido Nacional Escocés gana las legislativas en el Parlamento escocés del próximo año. Traicionados se sentirán también todos los que se creyeron el imposible programa del Partido Conservador del año pasado: “Cumplamos el Brexit y se abrirán los diques para una marea de inversiones hacia nuestro país”.
Un acuerdo ha sido siempre inevitable por las normas del mercado único establecidas por Margaret Thatcher: cuanto más quieres comerciar en un mercado, más tienes que adaptarte a ese mercado. Johnson intentará vender su acuerdo como una victoria y la UE se lo tragará educadamente como quien chupa limones, aunque es posible que Emmanuel Macron devuelva el escupitajo.
Jill Rutter, investigadora del centro UK in a Changing Europe, sacó a la luz unos anexos que contenían el veredicto de la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (OBR) sobre las consecuencias económicas del acuerdo: provocará una caída del 4% en el PIB. Ni siquiera el impacto de la pandemia servirá para disfrazar el golpe que supondrá el Brexit para la industria y las finanzas. La nueva montaña de burocracia se traducirá en 270 millones de declaraciones aduaneras (frente a los 55 millones de hoy) y otros 50.000 agentes de aduanas. Los nuevos sistemas informáticos de la aduana no se pondrán en marcha hasta el 23 de diciembre; los transportistas por carretera no tienen manuales de procedimiento; y los aparcamientos de camiones están sin terminar.
No es de extrañar que el ministro de Economía, Rishi Sunak, no dijera nada sobre el Brexit durante su auditoría de gastos de la semana pasada. Todos los miembros del Gobierno se han visto obligados a contemplar el abismo de una salida sin acuerdo. Por eso saben que se enfrentan a lo peor de los dos mundos: se tragarán sus palabras y tendrán que traicionar a los partidarios del Brexit. Y seguirán arruinando la economía del país.
Los laboristas deben apagar las celebraciones por la victoria del acuerdo y mostrar una fría contención. Por supuesto, los laboristas dicen que hay que examinar el acuerdo, pero su líder, Keir Starmer, debe analizar sus varios cientos de páginas con la meticulosidad de un forense. Los que dicen que votar por el acuerdo podría recuperar ‘el muro rojo’ de escaños laboristas en el Parlamento están librando la última batalla. Votar por el acuerdo es hacerlo propio y sus efectos serán dolorosamente claros en las próximas elecciones. Ya le ocurrió a David Cameron cuando su apoyo inicial a la guerra de Irak descalabró sus posteriores intentos de denunciar las consecuencias terribles que había tenido el conflicto.
Cuando era secretario del Brexit en la oposición, Starmer sometió el plan de Theresa May para abandonar la Unión Europea a seis preguntas clave. La más importante era si cumplía o no con la promesa tory de generar las “mismas ventajas” que se obtenían del mercado único y la unión aduanera. El próximo acuerdo suspenderá estrepitosamente ese test y votar por él pondría en riesgo la reputación de Starmer de ser un hombre de palabra.
El caos en la frontera, el desabastecimiento en los supermercados y hasta el retraso en la entrega de medicinas podría ser cuestión de meses, pero según la Oficina de Responsabilidad Fiscal y el Banco de Inglaterra aún hay daños más importantes por venir. Desde esa perspectiva futura, parecerá claro que el partido de la oposición debería haberse resistido. Abstenerse no es una opción pusilánime, sino la única honorable.
También existe la posibilidad de que las demoras de Johnson hagan que el acuerdo llegue demasiado tarde para una votación en el Parlamento. Por eso, y como mínimo, los laboristas no deben decidir qué van a votar antes de ver el proyecto de ley delante de ellos.
Por supuesto, el Partido Laborista podría verse forzado a votar por el acuerdo para salvar a la nación si un Johnson humillado no puede evitar que sus propios diputados lo rechacen, pero eso parece poco probable. En cualquier otra circunstancia, votar por este atroz acuerdo sería el primer error grave de Starmer.
Traducido por Francisco de Zárate