Los libros de historia contarán que el Gobierno de Boris Johnson fue azotado por dos humillaciones en diciembre de 2021, dos años después de haber sido elegido. La primera ha sido la rebelión sin precedentes de 101 diputados conservadores contra la normativa del pasaporte sanitario. La segunda, dos días después, la derrota en las elecciones parciales de North Shropshire a manos de los demócratas liberales.
Pero, mientras nos acercamos al comienzo de 2022, las consecuencias combinadas de esos reveses hoy importan más que los acontecimientos en sí. En conjunto, ambas derrotas han reescrito el guion para lo que queda del mandato de su Gobierno.
Pudimos verlo en el impacto duradero de lo que Johnson hizo el lunes. El primer ministro salió de una reunión de emergencia con su gabinete sobre la ola de ómicron para después anunciar… nada. Mientras otros gobiernos en toda Europa se apresuraban a salvar sus sistemas sanitarios de la saturación, el de Boris Johnson decidió que no iba a tomar más medidas antes de Navidad. Sin embargo, Johnson insistió en que, si las cosas cambian, “no dudaremos en tomar medidas” (se espera en que anuncie más medidas en los próximos días en Inglaterra como han hecho Gales, Escocia e Irlanda del Norte).
El desenlace del lunes fue la encarnación de la vacilación, por la decisión de no tomar la clase de medidas que se esperaba que fueran aprobadas en la reunión de emergencia del gabinete. No fue el fruto de un consenso meditado. Resultó ser que el gabinete estaba dividido por la mitad, y todavía lo está. Hoy en día, Reino Unido tiene un Gobierno incapaz de gobernar.
Este es el resultado directo de que Johnson sea en la actualidad rehén de parte de los diputados tories y de sus ministros en el gabinete, que a su vez están envalentonados por el veredicto de los votantes en Shropshire. Por lo tanto, también es importante ver lo que ha ocurrido esta semana como un presagio de la nueva y potencialmente terminal fase del Gobierno de Johnson si no es capaz de tomar las decisiones necesarias.
Sin marcha atrás
Todos los gobiernos que fracasan terminan llegando a un punto similar, tras el cual todo va cuesta abajo. Hoy la política británica se pregunta si el Gobierno de Johnson ha llegado a ese punto. Las pruebas sugieren que, a su manera, lo ha hecho y que, en consecuencia, los votantes británicos están abiertos a algo nuevo.
Hace más de 40 años, durante las elecciones de 1979 que llevaron al poder a Margaret Thatcher, el primer ministro laborista, Jim Callaghan, hizo una célebre observación sobre este tipo de momentos. “Hay momentos”, dijo Callaghan a sus asesores, “quizás una vez cada 30 años, en los que se produce un cambio radical en la política. Entonces no importa lo que digas o lo que hagas. Hay un cambio en lo que el público quiere y en lo que aprueba. Sospecho que ahora se está produciendo ese cambio radical y que es para la señora Thatcher”.
La opinión de Callaghan puede discutirse en algunos aspectos importantes. No cabe duda de que después de 1979 hubo un gran cambio en la economía política, que contrastó con el mundo posterior a 1945 en el que Callaghan llegó al poder. Pero el público nunca recibió el thatcherismo con el grado de entusiasmo que la racha de éxitos electorales de Thatcher durante la década de 1980 puede haber sugerido.
Sin embargo, tenía razón en que los gobiernos laboristas de la década de 1970 habían perdido la confianza del público en aspectos importantes, y que Thatcher era la favorita a ganar en 1979. Y tenía razón en que, una vez que un Gobierno llega a tal punto, tiene relativamente pocas posibilidades de recobrar la antigua ventaja.
El punto de inflexión
No está claro qué puede pasar. Las circunstancias difieren mucho. El Gobierno de Theresa May empezó a fracasar desde el principio, cuando desperdició su mayoría en las elecciones de 2017. El Gobierno de David Cameron, por el contrario, se vio condenado solo al final, cuando Cameron perdió la votación del Brexit. Si hubiese ganado, Cameron quizá seguiría siendo primer ministro.
Con otros gobiernos, el punto de inflexión fue más gradual. Incluso el de John Major, que en retrospectiva parece haberse acabado tras el miércoles negro de la bolsa en 1992, podría haber sobrevivido si no hubiera sido por el empeño laborista. Ahora parece más obvio que entonces que la autoridad de Tony Blair fue destruida por Irak: después de todo, volvió a ganar las elecciones.
La trayectoria de Gordon Brown parecía más predecible cuando, poco después de haber llegado a Downing Street, coqueteó humillantemente con convocar a elecciones anticipadas. En 2009, me encontraba en una cena junto al gran abogado Tom Bingham, que se giró y dijo: “Creo que el país decidió hace dos años que necesitará un nuevo Gobierno cuando llegue el momento”. En eso, como en tantas otras cosas, tenía razón.
Diciembre de 2021 parece ser un momento así para Johnson. Es difícil recuperarse de las historias que destrozan la reputación —y pueden llegar más— y desencadenaron en North Shropshire. Que los aficionados al fútbol y a los dardos se burlen de un primer ministro no es una buena señal. Si hay malos resultados en las elecciones locales del año que viene, se volverá a cuestionar su liderazgo dentro del partido.
Tal vez lo que decía el abogado Bingham se aplique también hoy, como sucedió después de 2007. El país tiene la sensación de que necesitará un nuevo Gobierno cuando llegue el momento. Si es así, puede que no importe demasiado quién lidere el partido tory en las próximas elecciones. La cuestión crucial será si el país tendrá suficiente confianza en la alternativa laborista.
Traducción de Julián Cnochaert.