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La UE nos ha enviado a los bosnios el mensaje que más temíamos: ya no le importamos

La decisión de congelar cualquier posible ampliación hacia los Balcanes tomada recientemente por la Unión Europea me ha hecho pensar sobre algo sucedido hace al menos un cuarto de siglo. Fue entonces cuando vi la bandera de la Unión por primera vez. Era un refugiado bosnio de 16 años, de pie en medio del barro. Sostenía un paquete de ayuda humanitaria. La caja que acababa de recibir contenía arroz, harina y otros productos de primera necesidad que tenían que durarme dos semanas.

Saqué una lata de carne y al lado vi un círculo de estrellas doradas que deslumbraban sobre un fondo azul. Debajo, un texto en el que podía leerse: “Donado por la Comunidad Europea”.

No era así como imaginábamos nuestra futura relación con la Unión Europea. Suponíamos que su bandera representaba nuestra aspiración a una mejora en el estado de las cosas, un estadio superior más próximo a nuestra herencia como país más diverso de Europa.

No esperábamos una lata de carne, sino un sueño, el de sumarnos a una comunidad de tolerancia y fronteras abiertas, lo que nos permitió superar una época muy difícil. Nos dio esperanza porque, en el fondo, sabíamos que pertenecíamos. Esa fe en lo que representaba la Unión Europea estaba grabada en nuestra genética.

Pero esas puertas parecen haberse cerrado tras la decisión tomada por los líderes de la Unión Europea de bloquear el comienzo de las negociaciones de adhesión con Macedonia del Norte y Albania. Describir esa decisión como perjudicial para los Balcanes occidentales es moderado. Es un golpe para las fuerzas políticas progresistas de la región, las mismas que han trabajado muy duro para construir nuestro futuro dentro de la Unión.

Ahora sabemos que pese a la inmensa inversión de capital político destinada a poner fin a nuestras históricas disputas, asumir complicadas reformas y llegar a compromisos dolorosos –de la dimensión de cambiar el nombre de un país, como Macedonia hizo hace poco para tranquilizar a Grecia-- no ha sido suficiente para entrar en la fortaleza europea. La Unión Europea nos ha enviado el mensaje que más temíamos: A la UE ya no le importamos. No le importa lo suficiente.

Dejarnos fuera del club no es lo peor de todo: congelar el proceso de integración europea aumenta el riesgo de alimentar el populismo, contribuir a la inestabilidad y llevar a la región a un limbo geopolítico. Las consecuencias tendrán que ser mitigadas por una serie de políticas inteligentes e la UE y una mayor implicación en la zona. Para Bosnia en particular, esta puede ser la única salida ante su compleja situación actual. Puede no resultar evidente para los líderes actuales del bloque comunitario, pero la Unión Europea y Bosnia nacieron de valores similares y paralelos.

La Unión Europea fue establecida por el Tratado de Maastricht (en sustitución de la Comunidad Europea) el 7 de febrero de 1992. Tan sólo tres semanas más tarde, Bosnia votó en referéndum convertirse en un Estado independiente. En Bosnia vimos esa coincidencia como un modo de entrelazar nuestro destino común.

Como hacían los fundadores de Europa, veíamos nuestra diversidad como una fortaleza y nos inspirábamos en el optimismo que se extendía a lo largo del continente. Nuestra joven nación se levantó sobre la narrativa de que acabaríamos por sumarnos a la Unión Europea. De ahí nacimos y nunca valoramos un futuro diferente. Pero lo que sucedió lo fue.

A nuestra devastadora guerra le sucedieron décadas de estancamiento, tensiones étnicas e intentos por avanzar en reformas que no fructificaron. Solo en los últimos cuatro años, el 5% de nuestros ciudadanos ha salido del país. El Parlamento no se ha reunido una sola vez este año y más de un año después de la celebración de las últimas elecciones, sigue sin formarse un ejecutivo.

La retórica de la secesión y la guerra son duraderas. Bosnia se ha separado más que nunca de la Unión Europea y se encuentra ahora en medio de una crisis política y existencial de grandes dimensiones. Corre, incluso, el riesgo de desintegrarse. Es, según el Presidente Emmanuel Macron, “una bomba de relojería” a punto de estallar a las puertas de la Unión Europea.

Nuestros líderes tienen parte de culpa. Les han faltado visión, capacidad e integridad para lograr que nuestro país avanzara. Muchos bosnios siguen estancados en las divisiones étnicas y siguen apoyando a los mismos partidos nacionalistas de siempre.

En todo caso, la falta de efectividad de los políticos y un electorado en su mayor parte miope son más la consecuencia que la causa profunda del problema. La culpa recae directamente sobre el sistema en el que operan y que por defecto produce tales resultados.

El sistema de gobierno creado por el anexo cuarto del Acuerdo de Paz de Dayton –nuestra constitución-- es conocido por su complejidad, falta de efectividad e impacto en cuanto a discriminación. Una población de tres millones de personas tiene tres presidentes, 14 primeros ministros, 180 ministros y más de 700 diputados en 14 parlamentos.

La tensión se perpetúa por la celebración de elecciones y un complejo sistema de nombramientos de base étnica que no dejan de enfrentar a cada uno de los tres colectivos. El bloqueo en la toma de decisiones se ha convertido en la principal herramienta política y el callejón sin salida se convirtió hace mucho en la norma. Alrededor del 15% de la población, entre la que se incluyen las minorías judía y gitana son, en la práctica, ciudadanos de segunda clase y no pueden presentarse a cargos públicos.

Después de más de dos décadas de soluciones artificiales ha llegado la hora de que reconozcamos que el Acuerdo de Dayton fue un instrumento útil para terminar con la guerra, pero dio paso a un sistema injusto e insostenible. La crisis es real pero el modo en que Macron la valora es, definitivamente, muy poco útil. La Unión Europea debe ayudar a Bosnia a poner en marcha un nuevo cimiento constitucional para que pueda reconstruir sus estructuras políticas desde abajo.

La élite gobernante se resistirá. Son los únicos que tienen algo que perder si sucede algo así. Son miles las familias que dependen de un sistema corrupto e ineficiente y la clase política, como es de esperar, no va a poner facilidades para que todo eso termine.

Dicha pérdida debe ser reconocida y gestionada con cuidado a través de una mezcla de incentivos, presión y redes de seguridad que avancen junto a la modificación constitucional. El proceso conllevará también un riesgo real: la reapertura de un acuerdo de paz de referencia y un reequilibrio de los compromisos históricos en un momento en el que Bosnia se encuentra en una situación geopolítica cada vez más precaria.

Pero el riesgo de no hacer nada es más grande. Seguir como si nada sucediera terminará permitiendo que los líderes del país basculen hacia los países del Golfo, Rusia y China, lo que perjudicará las posibilidades de cohesión del país y algún futuro en la Unión Europea, sobre todo ahora cuando el único consenso nacional que parecía existir –la esperanza de una integración en la Unión Europea-- parece pospuesta definitivamente. Será cada vez más difícil para Bosnia evitar convertirse en campo de pruebas de una nueva guerra fría.

El Consejo Europeo y la nueva Comisión tienen que ser más valientes y ambiciosos. Nuestros valores comunes y nuestra estabilidad están en juego. La alternativa es que Bosnia se convierta en un Estado fallido a las puertas de la UE y al que solo le queden banderas europeas en paquetes de ayuda humanitaria. Ese sería un recordatorio triste de aquel sueño no cumplido.

Boriša Falatar es economista bosnio y profesor en Sciences Po, París. Fue candidato a las elecciones presidenciales bosnias de 2018 por el partido Naša Stranka, miembro de la Alianza Liberal Democrática por Europa.