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Buscar sola a tu padre desaparecido bajo el régimen de Al Asad: “No me creeré su muerte hasta ver su cuerpo”

William Christou

Damasco —

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La última vez que Alaa Qasar vio a su padre, en 2013, él la observó con detenimiento, como si intentara grabar su rostro en su memoria. Moutaz Adnan Qasar había vuelto a reunirse con ella tras ser liberado por las fuerzas de seguridad de Bashar Al Asad, que lo habían arrestado e interrogado después de que él sacara a su familia del asediado suburbio de Ghouta, en Damasco. Ya junto a sus seres queridos, puso a sus tres hijos en fila y los miró fijamente. Al día siguiente, Moutaz fue detenido de nuevo y nunca más se supo de él.

“Nos dijeron que regresaría al día siguiente, pero no lo hizo. Sostenían que hablaba con terroristas, pero no era cierto. Él solo iba a trabajar y después a casa”, dice Qasar, que tiene 29 años, trabaja como secretaria en Damasco y es la mayor de sus hermanos.

Alaa Qasar es una de los cientos de miles de sirios que siguen buscando a sus seres queridos, dos semanas después de la caída del régimen de Asad y la apertura de los centros de detención. Desde 2011, más de 136.000 sirios fueron detenidos por el régimen de Asad y recluidos en numerosos centros de detención y prisiones donde los guardias intentaron doblegar la voluntad de los disidentes mediante la tortura y el hambre. La mayoría siguen desaparecidos.

Qasar ha pasado los últimos 11 años buscando a su padre. Cuando habló con abogados y funcionarios de seguridad, no recibió información alguna. Durante su búsqueda, su familia fue acosada por los llamados mediadores, intermediarios que decían poder ayudar a las familias a dar con el paradero de sus seres queridos desaparecidos, e incluso a conseguir que fueran excarcelados, a cambio de una comisión. Finalmente, le dijeron que su padre estaba recluido en Sednaya, conocida como el “matadero humano”, una de las prisiones más infames de Asad.

Cuando a finales de noviembre los insurgentes recorrieron el país liberando prisioneros a su paso, Qasar no podía creer lo que veía. Empezó a albergar esperanzas a medida que se acercaban a Sednaya, a solo 20 kilómetros de Damasco. Luego Asad huyó y los insurgentes abrieron las puertas de la prisión, pero su padre no apareció.

Pero Qasar no se dio por vencida. Circulaban rumores de celdas subterráneas en Sednaya, de centros de detención tan secretos que solo los altos dirigentes conocían su ubicación. Visitó Sednaya y no encontró ninguna celda subterránea. Fue de prisión en prisión, buscando a personas que aún no habían sido reclamadas, pero su padre no aparecía.

Pronto, los registros de la prisión se convirtieron en una base de datos electrónica. Qasar introdujo el nombre de su padre en el buscador y obtuvo una coincidencia. El registro indicaba que le habían expedido un certificado de defunción unos años atrás.

“No lo creeré hasta que vea su cuerpo. He oído hablar de personas a las que se expidieron certificados de defunción, pero resultó que habían sido liberadas años antes”, dice Qasar. “Supimos de una viuda que se volvió a casar y su marido apareció el día de su boda”.

Asesinados en prisión

Para Fadel Abdulghany, director de la Red Siria de Derechos Humanos (SNHR, por sus siglas en inglés), no fue una sorpresa que la mayoría de los desaparecidos no siguieran en prisión. Desde que el régimen de Asad comenzó a reprimir las revueltas pacíficas en 2011, Abdulghany ha recopilado los nombres de miles de sirios detenidos y desaparecidos por la fuerza.

Al compararlos con los certificados de defunción emitidos por el régimen de Asad, descubrió que la gran mayoría de los desaparecidos habían sido asesinados en prisión. Aunque era una extrapolación basada en la gran cantidad de casos que había recopilado, lo consideró un indicador alarmante. Más tarde, una filtración de alguien que trabajaba en el régimen de Asad, la cual incluía un registro que incluía certificados de defunción no publicados, confirmó sus temores.

Cuando los insurgentes empezaron a abrir las cárceles, la SNHR documentó la liberación de 31.000 personas, lo que implicaba que más de 100.000 seguían desaparecidas. Abdulghany salió en televisión para advertir a la población que debía prepararse para la posibilidad de que sus seres queridos no reaparecieran. “Tenía un deber moral con mi pueblo y no quería causarle un impacto innecesario”, dice, para explicar por qué no lo había dicho antes.

Buscar entre cadáveres

Qasar sigue buscando. Vio un mensaje en Telegram que informa del hallazgo de un nuevo lote de presos fallecidos, entregado al hospital Mujtahid de Damasco. Se dirigió al hospital, pero al llegar a la entrada de la morgue la frenó un empleado que insistía en que no habían recibido más cuerpos. Qasar mostró la foto al empleado y éste suspiró: “Son los mismos cuerpos, solo que su piel ha empezado a cambiar con el tiempo”.

Qasar se empeñó en entrar para comprobarlo una vez más. Una fila de personas que buscaba a sus familiares la siguió. Un hombre tenía un papel con 18 nombres escritos: todos seres queridos, ninguno de ellos tachado.

Qasar abrió la puerta de la morgue. En el suelo yacen 12 cadáveres cubiertos por bolsas de plástico blancas y con cremallera. Un hombre siguió a Qasar al interior, tapándose la nariz con el cuello de su suéter, pero huyó pronto, repelido por el olor. Qasar se quedó. Se agachó y levantó suavemente el plástico blanco que cubría cada uno de los cuerpos, deteniéndose para estudiar sus rostros, tal como su padre había hecho con ella 11 años atrás.

Se dirigió a las cámaras mortuorias y, una por una, abrió las compuertas y sacó las camas refrigeradas donde los cuerpos yacían inmóviles. Algunos tenían marcas evidentes de tortura: les faltaba carne en las mandíbulas, la piel estaba ennegrecida por electrocución, los cuellos están hinchados por ahorcamientos. Todos estaban demacrados, sus costillas sobresalían de debajo de la piel y dos dedos bastaban para rodear sus esqueléticos brazos. Otros parecían dormidos. Qasar se detuvo especialmente en un hombre, cuyo cabello negro con raya al medio le caía suavemente sobre la frente.

Cerró el último cajón. Ninguno de ellos era su padre. Cuando no podía identificar el rostro, buscaba un pequeño tatuaje en la muñeca, el cual consistía en las primeras iniciales del nombre de su padre y el de su esposa: AM. Se había hecho el tatuaje justo antes de que él y la madre de Qasar se comprometieran.

La fila de personas continuó su procesión arrastrando los pies detrás de Qasar, cada una deteniéndose a mirar a los muertos cuando le llegaba su turno. “Parecía un museo. Empecé a tener la esperanza de no encontrar a mi padre allí. No quería verlo así”, dice Qasar.

Solos en la búsqueda

El régimen de Asad dividió su represión en diferentes ramas e instalaciones, cada una con sus propias prisiones y centros de detención. Todos juntos formaban una caja negra en la que personas como el padre de Qasar desaparecían para nunca más ser vistas. Y cuando el Gobierno de Asad y sus carceleros huyeron, no dejaron tras de sí ningún plano que ayudara a navegar por el intrincado aparato de seguridad que habían controlado durante 54 años. En su lugar, dejaron que personas como Qasar y los cientos de miles de sirios que buscaban a sus seres queridos desaparecidos se las arreglaran solos.

En su búsqueda, Qasar y otros se enfrentaron a las terribles herramientas que el régimen de Asad utilizaba para oprimir a su pueblo. Tuvieron que explorar meticulosamente cámaras de tortura, en busca de cualquier pista que pudiera revelar el destino de los desaparecidos. Se vieron obligados a contemplar los rostros de decenas de personas torturadas que yacían en las morgues e imaginar con insoportable detalle el dolor que sus familiares podrían haber sufrido.

Hamdan Mohammed, de 28 años, es un farmacéutico que vive en Damasco y busca a su tío Qadior Masas. “Por supuesto, lloraba cuando veía los cadáveres, pero el horror no era esto. El horror sería acabar encontrándolos allí”, dice.

Fuera del hospital Mujtahid, Qasar hacía una pausa para planear su visita a otro hospital en el que, según se dice, hay más cadáveres. Otras familias se arremolinaban en las paredes del complejo, donde hay expuestas fotos de cadáveres para que la gente los identifique. Un hombre vende un librito con versículos del Corán destinados a ser leídos en los funerales.

“Soy la mayor de la familia, así que soy yo quien tiene que hacer esto”, dice Qasar. “No quiero que mi madre vea a estas personas. Así que estoy sola en esta búsqueda para encontrar a nuestro desaparecido”.

Traducción de Julián Cnochaert.