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La verdad sobre las cárceles femeninas de series como Orange is the New Black

Christia Mercer

En Estados Unidos viven el 5% de las mujeres de todo el mundo y el 33% de las mujeres encarceladas. Una proporción mayor, tanto per cápita como en términos absolutos, que en cualquier otro lugar del mundo. Aunque esto solo supone el 7% del total de prisioneros en Estados Unidos, las estadísticas no reflejan las singulares y horribles circunstancias a las que muchas mujeres encarceladas se enfrentaron antes de ser condenadas.

Son chicas que fueron víctimas cuando eran pequeñas, fueron ignoradas en precarias escuelas y desprotegidas por los servicios sociales. Chicas que abandonaron el instituto, que se automedicaron con alcohol o con drogas ilegales y, después, cometieron errores que las lanzaron de lleno a un sistema carcelario de escala industrial.

La realidad sobre las dificultades de estas mujeres nos explota en la cara en un nuevo informe publicado hace unos días por el Vera Institute of Justice y el Safety and Justice Callenge. Dice que las mujeres conforman el grupo demográfico que más rápido crece en las cárceles de EEUU. También cuenta que esta situación es la que agrava las desventajas sociales a las que hacen frente.

Estados Unidos hace un flaco favor a la población de mujeres prisioneras al encerrarlas sin haberles dado una primera oportunidad en la vida, mucho menos una segunda.

Un impactante 32% de mujeres encarceladas en Nueva York fueron víctimas de violación antes de ser arrestadas. En la prisión de Nueva York en la que enseño como voluntaria a través de Justice in Education Initiative de la Universidad de Columbia, el 82% de las mujeres sufrió graves abusos psicológicos o sexuales cuando eran pequeñas y el 75% vivió violencia física por parte de sus parejas durante la edad adulta.

Aunque cerca del 18% de los residentes de Nueva York son negros, un estudio muestra que las mujeres negras constituyen el 42,6% de las reclusas; muchas de ellas vienen de barrios económicamente deprimidos en los que hay escuelas poco adecuadas y poco apoyo para las chicas problemáticas que han sufrido abusos.

De las ocho mujeres a las que impartí clases a través del programa de Columbia este verano, siete eran negras. En el momento de las detenciones, el 43% de las mujeres en prisiones de Nueva York no han terminado el instituto y más de la mitad tiene problemas relacionados con el abuso de algunas sustancias.

He llegado a conocer bien a algunas de esas mujeres. Se supone que a clase no vamos a hablar de temas personales, pero no puedes enseñar literatura y filosofía en prisión sin descubrir algún trauma del pasado, temores presentes o qué tipo de personas han terminado detrás de los barrotes.

Mis estudiantes son tan realistas que no pestañean al repasar los errores que cometieron cuando eran adolescentes o las terribles cosas que les hicieron cuando eran niñas. Escucho los ecos de los abusos que sufrieron cuando discuten el futuro de Casandra e Ifigenia en la trilogía de la Orestíada de Esquilo, en la artimaña mal intencionada que protagoniza Malvolio en Noche de Reyes de Shakespeare o en la pureza de alma de Sócrates cuando, en calma, bebe cicuta en su celda.

Hace aproximadamente dos milenios, Clemente de Alejandría resumió la visión de muchos de sus contemporáneos así: “Actuar es el sello de hombre. Sufrir es el sello de la mujer”. Tendrían que pasar cientos de años de lucha antes de que las mujeres se considerasen aptas para ser miembros activos de la sociedad y para que se desterrase la idea de tratarlas como a víctimas naturales por nacimiento.

La esclava Sojourner Truth se levantó entre abucheos y gritos en 1853 y defendió los derechos de las mujeres –también los de las mujeres negras– cuando reconoció: “A todas nosotras nos han hundido de tal manera que nadie pensó que podríamos volver a levantarnos”.

Esto ha persistido, pero mis estudiantes se están levantando y creando sus propias primeras oportunidades. A pesar del alambre de espino, de los muros de acero y del constante miedo a los abusos y al aislamiento, han aprendido a centrarse en las tareas de las clases, haciéndolo lo suficientemente bien como para entrar en el programa de Columbia.

A pesar de tener que tomar apuntes a mano y hacer exámenes en aulas asfixiantes, se deleitan al entender ideas profundas. Me dan constantemente –a mí, que supuestamente soy la experta– nuevas percepciones sobre sutilezas filosóficas y literarias de los libros que llevo enseñando años.

Estas mujeres se merecen una segunda oportunidad. Barack Obama ha hecho hincapié en la importancia de la clemencia para los prisioneros, concediendo más conmutaciones y perdones que los últimos nueve presidente juntos y más que ningún otro presidente en casi un siglo. Y como la junta de libertad condicional de Nueva York tiene un mal registro a la hora de ver redención incluso en los reclusos con mejores comportamientos, mis estudiantes tienen un muro más alto que escalar cuando ya no han podido caer más bajo.

Pero si nuestro presidente y otros a los que nunca les han faltado oportunidades empiezan a hablar de estas mujeres, de los abusos que sufrieron cuando eran niñas y animan a la junta de libertad condicional a que les otorgue clemencia, quizá empecemos a ver una atisbo transformador de libertad. Las juntas que conceden clemencia y los gobiernos quizá podrían dar una segunda oportunidad a las mujeres que no tuvieron la primera.

Traducido por Cristina Armunia Berges