Qué puede hacer Carlos III (o no) para reformar la imagen de la monarquía
La intención del rey Carlos es reinar -él diría “servir”- exactamente como lo hizo su madre. Toda su vida la ha pasado a la sombra de la actuación de su madre, y le han guiado en cada cambio de papel del titular del trono. Sabe que Reino Unido veía a la reina como la apoteosis de la monarquía constitucional. Es poco probable que tenga un reinado largo, y no querrá traicionar el legado de su madre.
Hasta aquí cualquier similitud entre el rey Carlos III y la reina Isabel II. La razón es sencilla: el trabajo como monarca a día de hoy puede ser formulista, incluso casi robótico, pero aun así lo dirigen seres humanos. Puede que Carlos III ejecute las ceremonias que se le requieran de forma impecable. Tiene práctica con el tedio de los deberes públicos y comparte con su madre la capacidad de aliviar el ritual con el humor. La madurez también ha diluido los riesgos de mal comportamiento y chismorreos que acompañaron su juventud y su primer e infeliz matrimonio. Pero madre e hijo tienen una personalidad muy distinta.
Puede que esto solo importe al margen de la Constitución, en el trato que tiene un rey por necesidad constitucional con su ahora primera ministra y la maquinaria del Parlamento. Tiene que respetar las obligaciones de imparcialidad de la monarquía, consagradas por la costumbre y la práctica al menos desde la dinastía Hannover. Ya pasaron a la historia los tiempos en los que el monarca podía “elegir” o “invitar” a discreción a que un primer ministro obtuviera el más que probable apoyo parlamentario.
Aun así, esta terminología todavía puede provocar crisis. La última ocurrió en 1963, cuando al Partido Conservador le faltó un proceso formal para elegir a su líder y varios candidatos dieron un paso adelante para suceder a un enfermo Harold Macmillan. En aquel caso se encontró lo suficientemente bien como para recomendar a Lord Home como su sucesor, pero esto no salvó a la reina de la aparente aprobación de una transferencia de poder secreta y oligárquica.
Otras tensiones posteriores han estado relacionadas con parlamentos sin mayorías absolutas que garantizaran la gobernabilidad, lo que en Reino Unido supone que el primer ministro que estuviera en el poder antes de esas elecciones es el primero que puede intentar formar Gobierno. Sucedió en 1974 con el conservador Edward Heath y en 2010 con el laborista Gordon Brown. Ambas situaciones se resolvieron a través de negociaciones con cargos de palacio, como era costumbre y práctica. Una crisis distinta surgió cuando en 2019 Boris Johnson intentó involucrar a la monarca en una prórroga ilegal del Parlamento, algo que no dejó sin efecto la monarca, sino el Tribunal Supremo. En todos estos casos, el protocolo dejó a la monarca fuera de toda polémica. Pero puede que Carlos se sienta con derecho a jugar un papel más activo.
No oculta sus opiniones
Hay diversos problemas que pueden surgir en otros asuntos, pues es obvio que Carlos es una figura pública con firmes opiniones sobre prácticamente cualquier asunto que caiga en sus manos. No oculta su forma de ver asuntos tan diversos como el cambio climático, la agricultura, la medicina alternativa, la conservación y la arquitectura moderna. Siempre insiste en que sus opiniones son personales y no “monárquicas”, pero siguen siendo opiniones.
En 2014, la obra de teatro King Charles III de Mike Bartlett retrató a un Carlos que renunciaba, por una cuestión de conciencia, a dar la sanción real a una ley aprobada por el Parlamento que ponía fin a la libertad de prensa. Reivindicaba su prerrogativa real, un poder que tradicionalmente se delega en el primer ministro. Esto dejaba al primer ministro ante una disyuntiva: aprobar una ley “ilegal” o bien pedir la abdicación de Carlos en favor de un Guillermo más complaciente. En la obra, sucedía esto último. Una crisis similar golpeó a Bélgica en 1990, cuando el rey Balduino se negó a firmar la ley del aborto y se le permitió abdicar durante un día. La obra de Bartlett debió de provocar en Carlos al menos cierto escalofrío de reconocimiento.
El monarca mantiene una audiencia semanal con el primer ministro o primera ministra en condiciones de absoluta confidencialidad. Hay razones para pensar que Carlos pueda ver esto como una buena oportunidad para bombardear a una desafortunada premier con sus reacciones a lo que sucede. Puede que simplemente esté conversando con la persona más influyente del país, pero eso -por sí mismo- es una posición de influencia. Carlos es un hombre con pasión intelectual, una versión regia de David Attenborough. Ambos creen que tanto la nación británica como el planeta Tierra se enfrentan a una catástrofe y puede que Carlos vea eso por encima de detalles constitucionales.
Un trono más informal
El peligro es la certeza casi absoluta de filtraciones. De un palacio rodeado constantemente de acusaciones de presión e interferencias políticas. Siempre habrá un sector de la opinión pública que piense que la reina fue demasiado exigente en eso de “reinar hasta la muerte” y que tendría que haberse retirado con dignidad en algún momento. Carlos no es joven y no es la reina. Será vulnerable frente a la atractiva presencia de su hijo Guillermo, que extiende sus alas y tiene un perfil destacado.
Donde el nuevo monarca podría marcar un antes y un después es, sin duda, en reformar la imagen de la monarquía. Mientras Isabel era una purista de la tradición, Carlos es conocido por querer relajar y dar un carácter más informal al trono. Se rumorea que quiere salir del Palacio de Buckingham, reconvertirlo en un bloque de oficinas reales y un museo, y quedarse con Clarence House como su residencia londinense. Un gesto popular sería unir los extensos jardines privados del palacio con el Green Park colindante y formar así un corredor verde desde el céntrico Whitehall -donde se encuentran Downing Street y otros edificios gubernamentales- hasta el Palacio de Kensington.
Carlos también estaría bien aconsejado si desmantelara gran parte de la parafernalia que se construyó alrededor del concepto de familia real de su madre. Puede que sea necesario que haya un heredero al trono, pero no hace falta que una familia extensa disfrute -o, más a menudo, soporte- una publicidad y un estilo de vida desconocidos para la mayoría de las realezas europeas. Convertir a sus vástagos y sus relaciones en un ejército de famosos que saltan a la palestra fue un error de la reina, uno al que sería útil que Carlos pusiera fin.
La monarquía británica es una curiosidad de la historia. Ha suministrado al Estado y a su legado imperial, la Mancomunidad de Naciones, conocida como la Commonwealth, una cabeza visible de destacada estabilidad. Su base hereditaria es defendible solo mientras la monarquía siga siendo fuerte y escrupulosamente impotente. La monarquía, simplemente, es la expresión en forma humana de una cohesión nacional y supuesta veneración. Pero conserva esa estabilidad y veneración evitando la controversia. El nuevo rey británico es un ostentoso polemista. Su reinado, como mínimo, no será aburrido.
Traducción de María Torrens Tillack
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