De las primeras épocas de mi carrera como periodista recuerdo un viaje a los barrios periféricos de Washington para entrevistar a familias de refugiados. Cuando terminé, a las siete de la tarde, nevaba y los trenes habían dejado de funcionar. El responsable de una asociación de la zona se ofreció a llevarme en coche y acepté.
Mientras conducía comenzó a hacer comentarios sobre mi aspecto y a preguntarme si tenía novio. Yo lo esquivé una y otra vez volviendo al tema del artículo en el que estaba trabajando, pero en un semáforo en rojo él aprovechó para tocarme el hombro. Fue solo un instante pero mi corazón comenzó a latir más deprisa. Empecé a preguntarme si podría abrir el pestillo, si debía o no saltar, pero no hice nada. Esperé hasta que entramos a la ciudad para salir rápidamente del coche y decirle que podía llegar caminando a casa.
Han pasado años desde ese momento, que en mi recuerdo sigue representando la primera y también más leve amenaza que he sentido en mi trabajo como periodista mujer y no blanca. Tanto en Virginia Occidental como en Nueva York o en Nueva Delhi, saber cómo protegerme durante mi trabajo como reportera se ha convertido en una parte fundamental de mi actividad.
Y no soy un caso aislado: la mayoría de las mujeres que trabajan en este sector revisan sus mensajes de texto antes de enviarlos para evitar malinterpretaciones, eligen cuidadosamente la ropa para las entrevistas, el tipo de transportes que emplean y los lugares donde se quedan cuando tienen que dormir fuera por trabajo.
En una encuesta de 2018 de la International Women's Media Foundation y Trollbusters, un 58% de las mujeres respondió haber sufrido hostigamiento o amenazas en persona, y un 28% dijo haber sufrido agresiones. Así que cuando aparece una película como Richard Jewell repitiendo el poco real y aburrido cliché de la mujer periodista que se acuesta con una de sus fuentes, lo único que hace es complicarnos la vida un poco más.
Richard Jewell, la última película de Clint Eastwood, recrea la historia real de un guardia de seguridad acusado por error del atentado de los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996. Pero la extraña interpretación que la cinta hace de la historia real ha terminado por crear a una nueva víctima: Kathy Scruggs, la reportera del periódico Atlanta Journal-Constitution que dio a conocer la existencia de una investigación contra Jewell. En su interpretación, la actriz Olivia Wilde pinta a Scruggs como una seductora femme fatale que escribe mal y es poco prudente como reportera.
En una escena especialmente desconcertante, vemos a Wilde en un bar tratando de encandilar al agente del FBI interpretado por Jon Hamm (su personaje es un compendio de varios agentes reales) para que le diga el nombre del sospechoso bajo investigación. “Si el sexo no te ha servido para sacárselo al otro policía, ¿qué te hace pensar que te va a servir para sacármelo a mí?”, le pregunta Hamm justo antes de decirle el nombre del sospechoso. “¿Conseguimos una habitación o vamos a mi coche?”, responde Wilde, en su interpretación de Scruggs.
Esa escena jamás sucedió en la realidad. Scruggs era una figura polémica en la sala de redacción y en el libro periodístico sobre el caso que la película usa como materia prima, los autores Kent Alexander y Kevin Salwen la describen como una periodista fuerte, cabezota y de camisas escotadas. Pero no hay ninguna prueba de que se haya acostado con ninguna de sus fuentes. De hecho, ella ya tenía el dato del nombre de Jewell cuando se acercó en el bar a un agente del FBI para simplemente confirmar esa información.
Esa escena sin verificar solo sirve para sumar al personaje de Wilde al grupo de mujeres periodistas que en las películas seducen a sus fuentes. Como escribe Sophie Gilbert en The Atlantic, antes que la Scruggs de Wilde ya lo hicieron Zoe Barnes, en House of Cards (Netflix); Camille Preaker, en Sharp Objects (HBO); y Rory Gilmore, en Gilmore Girls. Una mentira que sigue extendiéndose gracias a personas como el presentador de Fox Jesse Watters, que en un programa reciente dijo que las reporteras se acuestan con sus fuentes “todo el tiempo”.
Imaginen la carga que suponen estas declaraciones para las mujeres que tienen que cumplir con los requisitos básicos de su trabajo. Como me dijo una colega periodista, la difusión de este cliché no hace más que exacerbar el hecho de que las reporteras “tengamos que preocuparnos por parecer creíbles antes de que alguien más nos sexualice”. Ella se ve ahora ante el dilema de usar o no maquillaje, de encontrarse o no con una fuente en un lugar y hora determinados... Despejar todas las posibilidades dudosas puede terminar significando quedarse sin pista o sin historia.
Otra editora de The Guardian me habló de la buena relación que había establecido con una fuente mientras planeaba hacer un reportaje. Hasta que lo conoció personalmente y él comenzó a deslizar comentarios sobre su aspecto mientras hablaban. Luego se olvidó de contarle, precisamente, que para apreciar su trabajo como operario de una máquina tendría que compartir un espacio estrecho con él. Mi compañera terminó por verlo trabajar desde lejos.
Además de esta rutina de las pequeñas luchas diarias de las mujeres periodistas, hay amenazas más severas como la horrible agresión sexual sufrida por la reportera Lara Logan durante las protestas de Egipto. O la agresión sexual y el asesinato de Kim Wall a manos de una de sus fuentes. O todas las periodistas chinas que dicen haber sido forzadas a tener relaciones sexuales. Y no es algo que suceda en secreto, como sugieren las películas. Ni siquiera la presencia de una videocámara transmitiendo protege a las reporteras que tratan de hacer su trabajo, como demuestran las reporteras del Mundial de fútbol acosadas en pantalla o la periodista manoseada en Georgia mientras cubría una carrera.
Años después de aquel inquietante primer enfrentamiento de Washington tuve que entrevistar a una persona de la industria tecnológica. Llevaba años aprendiendo a protegerme (una vez incluso me rompí un dedo del pie mientras huía literalmente de alguien que me acosaba) pero en esa ocasión pensaba estar a salvo. Hasta que la persona se inclinó y me dio un beso en la mejilla.
Pensé que tal vez era un beso amistoso, que tal vez él lo consideraría como algo completamente inocuo, pero en cualquier caso me sirvió de recordatorio. No importaba lo profesional que yo fuera, una y otra vez iba a malgastar mi energía siendo recordada que soy una periodista mujer. Los creadores de películas como Richard Jewell nunca entenderán por qué la torpeza de su guión lo ha vuelto aún más difícil.
Traducido por Francisco de Zárate