Los coches nos están matando y hay que erradicarlos
La gota que colma el vaso: un minibús aparcado en la puerta del hospital y con el motor en marcha. El conductor jugaba con su móvil mientras el humo del tubo de escape se metía en el patio de entrada. Me acerqué a la ventanilla y le pedí que apagara el motor. De mala gana, me hizo caso. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que llevaba un uniforme del Servicio Nacional de Salud. Entré al patio, caminé por un pasillo y llegué hasta la unidad de cáncer (esta vez no por el cáncer, sino para hablar de cirugía reconstructiva). Después de echar un vistazo en la gigantesca sala de espera, me pregunté cuántos de los allí sentados podían haber enfermado debido a la contaminación atmosférica. Pensé también en los pacientes de otras unidades, en niños con ataques de asma o en los que vienen por heridas de tráfico y por enfermedades provocadas tras una vida de inactividad, una vida en la que las ruedas han sustituido a las piernas. Me quedé impresionado por la cantidad de maneras en la que los coches nos han estropeado la vida.
Ya es ahora de abandonar este desastroso experimento y reconocer que esta tecnología del siglo XIX nos hace más daño que bien. Planeemos una salida. Fijémonos para los próximos diez años el objetivo de reducir en un 90% el uso de los automóviles.
El coche sigue siendo útil, sí, y para algunas personas es incluso esencial. Podía haber sido un sirviente estupendo, pero se ha convertido en un amo que estropea todo lo que toca. Las emergencias que nos presenta también requieren una solución de emergencia.
Uno de sus efectos es bien conocido en los hospitales: en este momento, la contaminación mata en todo el mundo tres veces más que el SIDA, la tuberculosis y la malaria juntas ¿Recuerdan aquello que se decía a principios de siglo, tan repetido por los medios multimillonarios? ¿Aquello de que era mejor emplear el dinero público en la prevención de enfermedades contagiosas antes que en tratar de evitar el cambio climático? Pues por lo que parece, la eliminación gradual de los combustibles fósiles habría sido mucho mejor para la salud (por no hablar, claro, del falso dilema que se nos presentaba: nada impedía gastar dinero en las dos). Según una investigación reciente, quemar combustibles fósiles es hoy “la principal amenaza en todo el mundo para la salud infantil”.
En otros sectores, la emisión de gases de efecto invernadero ha disminuido de forma notable. Pero los medios de transporte británicos las han reducido sólo un 2% desde 1990. El objetivo legalmente vinculante del Gobierno era recortarlas en un 80% para 2050 y ahora la ciencia nos dice que ni siquiera eso alcanza. Debido a nuestra obsesión por el coche privado, en Reino Unido y en muchos otros países el transporte se ha convertido en el principal factor detrás del desastre climático.
Hasta el año 2010, el número de accidentes fatales en las carreteras británicas disminuía de forma constante. Hasta que de repente las estadísticas dejaron de mejorar. Hoy hay menos muertes de conductores y pasajeros, sí, pero el número de peatones atropellados ha aumentado un 11%. En Estados Unidos, los datos son aún peores: la tasa de mortalidad anual de peatones se ha incrementado un 51% desde 2009. Parece que hay dos grandes razones detrás del fenómeno: los conductores que se distraen con sus teléfonos móviles y el aumento de los monovolúmenes, más altos, pesados y letales para las personas atropelladas. Conducir un monovolumen en un área urbana se ha convertido en un acto antisocial.
Hay otros efectos más sutiles y extendidos. El tráfico silencia a las comunidades: el ruido, el peligro y la contaminación de las calles muy transitadas hacen que la gente se quede en casa. Lugares en los que los niños podían jugar y los adultos, sentarse a hablar, se mantienen como aparcamientos. Pasamos la vida rodeados por ruido de motores, una gigantesca y apenas reconocida causa de estrés y enfermedades.
Para asegurarnos un lugar en la carretera, nos presionamos unos a otros. Maldecimos y agitamos el puño ante peatones, ciclistas y otros conductores, refunfuñando sobre los límites de velocidad y los controles de tráfico. Los coches también nos han cambiado, alimentando nuestra sensación de amenaza y competición, aislándonos de los demás.
Nuevas carreteras parten en dos los campos, poniendo fin a la paz con su sombra de ruido, contaminación y fealdad. Sus efectos se extienden por muchos kilómetros. Entre otros factores, la deposición del nitrógeno que producen los gases del tubo de escape altera los ecosistemas de refugios lejanos. En el Parque Nacional Snowdonia de Gales, los 24 kilos que caen anualmente por hectárea están modificando radicalmente el ecosistema.
Se libran guerras para abaratar la gasolina necesaria para conducir. Cientos de miles de personas han muerto en Irak debido, en parte, a ese objetivo. Para extraer los materiales con que se fabrican los coches y para alimentarlos, llenamos la tierra de agujeros con minas y pozos. Luego la envenenamos con los derrames de petróleo y los desechos tóxicos.
Pasar al coche eléctrico sólo solucionará algunos de estos problemas. Ya hay lugares hermosos en proceso de destrucción debido a la fiebre de los materiales que hacen falta para fabricarlos. La minería de litio, por ejemplo, está envenenando ríos y agotando aguas subterráneas desde el Tíbet hasta Bolivia. Los eléctricos también necesitan mucha energía y espacio. También necesitan neumáticos que, por la complejidad de su composición, no pueden ser reciclados y se han convertido en un enorme problema medioambiental.
Nos dicen que el coche es la expresión de la libertad individual. Pero la planificación estatal y sus subvenciones están presentes en cada una de las etapas de esta agresión contra nosotros mismos. Se construyen carreteras para satisfacer un tráfico estimado que inmediatamente después crece hasta quedar de nuevo al límite de capacidad. Las calles se diseñan para maximizar el flujo de coches. Peatones y ciclistas están en segundo lugar para expertos en urbanismo que los relegan a espacios estrechos y, muchas veces, peligrosos. Si pagáramos a precio de mercado el espacio de aparcamiento en la calle, en las zonas más ricas de Gran Bretaña los doce metros cuadrados necesarios por coche costarían unos 3.500 euros al año. En el caos de nuestras carreteras hay mucha planificación estatal.
El Estado debe planificar el transporte, pero con el objetivo radicalmente diferente de maximizar su beneficio social y minimizar el daño. Esto significa un cambio hacia un transporte público y eléctrico en su mayor parte, hacia carriles bici seguros y separados y hacia aceras más anchas. Significa limitar de forma constante las condiciones que hoy permiten a los automóviles arramplar con todo.
El uso del coche es inevitable en algunos lugares y para algunos propósitos, pero la gran mayoría de los viajes se puede sustituir fácilmente, como demuestran los casos de Ámsterdam, Pontevedra y Copenhague. Casi podríamos borrarlos de nuestras ciudades.
En esta era de múltiples emergencias, con el desastre climático, la contaminación, y la alienación social, es necesario recordar que las tecnologías existen para servirnos, no para dominarnos. Ha llegado la hora de sacar el coche de nuestras vidas.
Traducido por Francisco de Zárate