El resultado no podría haber sido más ajustado. Por un margen del 0,5%, los colombianos han rechazado un acuerdo de paz que habría dado un final formal a 52 años de guerra civil y habría permitido a los 7.000 combatientes que quedan en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) reintegrarse en la vida y la política de la nación. Con sus votos, los ciudadanos han puesto de relieve las profundas divisiones geográficas y políticas del país y lo han dejado, una vez más, al borde de lo desconocido.
Lo que el presidente Juan Manuel Santos presentó a los votantes como una oportunidad histórica se ha convertido en una pesadilla política. Era un acuerdo apoyado por todo el mundo, desde Barack Obama hasta el papa Francisco, aunque los líderes conservadores de la Iglesia católica en Colombia han mantenido un notable silencio sobre el tema. Quizá confiado por las encuestas que predecían una cómoda victoria, el gobierno de Santos, como señaló la semana pasada alguien bien informado, no tenía un plan B.
¿Por qué más de la mitad de los votantes, en un país desgarrado para toda la vida de la mayoría de sus ciudadanos por una guerra que ha matado a 250.000 personas y ha desplazado a seis millones, han rechazado la oferta de paz y las inversiones y prosperidad que esta podría traer?
El largo historial de violencia en Colombia y sus torturadas políticas ofrecen muchas explicaciones posibles: Santos no tiene mucha popularidad y, al poner al comandante en jefe de las FARC, Timochenko, y a sí mismo al frente del acuerdo y organizar esa fastuosa ceremonia de firma una semana antes del referéndum, alejó a tantos votantes como los que atrajo.
“Si hubiera tenido la elegancia de dar un paso atrás y dejar hablar a las víctimas, habría sido totalmente diferente”, opinaba un analista colombiano antes de la votación. “Habría ganado autoridad moral y la gente podría haber votado por la paz sin sentir que les estaban invitando a apoyar a Santos”.
Las repetidas insinuaciones de los defensores del presidente de que Timochenko y él podrían obtener el premio Nobel de la Paz no ayudaron. La gente se quejaba: ¿por qué debería un líder de la guerrilla, con tanta sangre en las manos, ser galardonado con un premio así?
El expresidente de extrema derecha Álvaro Uribe, que mantiene un gran apoyo en su base local de Antioquia, ha hecho fuerte campaña por el no, por motivos ideológicos pero también por su propio interés. Bajo la presidencia de Uribe los asesinatos por parte del ejército y de las milicias de ultraderecha alcanzaron máximos históricos, y al igual que las apropiaciones de tierras que alimentaron buena parte de la violencia en esa fase de la guerra.
Una investigación nacional confirmó el año pasado que casi la mitad del territorio de Colombia está en manos del 0,4% de la población. Incluso aunque el acuerdo se hubiese aprobado, pocos de quienes consiguieron terrenos a través de la violencia paramilitar están dispuestos a devolverlos.
En los días previos al referéndum, los posibles votantes de Medellín –bastión de Uribe– ofrecieron un abanico de motivos para optar por el no: que se permitiría a las FARC mantener los bienes que obtuvieron de forma ilícita. En primer lugar, que una vez que los exguerrilleros entrasen en la política, Colombia acabaría convirtiéndose en una dictadura de izquierdas. En segundo lugar, que los colombianos de a pie tendrían que financiar el acuerdo mientras los hombres de violencia cosecharían las ganancias de la paz. Y en tercer lugar, que quienes tienen las manos manchadas de sangre no serían castigados por los crímenes pasados.
Otros líderes que polarizan menos, como el expresidente conservador Andrés Pastrana, también defendían el no, con el argumento de que el acuerdo haría demasiadas concesiones a las FARC. Planteaba que Santos estaba equivocado al presentar este referéndum como una elección entre la paz y la guerra: en este conflicto político, todas las partes reivindican querer la paz.
Pero para Pastrana, la elección era entre este acuerdo o uno mejor que él consideraba posible. Las propias FARC, insistía el expresidente, habían dicho que no volverían a las armas en caso de que ganase el no.
Aún queda por ver si los rebeldes terminarán entregando las armas y aceptando términos menos favorables. La capacidad de Colombia para la violencia tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha no ha disminuido. Y la autoridad de Timochenko se ha visto agitada por este impactante resultado, al igual que la de Santos: el partido de Uribe no ha tardado en pedir la renuncia del presidente.
En los minutos posteriores al anuncio del resultado final, Timochenko prometió en Twitter que las conversaciones continuarían. Las FARC tuitearon: “El amor que sentimos en nuestros corazones es enorme y, con nuestras palabras y acciones podremos alcanzar la paz”.
Pocos colombianos se sentirán conmovidos por esta declaración de amor de un movimiento con un historial como el que tienen las FARC de secuestros y violencia, pese a algunas peticiones recientes de disculpas por el sufrimiento de las víctimas. Amor infinito a un lado, no sorprendería que muchos de los combatientes rasos de las FARC recurriesen nerviosos a sus armas y volvieran a sus bases.
Cuando un serio presidente Santos salió a pronunciar una declaración, tres horas después del cierre de las urnas, él también insistió en que el alto el fuego sigue en pie y anunció que convocaría a todas las partes para debatir los próximos pasos. Pasó a garantizar la estabilidad nacional, el orden público y la búsqueda continua de la paz. Los colombianos a un lado u otro de este amargo conflicto van a necesitar las tres cosas.
Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo