El Gobierno sirio, acusado de desenterrar ahora a los muertos de Alepo para borrar pruebas
El recuerdo de Fadwa Hallak de lo que ocurrió el día que falleció su marido es borroso. Ibrahim Rahawi murió en 2015 por la metralla de un ataque aéreo o por la de un misil durante el asedio a Alepo, uno de los capítulos más sangrientos y brutales de la larga guerra de Siria.
Hallak y sus dos hijos pequeños ni siquiera pudieron llevar el luto como corresponde. Temerosos de convertirse en blanco de nuevos ataques aéreos del Gobierno sirio y sus aliados rusos, la familia decidió no levantar las tradicionales tiendas de luto para marcar el fallecimiento de Rahawi. “Perdimos lo más importante de nuestras vidas y tras su muerte la vida se volvió aún más difícil”, dice Hallak.
“Cuando Ibrahim murió, los mensajes de pésame se limitaron a las redes sociales. Pero aún así sus restos no estaban a salvo y nosotros tampoco. El régimen llegó a bombardear en varias ocasiones el jardín donde lo enterramos”, añade el hermano de Fadwa.
Alepo, en ruinas
A diez años del inicio de la guerra, lo que queda de la oposición y de los grupos yihadistas se concentra en el noroeste de Siria. Bashar al Asad vuelve a controlar la mayor parte del país, incluido Alepo, pero la suya es una victoria pírrica por definición.
Más de la mitad de Alepo, la antigua joya de Siria, sigue en ruinas y para los que viven bajo el régimen, la reconstrucción sigue siendo una fantasía. El derrumbe de la lira siria ha dejado a más del 80% de la población en la pobreza y sin dinero para pan o aceite para generadores de electricidad.
Mientras la ciudad destrozada lucha por regresar a la vida, ahí siguen los cementerios informales donde están enterrados miles de civiles como Rahawi, un testimonio silencioso de los crímenes contra la humanidad cometidos en Alepo. Aunque tal vez no por mucho tiempo.
Se estima que murieron 31.000 personas en diciembre de 2016, cuando el Gobierno de al Asad recuperó el este de Alepo. Durante cuatro años se lanzaron bombas de barril, bombas de racimo y armas químicas contra la población que vivía en la parte de la ciudad controlada por los rebeldes.
Con las comunidades aisladas unas de otras por la línea del frente y por los controles de carretera, los cementerios se llenaron y no quedó lugar para enterrar a los seres queridos muertos por la violencia. Parques, patios de recreo, jardines... Como descubrió la familia de Rahawi, cualquier espacio posible detrás de la línea de asedio acabó convirtiéndose en el lugar de descanso para los muertos. Poco profundos y cavados a toda velocidad, en muchos cementerios sólo hay lápidas simbólicas.
El Ayuntamiento de Alepo anunció hace poco que va a trasladar a un gran cementerio estatal de las afueras de la ciudad a los cadáveres que descansan en el cementerio improvisado de un parque junto a la mezquita de Salah al-Din, uno de los más grandes. El comunicado del Ayuntamiento pedía a las personas con familiares enterrados allí que se presentaran ante las autoridades para ayudar en las excavaciones y el traslado. De lo contrario, los restos de sus familiares podrían ser trasladados sin previo aviso.
Los desplazados que no pueden regresar a la ciudad temen que los cuerpos de sus seres queridos no sean identificados correctamente en el traslado y los que siguen en Alepo no quieren llamar la atención de los temidos servicios de seguridad de Asad, que supervisan todo el proceso.
El traslado de las fosas también puede tener graves consecuencias para la recogida de pruebas forenses en futuras investigaciones por crímenes de guerra. “Sabemos exactamente dónde está la tumba de Ibrahim: está junto a la entrada del jardín, pero no tiene una lápida, así que los trabajadores del Gobierno no sabrán quién es”, dice Ahmad Hallak, que se trasladó con el resto de la familia al noroeste de Siria, la última provincia controlada por la oposición tras la caída de Alepo. “Es un crimen sobre otro crimen cometido contra nosotros”.
“La noticia fue un shock, fue como volver a vivir la tragedia de la muerte de Ibrahim”, dice Fadwa Hallak. “Todavía no se lo hemos contado a los niños, no hemos encontrado la forma de decírselo”.
Según el doctor Mohamed Kaheel, que dirigía en Alepo la comisión de medicina forense de la oposición antes de convertirse él también en un desplazado, hay como mínimo 5.000 tumbas irregulares repartidas por toda la ciudad, algunas con más de un ocupante.
Muchos, como Rahawi, no tuvieron un funeral apropiado cuando murieron. El asedio también significó que la piedra y el cemento para hacer tumbas más permanentes eran difíciles de conseguir, incluso para las familias que podían pagarlos.
“Una nueva violación” para las familias de los muertos
En 2018, las autoridades de Alepo comenzaron a reubicar los cadáveres de los cementerios irregulares y Asad anunció que habían comenzado los esfuerzos de reconstrucción de la ciudad. Sin embargo, se hicieron pocos progresos en los dos frentes. Sobre todo en la identificación y documentación de los cuerpos en las tumbas improvisadas. Un duro desafío que pronto se abandonó.
Ahora parece que al Ayuntamiento le importa menos la dignidad de los muertos: fotos no verificadas que circulan por redes sociales muestran cráneos y huesos tirados desordenadamente sobre la tierra roja y cementerios que quedan con la tierra y las lápidas removidas.
“Los restos se exhuman de forma humillante, a veces ni siquiera en su integridad, y los transportan de forma poco respetuosa con los muertos. Para los familiares es como una nueva violación”, dice el doctor Kaheel. En su opinión, el traslado no se debe a “ninguna razón real”. “Es para que en el futuro, cuando lleguen las investigaciones criminales, se pierdan muchas pruebas forenses importantes y las familias de los fallecidos nunca sepan toda la verdad sobre los motivos y la forma en que murieron sus hijos”.
Kaheel dice que está dispuesto a proporcionar toda la documentación que se llevó cuando salió de Alepo para ayudar y ha pedido a los organismos de la ONU y de la Media Luna Roja que actúen como supervisores neutrales en el traslado, pero no le han hecho caso. Ahora le preocupa que se pierda la identidad de hasta el 90% de los muertos en Alepo por la guerra.
En la guerra de Siria los cementerios se han convertido en una cuestión muy sensible y politizada. La oposición acusó al régimen de exhumar tumbas tras el ataque químico de Guta de 2013; en Homs, el Ayuntamiento se embarcó en un programa similar al de Alepo en 2018; y hace poco surgieron pruebas de que la temida Cuarta División del ejército sirio había arrasado un cementerio de la oposición en el sur de la provincia de Deraa.
Como dice un informe reciente del think tank Center for Operational Analysis and Research, especializado en Siria y Líbano: “No hay que subestimar la importancia de los lugares de entierro y otros patrimonios culturales... Además de otros graves impedimentos para su regreso, muchos sirios citan el creciente sentimiento de separación de sus comunidades de origen”.
“Los proyectos financiados por donantes que se centran en la rehabilitación de las zonas afectadas por el conflicto, como el oeste de Alepo, deberían tener entre sus principales preocupaciones la posibilidad de que el Gobierno sirio pueda instrumentalizar los lugares de entierro como una forma de castigar a las comunidades opositoras, borrar la memoria de la oposición y eliminar cualquier rastro de resistencia”, dice también el informe.
Los Hallak siguen tratando de rescatar los restos de Rahawi con la ayuda de amigos aún en la ciudad. El objetivo de Fadwa es poder volver un día con sus hijos a visitar a su padre. “Dejamos Alepo, pero sigue en nuestros corazones”, dice su hermano. “Pero volver no es una opción mientras siga Asad”.
Traducido por Francisco de Zárate
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