Oeste de Gales, hace dos fines de semana. Un viejo colchón que probablemente había estado en el mar durante meses antes de ser arrastrado por la marea yace ahora completamente empapado en una playa que de otro modo estaría limpia. Al colchón le falta un gran trozo y el resto se está desintegrando. Representa una amenaza para la fauna y flora del lugar, así que lo arrastramos hasta una parte de la playa donde no llegan las olas con el compromiso de volver para tirarlo cuando ya esté seco.
Sin embargo, ¿cómo te desprendes de un viejo colchón formado por miles de millones de minúsculas partículas de plástico que van perdiendo formaldehído y otros productos químicos potencialmente peligrosos? ¿Lo quemas? ¿El fabricante debería desplazarse y recogerlo? Pueden enviar sus respuestas al ministro de Medio Ambiente, Michael Gove, que se ha comprometido a frenar la marea de desechos plásticos y ha anunciado una consulta sobre un programa de devolución de botellas de plástico en Inglaterra, cuyo objetivo es lograr que la gente recicle más.
Hay que celebrar la iniciativa de Gove, pero es anecdótica y no tendrá ningún impacto sobre el grave y cada vez más importante problema del plástico. El programa está pensado para personas que están hartas de acumular basura y para los espectadores de Planeta Azul, horrorizados por las imágenes de pájaros tragando pajitas de plástico y tortugas ahogadas por bolsas de plástico. Es como si un fumador empedernido renunciara a un solo cigarrillo.
Desde que empezamos a utilizar polímeros para fabricar productos de plástico a gran escala en los años cincuenta, este subproducto de la industria petroquímica, que utiliza alrededor del 6% de todo el petróleo que extraemos al año, se ha extendido a innumerables procesos de fabricación. En estos momentos el plástico es omnipresente y es imposible de evitar. Está en nuestra ropa, en los envases, en las botellas, en los productos electrónicos, en las bandejas de comida, en las tazas y en la pintura.
Nuestros coches dependen de este material, así como nuestros ordenadores, nuestros tejados y las tuberías del desagüe. Es el material de embalaje preferido a nivel mundial. Dormimos sobre él, lo usamos, lo miramos, y estamos en contacto corporal directo con él de una forma u otra todo el día y la noche.
Tal vez tenga grandes beneficios para nuestra sociedad pero lo cierto es que una vez está entre nosotros, el material más famoso de todos los que ha sido capaz de fabricar el hombre no desaparece durante siglos.
Cuando se expone a la luz solar, al oxígeno o a la acción de las olas, no se biodegrada, sino que simplemente se fragmenta en pedazos cada vez más pequeños, hasta que partículas microscópicas o de tamaño nanométrico entran en la cadena alimenticia, el aire, el suelo y el agua que bebemos.
La popular serie Planeta Azul de BBC y una serie de estudios científicos nos han hecho tomar conciencia de la contaminación que azota nuestros océanos, pero todavía nos falta información del impacto que muchos productos químicos sintéticos y aditivos que se usan para dar al plástico sus cualidades tienen sobre nuestra salud.
En los últimos años, se han encontrado microplásticos y fibras diminutas, que miden el ancho de un cabello humano o mucho menos, en una extraordinaria gama de productos, como la miel y el azúcar, mariscos, agua embotellada y del grifo, cerveza, alimentos procesados, sal de mesa y refrescos.
El 95% de los adultos que participaron en un estudio realizado en Estados Unidos presentaban bisfenol A en su orina. En otro, se descubrió que el 83% de las muestras de agua del grifo analizadas en siete países contenían microfibras de plástico. Un estudio publicado la semana pasada evidenciaba contaminación plástica en más del 90% de las muestras de agua embotellada, que eran de once marcas diferentes. Y a principios de este año se descubrió que el río Tame en Manchester tenía 517.000 partículas de plástico por metro cúbico de sedimento, casi el doble de la concentración más alta jamás medida en todo el mundo.
Cuantos más estudios se llevan a cabo, más partículas de plástico encuentran los investigadores en el cuerpo humano. Los mismos científicos que hicieron saltar las alarmas sobre la contaminación del aire provocada por las mortíferas partículas emitidas por los vehículos diésel están encontrando ahora micropartículas de plástico que llueven sobre las ciudades y son lanzadas al aire desde automóviles y zonas de construcción, líneas de lavado y envases de alimentos.
La contaminación por plásticos en lugares interiores podría ser todavía peor que en el exterior ya que un solo lavado de un equipo deportivo o de telas sintéticas hechas por el hombre liberan miles de microfibras en el aire.
En unas jornadas que organizó recientemente en el Reino Unido el grupo Common Seas (Mares Comunes), treinta científicos, doctores y otros expertos compararon información y llegaron a la conclusión unánime de que el plástico está en lo que comemos, bebemos y en el aire que respiramos y representa una amenaza significativa y cada vez más importante para la salud humana.
Según los científicos, si podemos respirar estas partículas y fibras de tamaño micro y nanométrico, también es probable que entren en el torrente sanguíneo, en el tejido pulmonar y en la leche materna, o que se alojen en los sistemas intestinal y respiratorio. Tal vez algunas micropartículas pasen por nuestro cuerpo sin causar daño, pero otras pueden representar una amenaza para nuestra salud. Se sospecha que muchos de ellas son cancerígenos o pueden actuar como disruptoras de hormonas.
Hay consenso de que existen grandes lagunas de conocimiento sobre cómo afectan los microplásticos a la salud humana, y que necesitamos estudios científicos más sólidos. Desconocemos el riesgo de beber agua embotellada o del grifo. No sabemos cuántos plásticos estamos ingiriendo o respirando o qué efectos puede tener para la salud haber estado expuestos durante años a partículas plásticas peligrosas. No sabemos qué concentraciones son seguras para los adultos, y mucho menos para los bebés. Existe una creciente preocupación de que las partículas microplásticas poco estudiadas sean una amenaza para la salud al presentar una fuente potencialmente importante de sustancias químicas tóxicas para el cuerpo humano.
Aunque sabemos desde hace años que algunos de los aditivos utilizados para aumentar la flexibilidad, la transparencia y la durabilidad de los plásticos son químicamente peligrosos, pocos han sido probados en humanos. Algunos países han prohibido ciertos materiales pero no hay un criterio coherente y para las empresas del sector ha sido fácil esquivar esta normativa, ya que han encontrado sustitutos que probablemente sean igual de peligrosos.
No basta con declarar la guerra a las botellas de plástico, las tazas de café o las microperlas que se encuentran en los cosméticos. Necesitamos con urgencia que el Gobierno diseñe un plan de acción para abordar la crisis del plástico de una forma exhaustiva.
Prohibir las bolsas de plástico y los envases de un solo uso sería un buen comienzo pero tenemos que ir mucho más allá. Es necesario reducir la producción de plástico y fomentar alternativas menos nocivas. Es necesario que se prohíban grupos enteros de sustancias químicas nocivas, en vez de ir prohibiendo algunas sustancias una por una. Se debe ayudar a los consumidores a comprender a lo que están expuestos y explicarles qué se puede reciclar, compostar o quemar.
En los años 50 el mundo producía dos millones de toneladas de plástico al año. Ahora la cifra ya es de 330 millones de toneladas anuales, y se prevé que se triplique en 2050. Devolver algunas botellas de plástico no será suficiente. Tampoco lo será sacar de la playa el viejo colchón.
John Vidal fue jefe de la sección de Medio Ambiente de The Guardian
Traducido por Emma Reverter