La primera palabra que aprendí en alemán fue Siemens. Estaba en nuestra lavadora, en nuestra aspiradora y en el recio frigorífico de la década de 1950; estaba en casi todos los electrodomésticos de la casa de mi familia, en Atenas. La peculiar lealtad de mis padres a la marca alemana se debía a que mi tío Panayiotis había sido director general de la delegación griega de Siemens entre mediados de los cincuenta y finales de los setenta.
Panayiotis era ingeniero eléctrico y germanófilo. Hablaba el idioma de Goethe con soltura, y había convencido a su hermana pequeña (mi madre) de que aprendiera alemán. De hecho, ella estuvo a punto de marcharse a Hamburgo en el verano de 1967, porque le habían ofrecido una beca en el Instituto Goethe; pero los planes de mi madre se fueron al traste el 21 de abril de ese mismo año, junto con nuestra imperfecta democracia. A primera hora de aquella mañana, cuatro coroneles del Ejército sacaron los tanques a las calles de Atenas y de otras ciudades importantes. Aquel día, nuestro país se hundió en una densa niebla de neofascismo. Y también se hundió el mundo de Panayiotis.
A diferencia de mi padre, quien había pagado su militancia izquierdista con varios años en campos de concentración, Panayiotis era lo que en la actualidad definiríamos como un neoliberal. Anticomunista acérrimo y receloso de la socialdemocracia, respaldó la intervención estadounidense de 1946 en la guerra civil griega (del lado de los carceleros de mi padre). Apoyaba al Partido Democrático Libre de Alemania y al Partido Progresista Griego, organizaciones que proporcionaban un manto de economía libre de mercado con el apoyo incondicional de la maquinaria opresora del régimen, impuesto y dirigido por EEUU.
Sus opiniones políticas, y su posición como jefe de operaciones de Siemens en Grecia, lo convertían en un miembro típico de la clase que dirigió Grecia después de la guerra. Cuando las fuerzas de seguridad o sus secuaces daban palizas a manifestantes de izquierda, Panayoitis lo apoyaba a regañadientes, convencido de que eran actos lamentables pero necesarios. Incluso apoyó el asesinato del brillante diputado Grigoris Lambrakis en 1963. Aún suenan en mis oídos las terribles discusiones que mantenía con mi padre, a cuenta de lo que consideraba “medidas razonables para defender la democracia contra sus enemigos jurados”; medidas que mi padre había sufrido en persona, y de las que nunca se llegó a recuperar por completo.
Panayiotis también aceptaba la intensa influencia de las agencias estadounidenses en la política griega, que llegaron hasta el punto de organizar la destitución del centrista Georgios Papandreu, un primer ministro popular, en 1965. Le parecía un acuerdo aceptable: Grecia renunciaba a parte de su soberanía a cambio de protección contra la amenaza del bloque del Este, que acechaba al Norte de Atenas, a poca distancia en coche. Pero su vida dio un vuelco por aquel aciago día de abril de 1967.
Le parecía inadmisible que “su gente” (como llamaba a los oficiales derechistas que habían dado el golpe y, sobre todo, a los estadounidenses que los manejaban) disolvieran el Parlamento, suspendieran la Constitución e internaran a los disidentes políticos (incluidos algunos democristianos) en estadios de fútbol, comisarías y campos de concentración. Panayiotis no simpatizaba demasiado con el depuesto primer ministro al que los golpistas y sus amos de EEUU intentaban alejar del Gobierno, pero su visión del mundo había saltado por los aires, y experimentó una repentina y casi cómica radicalización.
La radio bajo la manta roja
Pocos meses después de que los militares tomaran el poder, mi tío se unió a Defensa Democrática, un grupo clandestino cuyos integrantes eran en su gran mayoría liberales de la clase dirigente, al igual que él: profesores universitarios, abogados y hasta un futuro primer ministro. Querían demostrar que las drásticas medidas del régimen militar no le habían dado el control absoluto del país, así que pusieron una serie de bombas en Atenas tras asegurarse de que no habría heridos.
Durante varios años, Panayiotis fingió ser –incluso delante de su madre– un profesional más que bajaba la cabeza y que solo se preocupaba por sus propios asuntos. Nadie sabía nada de su doble vida: empresario de día y subversivo de noche. Entre tanto, nos alegrábamos de que mi padre no hubiera terminado otra vez en un campo de concentración.
Mi recuerdo más vivo de aquellos años es el sonido distorsionado de una radio que estaba escondida bajo una manta roja, en pleno salón de nuestra casa de Atenas. Todas las noches, a eso de las nueve, mi madre y mi padre se metían debajo de la manta; y, yo cuando oía la amortiguada sintonía que anunciaba el programa y la voz del presentador alemán que sonaba después, mi imaginación de niño de seis años me llevaba desde Atenas hasta Centroeuropa, un lugar mítico que solo conocía por los sugerentes detalles de una edición ilustrada de los hermanos Grimm que tenía en mi habitación.
Mis padres oían Deutsche Welle, una emisora internacional alemana que se convirtió en su mejor aliado contra la aplastante propaganda del régimen: una ventana abierta a la lejana y democrática Europa. Al final de las emisiones especiales para Grecia, que duraban una hora, nos sentábamos a la mesa y mis padres hablaban sobre las últimas noticias. Yo no lo entendía todo, pero ni me aburría ni me molestaba. Estaba entusiasmado con el carácter extraño de aquella situación, consistente en taparse con una manta roja y viajar por las ondas hasta un lugar llamado Alemania para descubrir lo que estaba pasando en nuestra propia ciudad, Atenas.
Lo de la manta tenía un motivo: un vecino viejo y cascarrabias que se llamaba Gregoris. Todo el mundo sabía que Gregoris trabajaba para la policía secreta y que estaba obsesionado con espiar a mis progenitores; sobre todo a mi padre, cuyo pasado izquierdista lo convertía en un objetivo excelente para un soplón. Por extraño que hoy pueda parecer, oír las emisiones de Deutsche Velle era una de las actividades incluidas en la larga lista de delitos contra el régimen, cuyo castigo podía ir desde el acoso hasta la tortura. Y, como mis padres lo habían descubierto husmeando en nuestro propio jardín, tomaron medidas y convirtieron aquella manta roja en una defensa contra los inquisitoriales oídos de Gregoris.
Al cabo de unos años, nos enteramos de lo que Panayiotis y sus colegas habían estado haciendo. Lo supimos por esa misma emisora, Deutsche Velle, cuando anunció que los habían arrestado. Mi padre bromeó durante mucho tiempo sobre la patética inutilidad de aquellos liberales burgueses que ni siquiera sabían organizar un grupo clandestino de resistencia. Todos cayeron horas después de que la policía cogiera por casualidad a un miembro de Defensa Democrática. Los agentes solo tuvieron que leer el diario del detenido, quien había apuntado meticulosamente los nombres y direcciones de sus compañeros, incluyendo en algunos casos hasta una descripción de la “misión” subversiva que se le había encomendado. Después, llegaron las torturas, los tribunales militares y las condenas, que en algunos casos fueron de muerte.
Había pasado un año desde su detención cuando la policía militar decidió relajar un poco su régimen de aislamiento y permitir que yo, un inofensivo niño de diez años, lo visitara una vez a la semana. Nuestra relación, que ya era bastante estrecha, se reforzó con mi conversación infantil, que le ofrecía una válvula de escape. Me hablaba de máquinas que yo no había visto nunca (las llamaba “ordenadores”); se interesaba por las últimas películas de la cartelera y describía sus coches preferidos.
Antes de cada visita, mi tío me hacía aviones de juguete con cerillas y otros materiales que sus carceleros le dejaban guardar. Sus elegantes aparatos contenían frecuentemente mensajes para mi tía, mi madre e, incluso a veces, para sus compañeros de Siemens. En cuanto a mí, me enorgullecía de mi nueva habilidad, consistente en desmontar los modelos sin dañarlos demasiado, recuperar su contenido y volverlos a montar.
Mucho tiempo después de que Panayiotis muriera, descubrí el último de sus mensajes. Estaba en una maqueta de un Stuka hecho con cerrillas, en el ático de la antigua casa familiar. Al verlo, dudé entre dejarlo tal como estaba y echar un vistazo a su interior. Al final, opté por lo segundo. Y allí estaba.
El último mensaje de mi tío no iba dirigido a nadie en particular. solo contenía una palabra: hyriarchia. Soberanía.
Berlín y la troika
En febrero del año 2015, casi medio siglo después de aquellas veladas de mi infancia bajo una manta roja, hice mi primera visita oficial a Berlín en calidad de ministro de Finanzas. Y la primera escala de aquel viaje era, evidentemente, mi contraparte alemana, el legendario doctor Wolfgang Schäuble.
Yo era una molestia para él y sus subordinados. El triunfo de la coalición progresista que acababa de llegar al Gobierno griego tras derrotar a Nueva Democracia, partido hermano de los democristianos alemanes, era como mínimo una inconveniencia para Schäuble, la canciller Angela Merkel y sus planes sobre la eurozona. De hecho, nuestra victoria había hecho realidad el mayor temor de Berlín. Si conseguíamos un acuerdo nuevo para Grecia, que pusiera fin a la interminable recesión que estrangulaba el país, la “enfermedad” izquierdista griega se extendería casi inevitablemente a España, Portugal e Irlanda, que celebraban elecciones generales en poco tiempo.
Antes de viajar a Berlín, apenas tres días después de haber asumido el cargo, recibí la primera visita de alto nivel en mi despacho de Atenas: el autoproclamado enviado de Schäuble, Jeroen Dijsselbloem, ministro neerlandés de Finanzas y presidente del Eurogrupo. solo habían pasado unos segundos cuando me preguntó si tenía intención de aplicar completamente y sin vacilaciones el programa económico que Berlín, Bruselas y Fráncfort (sede del BCE, Banco Central Europeo) habían impuesto al Gobierno griego anterior.
Dado que nosotros habíamos llegado al Gobierno con el mandato de renegociar la esencia de aquel programa desastroso (que aumentó un 20% el desempleo y supuso la pérdida de un tercio de la renta nacional), su pregunta no podía ser el principio de una relación amistosa. Sin embargo, le di una respuesta diplomática que se iba a convertir en mi principal línea argumental durante los meses posteriores: “Teniendo en cuenta que el programa económico actual ha sido un fracaso indiscutible, propongo que el nuevo Gobierno griego y nuestros socios europeos nos sentemos juntos, replanteemos el programa sin temores ni prejuicios y diseñemos juntos una política económica que ayude a la recuperación griega”.
Mi modesta petición de una cantidad módica de soberanía nacional frente las políticas impuestas a una nación que languidecía en una depresión terrible, obtuvo una respuesta desconcertantemente brutal. “¡No funcionará!”, empezó Dijsselbloem, quien puso las cartas sobre la mesa en menos de un minuto: si yo insistía en renegociar sustancialmente el programa, el BCE cerraría nuestros bancos a finales de febrero del 2015, un mes después de que llegáramos al Gobierno.
El despacho del ministro de Finanzas griego da a la plaza de Syntagma y al Parlamento; al mismo lugar donde, en abril de 1967, los tanques aplastaron nuestra democracia. Mientras Dijsselbloem hablaba, yo veía la amplia y abarrotada plaza por encima de su hombro y pensaba: “Qué interesante. En 1967, fueron los tanques. Ahora pretenden hacer lo mismo con los bancos”.
La reunión con Dijsselbloem terminó con una tumultuosa rueda de prensa en la que el presidente del Eurogrupo perdió los papeles cuando me oyó decir que nuestro Gobierno no iba a trabajar con la camarilla de técnicos que la troika de prestamistas enviaba habitualmente a Atenas para imponer medidas destinadas al fracaso a un gobierno democráticamente elegido. La suerte estaba echada, y la batalla por recuperar parte de nuestra soberanía perdida acababa de empezar. Berlín, donde me reuniría con el verdadero amo de la troika, esperaba.
Mientras el coche que me había recogido en el aeropuerto berlinés de Tegel se aproximaba al antiguo Cuartel General del Ministerio del Aire de Goering (ahora sede del Ministerio de Finanzas federal), pensé que Schäuble, mi anfitrión, no podía ni imaginar que yo llegaba a Berlín con la cabeza llena de recuerdos infantiles en los que Alemania era un importante amigo.
Ya dentro del edificio, mis ayudantes y yo nos vimos bruscamente escoltados hasta un ascensor enorme. Cuando salimos de él, nos encontramos en un largo y frío pasillo al final del cual esperaba el gran hombre, sentado en su famosa silla de ruedas. Yo me acerqué y le ofrecí la mano; pero Schäuble la rechazó y, en lugar de estrecharla, me llevó resueltamente a su despacho.
Nuestra relación personal mejoró durante los meses posteriores, pero aquel apretón rehuido decía mucho sobre lo que anda mal en Europa. Era la prueba simbólica de que Europa había cambiado radicalmente en el medio siglo transcurrido desde los días de la manta roja y las visitas a la cárcel donde estaba el hombre de Siemens en Atenas.
No sé si Siemens tuvo algo que ver con la liberación de mi tío en 1972, dos años antes de que el régimen se hundiera; solo sé que mis padres estaban convencidos de que la empresa alemana desempeñó un papel crucial. Por eso me sentía bien cuando veía la marca “Siemens” en nuestra casa. Tenía la misma sensación cálida que aún tengo cuando veo las palabras “Deutsche Velle”. Al fin y al cabo, mi imaginación hizo de Alemania un gran amigo durante los deprimentes y al mismo tiempo apasionantes días de mi infancia; una tierra de demócratas que, bajo el liderazgo del canciller Willy Brandt, hicieron lo humanamente posible para que los griegos nos liberáramos por nuestros propios medios de la dictadura.
Concluida mi primera visita oficial a Berlín, volví a Atenas. Durante el viaje, caí en la cuenta de que aquella situación era de lo más irónica. Un continente que se había unido con idiomas y culturas diferentes, se dividía ahora por una moneda común, el euro, y por las espantosas fuerzas centrífugas que este había desatado.
La reunión con el Eurogrupo
Schäuble y yo nos volvimos a ver una semana después de nuestro encuentro bilateral, cuando coincidimos en la larga y rectangular mesa de la sala donde se reunía el Eurogrupo (organismo ejecutivo de los ministros de Economía y Finanzas de la eurozona) y los representantes de la troika (BCE, Comisión Europea y Fondo Monetario Internacional). Después de que yo reiterara nuestra petición de renegociar sustancialmente el así llamado “programa económico griego”, que tenía las huellas de la troika por todas partes, el doctor Schäuble me dejó atónito con una respuesta contundente que estremecería a cualquier demócrata: “¡No se puede permitir que las elecciones cambien el programa económico de un Estado miembro!”.
Durante la reunión, que duró diez horas, me esforcé por reclamar un poco de soberanía económica en nombre de nuestro castigado Parlamento y del sufrimiento de los griegos. En uno de los descansos, un ministro intentó tranquilizarme con las siguientes palabras: “Yanis, tienes que comprender que ningún país puede ser soberano en la actualidad. Especialmente, si se trata de uno pequeño y en bancarrota, como el tuyo”.
Esa línea de pensamiento es, probablemente, la falacia más perniciosa de las que subvierten el debate público en nuestras modernas democracias liberales. De hecho, me atrevería a afirmar que es la mayor amenaza contra la propia democracia liberal. En realidad, significa que la soberanía está demodé salvo que seas los Estados Unidos, China o, quizá, la Rusia de Putin; lo cual implica que toda la soberanía reside en los grandes y que, ya puestos, sería mejor que anexaras tu país a una alianza transnacional de Estados donde los Parlamentos quedaran reducidos a sellar papeles.
Curiosamente, no es un argumento que se reserve a los Estados pequeños y en bancarrota como Grecia, atrapada en una zona monetaria mal diseñada. Esa misma y perniciosa máxima se esparce a diestro y siniestro en Gran Bretaña; teóricamente, como argumento a favor de la permanencia en la UE. Y a mí, firme defensor de la permanencia, no hay nada que me moleste más que la afiliación a la causa del “sí” a partir de un razonamiento tan tóxico como incivilizado.
El problema surge cuando se difumina la distinción entre soberanía y poder. La soberanía trata sobre quién decide legítimamente en nombre de un pueblo, mientras que el poder es la capacidad de imponer dichas decisiones en el mundo exterior. Islandia, por ejemplo, es un país pequeño; pero deducir que su soberanía es ficticia porque su tamaño le impide tener poder es como argumentar que un pobre sin influencia política debería renunciar al voto.
Dicho de otra forma, las naciones pequeñas como Islandia tienen derecho a tomar decisiones dentro del contexto más amplio que dictan la naturaleza y el resto de la humanidad. Y por muy restringidas que estén sus opciones, los ciudadanos islandeses son los únicos que tienen autoridad para pedir explicaciones a sus representantes por las decisiones que toman (en los límites de la nación), así como para cambiar cualquier ley que sus representantes electos hayan aprobado en el pasado.
Obviamente, una alianza de Estados como la UE puede llegar a acuerdos mutuamente beneficiosos como alianzas militares contra un enemigo común, coordinación de los cuerpos policiales, apertura de fronteras, convenios comunes sobre normas industriales o creación de una zona de libre comercio; pero nunca tiene legitimidad para derogar o anular la soberanía de uno de los miembros a partir del poder limitado que los Estados soberanos firmantes de dicha alianza le han concedido. Bruselas no tiene autoridad política para ello porque no hay soberanía europea colectiva.
Se podría alegar que las credenciales democráticas de la Unión Europea están fuera de toda duda. El Consejo Europeo reúne a los jefes de Estado o de Gobierno, mientras que el Ecofin y el Eurogrupo son los consejos de ministros de Economía y Finanzas de la UE y de la eurozona, respectivamente. Sobra decir que son representantes democráticamente elegidos y, por si esto fuera poco, también está el Parlamento Europeo, elegido por los ciudadanos de los Estados miembro, que tiene poder para devolver las leyes propuestas a los burócratas de Bruselas. Pero esa puntualización demuestra por sí misma hasta qué punto se ha degradado la comprensión de los principios fundamentales de la democracia liberal: una vez más, implica el grave error de confundir autoridad política y poder.
El Parlamento de un país es soberano aunque el país no sea particularmente poderoso, pero solo lo es si puede expulsar al Ejecutivo por haber incumplido las tareas que se le asignaron, sin más limitación que las competencias del Parlamento y el Ejecutivo en cuestión. Pues bien, en la UE no hay nada parecido. Los miembros del Parlamento, del Consejo Europeo y del Eurogrupo de ministros de Economía y Finanzas son políticos elegidos democráticamente que, en teoría, deberían responder ante sus propios Parlamentos nacionales, pero el Consejo y el Eurogrupo no dependen de ningún Parlamento ni responden ante los ciudadanos de ningún país.
Para empeorar las cosas, el Eurogrupo (donde se toman las decisiones económicas más importantes) es un organismo que ni siquiera existe en la legislación europea, que no levanta actas sobre sus procedimientos y que insiste en que sus deliberaciones sean confidenciales, es decir, que no se compartan con los ciudadanos europeos. Funciona a partir de la máxima de Tucídides: “Los fuertes hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que deben”. Es una componenda para anular cualquier soberanía derivada de los pueblos de Europa.
Mientras combatía la lógica de Schäuble en el Eurogrupo y otras partes, había dos ideas que estaban constantemente en mi pensamiento. La primera, que como ministro de Finanzas de un Estado en quiebra, cuyos ciudadanos exigían el fin de la gran depresión causada por la negativa a asumir nuestra bancarrota –con imposición de nuevos créditos impagables para pagar viejos créditos impagables–, yo tenía el deber político y ético de rechazar más préstamos de prórroga y finge. La segunda era la lección de Sófocles en Antígona: que las mujeres y hombres buenos tienen la obligación de contradecir las leyes que carecen de legitimidad política y moral.
La autoridad política es el cemento que une la legislación, y la soberanía del cuerpo político que crea dicha legislación es su cimiento. Decir “no” a Schäuble y la troika era esencial para la defensa de nuestro derecho a la soberanía. No solo como griegos, sino como europeos.
Irónicamente, ese también fue el último mensaje que recibí del hombre de Siemens en Atenas.
Ausencia de debate
A mí, que procedo del mundo académico, donde el debate y el razonamiento son la norma, me sorprendió vivamente que la norma del estamento ejecutivo más importante de Europa fuera precisamente la ausencia de cualquier tipo de debate significativo. Y, por si eso no fuera suficientemente malo, había algo peor y más doloroso: que la ausencia de debate se consideraba natural; una virtud de facto que los recién llegados como yo debíamos adoptar, salvo que quisiéramos sufrir las consecuencias de lo contrario.
Comunicados concertados de antemano, votos prefabricados y una firme coalición de ministros de Economía y Finanzas que ejercía de guardia de Schäuble y que era refractaria a todo debate racional. Esa era la orden del día y, más frecuentemente, de las interminables noches. En ningún momento, durante ninguna de las conversaciones sobre políticas económicas que se debían ejecutar en mi país, tuve la sensación de que mis interlocutores tuvieran ningún interés por la recuperación económica de Grecia.
Desde el día en que asumí el cargo, me esforcé por proponer medidas sensatas y moderadas que pudieran crear una base común entre mi Gobierno, la troika de prestamistas y la gente de Schäuble. La idea consistía en ir a Bruselas, presentarles nuestro proyecto para la recuperación económica de Grecia y debatir con ellos sus ideas y sus objeciones a las nuestras. Mi equipo ateniense trabajó mucho en dicho sentido, colaborando con expertos internacionales como Jeff Sachs (Universidad de Columbia), Thomas Meyer (exdirector económico del Deutsche Bank) Daniel Cohen y Matthieu Pigasse (almas del banco de inversión francés Lazard), Larry Summers (exsecretario del Tesoro de EEUU) y lord Lamont, un buen amigo mío. Como se ve, no era exactamente un grupo de izquierdistas recalcitrantes.
En poco tiempo, tuvimos un plan completo cuya versión final firmamos Jeff Sachs y yo. Tenía tres secciones: la primera, una propuesta sobre la deuda que devolvía la deuda pública griega a límites manejables y garantizaba la devolución máxima posible a nuestros acreedores; la segunda, una política de consolidación fiscal a medio plazo que impediría que Grecia volviera a entrar en déficit y mantendría los superávits del presupuesto en límites lo suficientemente bajos como para ser creíbles y coherentes con la recuperación y la tercera, una profunda reforma de la administración y la Hacienda pública y de los mercados, así como una reestructuración del destrozado sistema bancario y la creación de un banco de desarrollo que gestionaría activos públicos sin intervención de políticos.
Hay una pregunta que me formulan con frecuencia: “¿Por qué rechazaron el Eurogrupo y la troika las propuestas de su Ministerio?”. Pero no las rechazaron. Y no las rechazaron porque ni siquiera me permitieron que las presentara. Cuando empecé a hablar de ellas, me miraron como si yo estuviera cantando el himno nacional sueco. Y, mientras tanto, entre bastidores, presionaban a Alexis Tsipras, primer ministro griego, para que retirara dichas propuestas, insinuando que no habría acuerdo alguno si no nos ateníamos al fracasado programa de la troika.
En realidad, la troika se limitó a hacer caso omiso de nuestras propuestas, decirle al mundo que no teníamos nada creíble que ofrecer, dejar que fracasaran las negociaciones, imponer unas vacaciones bancarias indefinidas y, a continuación, forzar al primer ministro griego a tragar con todo, lo cual incluía un nuevo e ingente préstamo que, como mínimo, duplicaba la suma que Grecia habría necesitado si hubieran aceptado nuestras propuestas.
Trágicamente, a pesar de que nuestro primer ministro aceptó los términos de la rendición impuesta por la troika, y a pesar de que la pérdida de otro año ha empeorado la grave depresión griega, se está repitiendo la situación que ya se produjo entonces. Hace unos días, WikiLeaks reveló una inquietante transcripción telefónica de miembros del Fondo Monetario Internacional involucrados en el drama griego. Su conversación confirma que no ha cambiado nada desde julio del año pasado, cuando presenté mi dimisión.
En cierta ocasión, le dije a Schäuble que nosotros, representantes electos de un continente en crisis, no podíamos delegar en burócratas que no se eligen democráticamente, y que teníamos el deber de dialogar para encontrar una base común sobre las políticas que afectan a la vida de los ciudadanos. Él respondió que, desde su punto de vista, lo más importante es el respeto de las “normas” existentes y que, dado que la ejecución de dichas normas corresponde a los burócratas, yo debía hablar con ellos.
Cada vez que me oponía a normas claramente imposibles de aplicar, me respondían: “¡Las normas son así!”. Un día, mientras yo enfatizaba el argumento (derivado del trabajo político de nuestro equipo) de que el objetivo de conseguir superávits presupuestarios del 4,5% de la renta nacional griega era imposible e incluso indeseable desde el interés de los propios acreedores, Schäuble me miró y formuló una pregunta de carácter económico por primera y quizá última vez: “Entonces, ¿qué objetivo propondría?”. Por fin, pensé yo, encantado ante la posibilidad de mantener una conversación seria.
En un intento por ser tan razonable como fuera posible, contesté: “Si queremos que el objetivo primario de un superávit en el presupuesto nacional sea realista y creíble, tiene que ser coherente con las medidas políticas generales de nuestro Gobierno. La cantidad del superávit, cuando se añade al resto resultante de ahorros e inversión, debe igualar la balanza por cuenta corriente actual de Grecia. Eso significa que podremos trabajar por un superávit presupuestario más alto si también ponemos en práctica una estrategia creíble de relanzamiento de las inversiones y de intensificación del crédito a los exportadores”.
“En consecuencia, y antes de responder a su pregunta sobre el objetivo primario de superávit, es crucial que vinculemos dicha cantidad a nuestras políticas sobre préstamos bancarios no satisfechos (que dificultan el crédito a los exportadores) y flujos de inversión (que se reducen cuando el objetivo de superávit presupuestario es demasiado elevado, porque asusta a los inversores con la amenaza implícita de impuestos futuros más altos). Sin embargo, en este momento le puedo decir que el objetivo óptimo no puede superar el 1,5%. Pero dejemos que nuestros equipos trabajen juntos y lo estudien.”
La respuesta de Schäuble, que dirigió al resto del Eurogrupo sin mirarme a los ojos, fue increíble: “El Gobierno anterior se comprometió a que Grecia tuviera un 4,5% de superávit primario. ¡Y un compromiso es un compromiso!”.
Horas después, los medios de comunicación estaban llenos de filtraciones del Eurogrupo donde se afirmaba que “el ministro griego de Finanzas enfureció a sus colegas al someterlos a una clase de economía”.
Hormigas y cigarras
Hay una razón para que empezara este artículo con la historia de mi tío Panayiotis. La razón es una pregunta que me formuló un periodista tras mi primera reunión con Wolfgang Schäuble, más o menos al final de la rueda de prensa.
Era una pregunta sobre Siemens y un escándalo que había salido a la luz años antes, cuando los autores de una investigación iniciada en los EEUU encontraron pruebas de que un tal Michalis Christoforakos, uno de los sucesores de Panayiotis, había sobornado a políticos griegos para conseguir contratos gubernamentales en favor de Siemens. Poco después de que las autoridades griegas se pusieran a investigar el asunto, el caballero en cuestión se fugó a Alemania, donde los tribunales impidieron su extradición a Grecia.
“Señor ministro –dijo el periodista–, ¿ha recalcado ante su colega alemán [Wolfgang Schäuble] que Alemania tiene la obligación de ayudar al Gobierno griego a combatir la corrupción y, en consecuencia, de extraditar al señor Christoforakos a Grecia?”. Yo le di una respuesta que intentaba ser razonable: “Estoy seguro de que las autoridades alemanas son conscientes de la importancia de ayudar a nuestro atribulado Estado en su lucha contra la corrupción. Creo que mis colegas alemanes comprenden la importancia de no mostrar una doble moral en ningún lugar de Europa”. Schäuble, que parecía terriblemente incomodo, balbuceó que aquel era un asunto ajeno a su Ministerio de Finanzas.
Mientras volaba a Atenas, mi mente retrocedió hasta finales de la década de 1970. Cuando salió de la cárcel, Panayiotis volvió a la dirección de Siemens en Grecia. No dejaba de decirme que su empleo le hacía feliz, y que estaba orgulloso de su trabajo. Pero un día dejo de sentirse orgulloso. Hasta el punto de que su indignación lo llevó a dimitir.
Recuerdo haberle preguntado por los motivos de su dimisión. Y no he olvidado su respuesta. Me dijo que sus superiores en Alemania lo habían presionado para que sobornara a políticos griegos y asegurara la posición dominante de Siemens consiguiendo la mayor parte de los contratos relativos a la lucrativa digitalización de la red de telefonía griega.
En el Norte de Europa existe el conmovedor convencimiento de que el continente se divide en hormigas y cigarras, y de que todas las frugales y precavidas hormigas viven en el Norte, mientras que las manirrotas cigarras se han congregado misteriosamente en el Sur. La realidad es mucho más confusa. Una poderosa red de prácticas corruptas se ha extendido sobre todos nuestros países, y el colapso de los controles y equilibrios democráticos, debido en parte a la pérdida de soberanía, ha facilitado que se mantenga oculta a los ciudadanos.
A medida que retrocede la autoridad política legítima, nos sumergimos cada vez más en la fuerza bruta, la inercia y la demonización del débil. Tanto es así que, a finales de junio del año 2015, el BCE cerró nuestros bancos, nuestro Gobierno se dividió, yo presenté la dimisión y mi primer ministro capituló ante la troika.
La destrucción de la primavera ateniense fue un duro golpe para la ya herida Grecia. Pero también fue una derrota terrible para el proyecto de una Europa unida, humanista y democrática.
La Unión Europea se está desintegrando. ¿Deberíamos acelerar la desintegración de una confederación fracasada? ¿No es cierto que, si se parte de la base de que hasta los países pequeños deben mantener su soberanía, como yo mismo afirmo, Brexit es la solución? Mi respuesta es un enfático “no”.
Este es el motivo: si Gran Bretaña y Grecia no estuvieran ya en la UE, deberían quedarse fuera; pero están en la UE, y es esencial que sopesemos las consecuencias de abandonarla. Nos guste o no, la Unión Europea es nuestro medio; un medio que se ha vuelto terriblemente inestable, y que se desintegraría no ya con la marcha de un país tan económicamente importante como Gran Bretaña, sino incluso con la de un país pequeño y deprimido como Grecia. ¿Debemos preocuparnos los griegos y los británicos por la desintegración de la exasperante UE? Sí, por supuesto que debemos. Y deberíamos preocuparnos mucho, porque la desintegración de esta frustrada alianza creará un torbellino que nos arrastrará a todos, una repetición posmoderna de la década de 1930.
Tanto si se está a favor como si se está en contra de la permanencia, dar por sentado que la UE es algo constante que seguirá “ahí” en cualquier caso y de lo que se puede entrar o salir a nuestro antojo es un error muy grave. La existencia de la UE depende de que Gran Bretaña se quede. Grecia y GB tienen tres opciones, y son las mismas. Las dos primeras están acertadamente representadas por las dos facciones en guerra del Partido Conservador: sumisión a Bruselas y abandono de la UE. Las dos son opciones igualmente desastrosas. Las dos llevan al mismo futuro distópico, una Europa solo apta para los que prosperan en todas las grandes depresiones: los xenófobos, los ultranacionalistas, los enemigos de la soberanía democrática. La tercera opción es la única que merece la pena: quedarse en la UE para formar una alianza internacional de demócratas; una alianza que no se consiguió en la década de 1930, pero que nuestra generación debe tratar de alcanzar para impedir que la historia se repita.
Eso es precisamente lo que algunos pretendemos con la creación del Movimiento por la Democracia en Europa (DiEM25 por su sigla en inglés): desatar una ola democrática en el continente y promover una identidad común europea, una auténtica soberanía europea, un baluarte internacionalista contra la sumisión a Bruselas y la reacción ultranacionalista.
¿Es un objetivo utópico? ¡Por supuesto que sí! Tan utópico como la idea de que la UE actual puede sobrevivir a su soberbia antidemocrática y a la feroz incompetencia alimentada por la imposibilidad de que sus dirigentes rindan cuentas. O como la idea de que la democracia británica o griega puede revivir en el seno de un Estado-nación cuya soberanía es irrecuperable dentro de un mercado único controlado por Bruselas.
Ni Gran Bretaña ni Grecia pueden escapar de Europa mediante el procedimiento de erigir un muro mental o legislativo y esconderse detrás; tampoco se pudo a principios de la década de 1930. O trabajamos juntos por la democratización o sufriremos las consecuencias de una pesadilla paneuropea que ninguna frontera podrá detener.
Traducción de Jesús Gómez