Tras los campos de detención de musulmanes, China derriba las mezquitas de la región de Xinjiang

Rachel Harris

Hace diez años empecé a estudiar cómo procesan el Islam los uigures, una etnia musulmana del noroeste asiático. Todos los veranos viajaba por la región de Xinjiang, en el oeste de China. Hice largos viajes en autobús a través del desierto a Kashgar, Yarkand y Kucha, durmiendo en camas de ladrillo en las casas de familias que me abrían sus puertas, me detuve en santuarios sufíes y visité muchas, muchas mezquitas.

Mi marido trabajaba conmigo y nuestros hijos vinieron con nosotros. Eran pequeños y no veían interés en nuestras aburridas entrevistas a los imanes, asi que yo les sobornaba con golosinas. Tengo muchas fotos de ellos fuera de las mezquitas, sentados en el suelo polvoriento y con las caras llenas de helado, jugando con sus iPads.

Las mezquitas en Xinjiang se construyeron durante una época dorada. Después de la Revolución Cultural los musulmanes uigures y kazajos volvieron a conectar con su fe. Reanudaron las prácticas tradicionales de peregrinación y festivales en los santuarios más remotos del desierto de Taklamakan y empezaron a estudiar el Islam de otras partes del mundo. Los que podían permitírselo viajaron a La Meca para el hajj y comenzaron a reconstruir sus mezquitas. A medida que las comunidades locales acumulaban mayores riquezas, invertían en mezquitas más grandes y llamativas que se convirtieron en símbolo de identidad y motivo de orgullo de la comunidad.

Una imagen difundida en Twitter la semana pasada me hizo recordar esa época. Shawn Zhang, uno de los primeros activistas en atreverse a denunciar la existencia de campos de detención de musulmanes en Xinjiang, publicó imágenes satelitales del antes y después de la mezquita de Keriya, en la región de Hotan, en el sur del país. Este imponente monumento arquitectónico, que data de 1237 y fue renovado en los ochenta y los noventa, fue fotografiado en un día festivo en 2016, con miles de fieles recorriendo las calles que la rodean. Solo dos años más tarde, el terreno sobre el que se asentaba la mezquita es una explanada.

Un Estado excavadora, así se han llamado a las políticas chinas en Xinjiang, que han destruido el paisaje de la región y la comunidad. Mezquitas como la de Keriya han sido los primeros blancos de una campaña de derribo en contra del “extremismo religioso”. En la región oriental de Qumul en 2017 las autoridades locales reconocieron que más de 200 de las 800 mezquitas ya habían sido destruidas, y que más de 500 iban a ser demolidas en 2018, según un periodista que estuvo recientemente en la zona. Desaparecen de la noche a la mañana, arrasadas sin previo aviso, denuncia la población.

Pero las mezquitas no son el único blanco. Para tener un mayor control sobre la población local y garantizar la máxima seguridad, las autoridades rediseñan ciudades enteras. Han demolido lugares de interés arquitectónico como la antigua ciudad de Kashgar, y los han reconstruido para satisfacer un florenciente turismo que el Gobierno quiere promover. No solo están destruyendo el patrimonio, la excavadora arrasa a su paso con la vida y cultura de comunidades enteras.

Las autoridades chinas han prohibido la práctica religiosa en Xinjiang. La población está vigilada con dispositivos de seguridad, puntos de control, software de reconocimiento facial y escáneres de teléfonos móviles. Los agentes se presentan inesperadamente en las casas vinculadas con el “extremismo”. Existe también una lista oficial de señales de alarma y síntomas para identificar a los que consideran radicales religiosos, que incluye rechazar cigarrillos y alcohol, no ver la televisión y contactar con extranjeros.

Este es el criterio que utilizan para identificar a “extremistas”, a los que detienen y trasladan a campos de detención masiva, que se han ido contruyendo en los últimos con el máximo nivel de secretismo. Las evidencias de los que se han atrevido a investigarlo estiman que más de un millón de musulmanes uigures y kazajos habrían sido encarcelados. Los reclusos son sometidos a un régimen agotador de estudio y autocrítica, sustentado por la brutalidad y la tortura sistemáticas. Si hoy conocemos esto es gracias a los incontables actos de valentía de los uigures y kazajos de la diáspora, que han optado por hablar a pesar de un temor más que fundado de que sus seres queridos sean castigados por estas revelaciones.

Por su parte, el gobierno chino está llevando a cabo una agresiva campaña de propaganda para persuadir a la comunidad internacional de que los campos son inofensivos “centros de formación profesional” necesarios para erradicar la violencia extremista y restaurar la estabilidad en la región.

Tras haber sido testigo de la desaparición de tantos compañeros y amigos uigures en estos campos, esta versión me parece insultante. Entre los detenidos se encuentran académicos, estrellas del pop, comediantes y poetas: personas que, al igual que las mezquitas derribadas, son símbolos de la identidad y el orgullo de los uigures. Como ya han señalado mis colegas de la antigua Europa del este, este “derribo” de la élite cultural recuerda el terror estalinista de los años treinta.

La cruzada contra la cultura y la identidad se extiende también a las nuevas restricciones del uso del idioma uigur, las lecciones obligatorias en chino, la promoción del matrimonio interétnico y la movilización constante de los uigures de a pie para que demuestren su patriotismo participando en festivales chinos cantando himnos de la revolución. No se trata, pues, de una respuesta selectiva al extremismo violento, sino de una campaña para hacer desaparecer una cultura y aterrorizar a un pueblo entero. Y la guerra global contra el terrorismo se ha convertido en la excusa de las autoridades chinas para llevar a cabo sus acciones.

Por eso me resulta profundamente decepcionante que las críticas más duras a las medidas de China en Xinjiang provengan de la derecha estadounidense, que solo persigue el propósito de impulsar su propia agenda. Necesitamos que la izquierda también se una a esta denuncia, y que sitúe la persecución de los musulmanes de Xinjiang en el contexto de islamofobia que sacude al mundo entero.

Los países musulmanes, muchos de los cuales están en deuda con las autoridades chinas por su Iniciativa de Cinturón y Ruta de la Seda (considerada la ruta de la seda del siglo XXI), han optado por no condenar, o incluso por apoyar, lo que China está haciendo en Xinjiang. Los gobiernos occidentales no lo están haciendo mejor, con Italia apoyando recientemente las iniciativas de Pekín.

Las empresas, instituciones y gobiernos nacionales que se dicen defensores de los Derechos Humanos deben rendir cuentas de sus acciones si deciden apoyar con sus productos, tecnologías e iniciativas la masacre en Xinjiang. Se lo debemos a los valientes que se atreven a denunciar la situación y que luchan por introducirla en la agenda internacional a pesar del acoso que sufren por parte de las fuerzas de seguridad chinas.

Traducido por Emma Reverter