Las cosas no le iban muy bien a Lenin hace justo 100 años. Estamos a siete días del centenario de la toma del poder de los blocheviques, pero cuando Lenin se preparaba para el golpe, fue víctima de una de las grandes exclusivas del siglo XX.
Después de que una dura reunión del comité fijase la fecha de la revolución para el 2 de noviembre (calendario occidental), dos líderes bolcheviques, Zinoviev y Kamenev, que pensaban que la idea era una locura, filtraron el plan a un periódico progubernamental.
Lenin, enfadado, les expulsó del partido y ordenó que la insurrección se aplazase cinco días. El gobierno provisional ruso, que ya apenas tenía poder, aprovechó ese retraso para mandar tropas adicionales a Petrogrado. Mientras, los comisarios bolcheviques empezaron a revocar esas órdenes.
Todo, en otras palabras, se hizo abiertamente. The New York Times informó el 1 de noviembre de 1917 que una “manifestación” planeada por “el agitador radical Nikolai Lenine” se había pospuesto y que el Gobierno estaba a salvo. El resto, como se suele decir, es historia.
A medida que nos acercamos al aniversario de la Revolución Rusa, se producirán tres tipos de respuestas: la condena conservadora; la mezcla progresista de admiración y lamento; y la conmemoración entusiasta. Aunque lamento el bolchevismo y la fecha de la degeneración de la revolución que comenzó a principios de los años 20, estaré entre aquellos que celebran estas fechas.
Para mí, la revolución del 7 de noviembre representa exactamente lo que los folletos cargados de texto repartidos por los bolcheviques en las vísperas del evento prometían: “Poder de clase”. El gobierno provisional liberal-socialista que había dirigido Rusia desde la abdicación del zar se estaba hundiendo. Muchos generales se estaban movilizando para llevar a cabo un golpe militar. El Ejército en el frente se estaba desmoronando. También estaban estallando progromos contra los judíos.
La clase trabajadora, afirmaban los agitadores de Lenin, era la única fuerza que podía llenar el vacío de poder, sacar a Rusia de una guerra en la que estaba perdiendo desastrosamente, acabar con los progromos y reprimir a los militares conservadores que preparaban un mandato militar. Iba a haber una guerra civil en cualquier caso: los trabajadores habían estado bajo control de las fábricas desde julio y muchos pensaron que sería mejor empezar con un pie de ventaja.
Hoy sabemos lo mal que fue. Lenin y el comandante militar soviético León Trotski sabían que a menos que se les unieran los trabajadores de Francia y Alemania, su revolución estaba perdida; y lo sabían por estudiar exactamente a qué tipo de condena se enfrentaba la Revolución Francesa de 1789: o ser aplastados por ejércitos apoyados desde el exterior o enfrentarse a una toma de poder autoritaria desde dentro de la revolución. Aunque actuaron sin piedad contra la amenaza externa, fueron ineficaces contra la interna y, en general, son culpables de promoverla.
Lo que me sorprende ahora, leyendo los testimonios orales y las memorias que los investigadores han sacado recientemente a la luz, es lo extraordinariamente formada que estaba la gente de a pie en materia de historia. Resistiéndose a la idea de una revolución de los trabajadores, los mencheviques –un partido socialista moderado– utilizaron en repetidas ocasiones la palabra “termidor” para advertir de lo que podía pasar. Termidor fue el mes de 1794 en el que terminó la fase jacobina de la Revolución Francesa con la decapitación de Robespierre.
Ya en 1909, escritores mencheviques introdujeron la idea de un termidor ruso en su prensa popular y panfletos. Si los trabajadores tomaban el control en un país en retroceso, esgrimían, entonces, igual que pasó en Francia, se necesitaría una fase del “terror”; la economía se derrumbaría y, algún día, un grupo autoritario emergería desde dentro de la revolución para volver a imponer el control. Tal y como revelaron los acontecimientos de 1917, la gente más formada de la clase trabajadora era capaz de comprender los paralelismos con 1789.
El momento actual es diferente. Desde 2011, hemos vivido un súbito ajetreo de la historia: la caída de dictaduras la emergencia de nuevas ideologías de protesta, el castigo colectivo a poblaciones enteras, anexiones unilaterales, declaraciones de independencia y la fragmentación de lo que una vez fueron importantes instituciones.
Pero de todo lo que vivimos, ¿cuánto entendemos? El libro El fin de la historia, de Francis Fukuyama, y las afirmaciones subsiguientes sobre un mundo permanentemente unipolar, pertenecen a una era pasada. Pero la asunción de que hemos entrado en un estado de permanencia tecnocrática se mantiene.
Si uno habla con antiguos espías, diplomáticos y analistas en geoestrategia puede ver que están muy preocupados por el mundo e intentan trazar paralelismos históricos para expresar su preocupación. Los empresarios y políticos suelen preocuparse por los ingresos y las cuentas del año que viene, pero tienen muy pocos puntos de referencia con los que entender la dinámica de la catástrofe.
Respecto a la palabra termidor, en Reino Unido es más probable escucharla seguida de la palabra langosta [por la famosa receta francesa], que en referencia a las dinámicas de la revolución y contrarrevolución.
El servicio de radio televisión pública, que se ha aficionado notablemente a explicar la naturaleza, raras veces explica la historia. Vivimos una época dorada de series sobre dramas históricos en el que los acontecimientos que perturban las historias de amor de gente guapa disfrazada siempre llegan por sorpresa. Poldark, de Debbie Horsfield, no sigue esta tendencia, pero si la BBC quisiese añadir un servicio público emitiría los programas de Dan Snow o Tristram Hunt durante una hora después de Poldark, explicando así la interacción de la Revolución Francesa y la formación de la clase obrera británica.
En los próximos días, las discusiones sobre los aciertos y los errores de Rusia en 1917 llegarán a su punto álgido. Muchas otras discusiones se amontonarán sobre esta, como cuando Estonia pidió a principios de este año al gobierno izquierdista de Grecia que admitiese que “el comunismo es tan malo como el fascismo” (a lo que Grecia se negó).
Lo que deberíamos promover, al tiempo que volvemos a luchar las batallas del siglo XX, es la educación histórica. Saber lo que significaba termidor no paró a centenares de miles de trabajadores rusos a jugársela apoyando la toma del poder de un partido secundario muy unido. Pero probablemente les preparó para lo que vino después.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti