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EEUU pierde un santo, pero puede que un pecador sea mejor presidente

¿Ser buena persona te convierte en buen presidente? ¿Y ser malo te convierte en uno malo? El discurso de despedida de Barack Obama el martes pasado en Chicago fue tan inspirador como su discurso de bienvenida en noviembre de 2008. Rebosaba optimismo, moderación y generosidad. No fue ni triunfalista ni sectario. Siempre adepto a esconder el cliché entre retórica, convirtió el “sí podemos” en “sí, lo hicimos”.

Había lágrimas en muchos ojos en aquella noche de noviembre, incluido en los míos. Recuerdo la reacción de una amiga estadounidense: “Estoy muy cansada de que Estados Unidos sea un país odiado”. “Anhelo que sea admirado y ahora, quizá, lo seamos”. No es partidista sugerir que cayeron pocas lágrimas el día de la elección de Donald Trump, excepto las de tristeza.

La estrafalaria rueda de prensa de Donald Trump del miércoles, sus tuits y su displicente negación de varias acusaciones sexuales son más de una república bananera que de una inauguración democrática. Afirmar que EEUU ha cambiado a un santo por un pecador no es algo muy controvertido, incluso entre muchos de los seguidores de Trump. Pero a los presidentes estadounidenses no se les elige para que sean santos. Pueden presentarse como iconos temporales de nacionalidad, pero lo primero y más importante: son presidentes.

Obama enumeró sus logros el martes por la noche, y no es que sean insignificantes. En 2009 sacó la economía estadounidense del borde de la recesión con lo que quizá fuese una versión decidida del Keynesianismo moderno. Salvó a la industria automovilística, evitó un colapso bancario y puso a su país de nuevo en el camino hacia el pleno empleo. Creó un plan sanitario que puede no ser perfecto, pero sí demasiado arraigado como para que sus enemigos lo destruyan. En política exterior, sacó adelante acuerdos con Irán y Cuba e intentó acabar con las guerras en Afganistán e Irak.

Obama fue un hombre bueno. Su administración estuvo libre de escándalos, su familia es admirable y sus colegas, muy capaces. Trajo dignidad, intenciones nobles y aportó inteligencia a su trabajo. Supo que la democracia estadounidense era una flor vulnerable e identificó lo que más la amenazaba: la fragmentación de las políticas de identidad. Su advertencia más concreta de este martes fue contra “el auge del partidismo descarado y de la estratificación económica y regional... una vuelta al aislacionismo en burbujas de gente como nosotros, que comparte la misma afinidad política”.

Nunca quiso ser visto como un presidente negro. En su discurso de 2008 no mencionó ni una sola vez asuntos raciales. Su extraordinaria autobiografía no eran las memorias de un líder de una minoría, sino las de un joven de familia blanca buscando sus raíces negras. La pasión de su recibimiento se debió en gran parte al simbolismo de haber roto una barrera.

Lo que Obama entendió es que se había convertido en presidente de una nación necesitada de cura y que se enfrentaba a un mundo que todavía veía a Estados Unidos como modelo de sociedad decente. De todos los presidentes recientes, Obama ha parecido ser el más comprometido en unir a la gente. El más comprometido con la globalización en el mejor sentido de la palabra.

Aun así, el trabajo central de Obama tras esa noche de noviembre de 2008 era convertir la gloria de su elección en capital político. Y esto no lo consiguió. No limpió la suciedad de Washington y claramente sufrió las consecuencias. Un Congreso autoritario y partidista fue capaz de engrilletarle. Le impidió establecer una base electoral suficiente para frenar el resurgimiento republicano y, por tanto, proteger su propio legado.

Con Obama no ha habido alivio de las tensiones raciales, a pesar de su desesperación por conseguirlo. No ha habido control de armas —y pocas muestras de control policial—. No se ha cerrado Guantánamo. Estados Unidos no ha retirado su pesada presencia militar de zonas donde no tiene derecho a estar. Todavía tiene tropas en Afganistán e Irak. Obama no ha podido evitar la loca intervención franco-británica en Libia, a la que claramente se oponía. Tampoco ha hecho nada más que alargar el horror de la guerra civil siria apoyando al bando perdedor.

Esclavo de asesores militares y lobistas, Obama ha repartido sus drones y fuerzas especiales por todo el mundo islámico, a pesar de ser contraproducente y no lograr la paz. No ha logrado sancionar a Israel ni definir una nueva relación con Rusia. Washington no ha demostrado entender que el terrorismo no es lo mismo que un ataque a la seguridad de un Estado.

De este modo, tanto el presidente como los demócratas le han dejado el camino abierto precisamente a Trump para que ataque las burbujas de Wall Street y Washington. Han dejado a Trump aparecer del lado de los débiles. Le han dejado a él luchar contra el intervencionismo en el extranjero y reconsiderar los propósitos de la OTAN en Europa. Le han dejado a él abogar por la reconciliación con Rusia, por siniestro que parezca.

Por supuesto que Obama dijo que buscaría muchas de estas cosas al llegar a la presidencia, pero no las llevó a cabo. Hubo momentos en el fascinante documental de 2015 de Norma Percy, Inside Obama's White House [La Casa Blanca de Obama], donde sentimos que su afilada inteligencia convertía la dureza en indecisión.

Puede que Trump no haga lo que dice que quiere hacer, sea sensato o no. Pero si un hombre bueno no consigue hacer lo que promete, ¿es inevitable que un hombre malo lo haga peor? Creo que prefiero la indecisión inteligente a lo impetuoso. Pero aun así, ¿quién sabe? La trascendencia de la presidencia de Trump sigue siendo algo desconocido. Probablemente no lo sea menos para él.

Hace ocho años, el mundo gritaba a Obama. Fue retratado, con poco ánimo de ayuda, como un mesías estadounidense. Nadie llama “mesías” a Trump, excepto en los extremos más salvajes de amor político. Durante la llegada de Obama al poder el cliché era que “Estados Unidos nunca volverá a ser lo mismo”. Para bien o para mal, ahora es prácticamente lo mismo. Pero con Trump se están haciendo las mismas profecías apocalípticas.

Dado que no fueron ciertas con Obama, no hay razón para pensar que serán ciertas con Trump. Sus enemigos parecen estar dentro de su propio partido tanto como fuera. Cuando puede pasar cualquier cosa, las únicas opciones están entre los optimistas y los pesimistas por naturaleza.

Claramente el error es exagerar la importancia de cualquier presidente y de su margen de maniobra.

La perdición de Obama ha sido la capacidad de la Constitución para poner barreras al ejercicio de cualquier tipo de poder. Quizá los amigos de EEUU no deberían consolarse por su capacidad de cambio, sino por su capacidad para permanecer igual. Nunca antes esa capacidad ha parecido tan necesaria.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti