Al igual que muchas mujeres estadounidenses que tienen trabajos exigentes y poco tiempo para descansar, cuando Hillary Clinton se puso enferma no dejó de trabajar. Pero a diferencia de los muchos líderes políticos hombres que han caído enfermos durante los últimos años –George W. Bush, que vomitó sobre el regazo del primer ministro japonés, o el general David Petraeus, que se desmayó durante una reunión del Congreso–, el debate sobre la salud de Clinton se ha convertido en un referéndum sobre su capacidad para gobernar.
Se está atacando su decisión de no desvelar en un primer momento su neumonía como una falta de transparencia. Pero, al igual que la enfermedad no es algo nuevo en las campañas electorales, tampoco lo es pasar por ella sin alertar a los medios: el episodio de John Kerry con la enfermedad no se dio a conocer hasta que terminó su carrera por la presidencia en 2004.
Tampoco es difícil imaginar por qué Clinton no tenía muchas ganas de difundir su diagnóstico. Cada vez que Clinton tose o parece estar rondándole algún mal, los teóricos de la conspiración de la derecha insisten en que se está muriendo de alguna enfermedad terrible y escondida –llamémosla EnvejecerSiendoMujeritis–. Su salida del acto de homenaje al 11-S en Nueva York, seguida por un vídeo en el que parece estar desorientada y tropezar, solo ha reforzado las especulaciones enloquecidas.
El delirio de que Clinton esté gravemente enferma está tan arraigado en la imaginación de algunas personas que #HillarysBodyDouble (doble de cuerpo de Hillary) empezó a difundirse en Twitter poco después de que saliera del apartamento de su hija con un aspecto notablemente mejor. Solo en 2016, nuestro año del caricaturismo político, puede haber gente a la que le parezca más probable que Clinton use un doble frente a la menos fascinante verdad de que unas horas de descanso y líquidos van bastante bien cuando estás algo enferma.
Utilizar los problemas de salud como arma con la que criticar la participación de las mujeres en la vida pública no es nada nuevo. Nuestra supuesta fragilidad es fue un argumento habitual antisufragista, por ejemplo, y a menudo se tachaba a las sufragistas de tener problemas mentales y se consideraba que su propio deseo de formar parte d el proceso político era una prueba de su “histeria”.
El vínculo entre la salud física y mental de las mujeres y su compromiso político era tan fuerte, de hecho, que Susan B. Anthony dijo una vez que las bicicletas habían “hecho más por emancipar a las mujeres que ninguna otra cosa en el mundo”. No solo sacaron a las mujeres de casa de forma bastante literal y les pusieron ropa más cómoda, sino que también echaron por tierra la idea de que las mujeres eran físicamente débiles.
Décadas después, la percepción de que los cuerpos de las mujeres están de alguna manera menos capacitados para la vida política sigue ahí. Después de todo, no fue la simple grosería lo que llevó a Donald Trump a criticar a Megyn Kelly aludiendo a su regla: siempre ha habido un mito sobre que las hormonas de las mujeres las hacen incapaces de asumir liderazgos. El humorista Hari Kondabolu tiene mi respuesta favorita a los machistas que creen que el juicio de las mujeres se ve perjudicado una vez al mes: “Soy un hombre con pene y testículos, y mi juicio se ve perjudicado cada 5-7 minutos”.
Tampoco es una coincidencia que, cuando Politico informó de la enfermedad de Clinton, describieron su mareo con la palabra swooning (desvanecerse), un término que no se suele usar para los hombres. Incluso las declaraciones que hizo Trump de que Clinton no tiene un “aspecto presidencial” señalan un desprecio particularmente machista.
Lo cierto es que la campaña electoral es brutal y que trabajar tantas horas con una enfermedad como la de Clinton es una muestra de fortaleza, más que de debilidad. Que lo veamos como algo distinto al aguante revela una agotadora doble vara de medir. Además, si en este momento hay algo más importante que la salud de una persona es la salud de nuestra nación. Toses aparte, creo que todos sabemos en qué manos estaría más segura.
Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo