Un grupo de chicos juega un partido de fútbol y esquiva las redes de metal desparramadas en el suelo de la mezquina de Umayyad, en ruinas, situada en el centro histórico de Alepo. Los muchachos no habían pisado el lugar desde antes de la guerra. El suelo estampado del patio interior estaba cuidadosamente pulido y lo que ahora es solo una pila de ladrillos en una esquina era un minarete milenario.
Ahora los muchachos corretean entre los sacos de arena, apilados cerca de los enormes arcos de la mezquita y ennegrecidos por el fuego. Para ellos, este antiguo lugar de culto convertido en fortaleza es un parque infantil situado en medio de un infierno.
“No había estado aquí desde hacía mucho y no lo recordaba tan grande”, afirma Yamin Saeed, un chico de 14 años de rostro dulce y que luce una cazadora Armani de imitación. Antes de la guerra, él y sus amigos eran como los niños de otros lugares; iban a la escuela y les encantaban los dibujos animados de Tom y Jerry. Pero la batalla de Alepo les hizo madurar de la noche a la mañana.
“Una vez vi una cabeza humana” explica Mohammed Sheni, que también tiene 14 años: “Estábamos caminando. Cayó un misil y mucha gente murió. Intento olvidarlo, pero es difícil olvidar algo así”.
Es un día ventoso. Los chicos regresan a casa e intentan evitar las calles estrechas para que no les caigan los trozos de hormigón y de acero que cuelgan por todas partes.
A mediados de 2012, en un contexto de sublevación a lo largo y ancho del país contra el gobierno de Bachar el Asad, los rebeldes tomaron el este de Alepo. En los años siguientes, el control sobre esta parte de la ciudad ha ido pasando de mano en mano, entre grupos a menudo enfrentados entre sí y también con las fuerzas leales a Asad.
En septiembre de 2015, fuerzas militares rusas, que apoyan a Asad, bombardearon Siria. Su ofensiva empezó en Homs y en Hama, dos ciudades situadas al norte de Damasco. La estrategia aérea de Rusia consiguió debilitar a los grupos rebeldes con una campaña de bombardeos constantes en el Este de Alepo.
Cuerpos entre los escombros
Ahora, al recorrer la ciudad, es evidente el impacto que han tenido los enfrentamientos entre las fuerzas progubernamentales, los rebeldes y los yihadistas sobre las calles más históricas. También es evidente el impacto que este fuego cruzado ha tenido sobre la población; que se traduce en un silencio sepulcral. Los residentes explican que son muy conscientes de que los restos de sus vecinos todavía se encuentran entre los escombros.
En diciembre de 2015, se acordó una tregua que permitió la evacuación de los ciudadanos sitiados y durante unos días el Este de la ciudad se quedó completamente vacío. Sin embargo, poco después la gente empezó a regresar a sus hogares. Los que todavía permanecen en este lado de la ciudad, no tenían dónde ir o sienten un gran apego por su hogar. Intentan vivir sus vidas en medio de una devastación absoluta. En la actualidad, lo único que hacen es sobrevivir. Se levantan y se acuestan con el sol, ya que no tienen electricidad. Se ponen toda la ropa que tienen para calentarse.
Son las diez de la mañana en Al-Shaar, un barrio que ha quedado completamente destruido por los bombardeos de los últimos años. Los hombres y las mujeres hacen dos filas distintas para que les sirvan arroz hervido y garbanzos. Llevan pequeños recipientes de plástico y esperan a que un trabajador de la organización que reparte comida les dé lo suficiente para alimentar a sus familias. Un hombre explica que antes solo había una cola, pero había demasiado alboroto. La fila de las mujeres es cuatro veces más larga que la de los hombres. En realidad esta última no es más que una fila de ancianos de tez arrugada y que lucen kefias rojas y blancas. Quedan muy pocos hombres jóvenes en el barrio.
Cuando terminó el sitio, solo 40.000 residentes del Este de Alepo seguían viviendo aquí, en comparación con el millón de personas que vivían en el barrio antes de la guerra. Cuando estalló la guerra, muchos se mudaron al oeste de la ciudad o a otra ciudad siria. Otros simplemente se fueron del país. Nadie sabe la cifra de víctimas mortales.
En cualquier calle te puedes encontrar una casa en ruinas al lado de otra que ha sobrevivido a los bombardeos pero a la que no se puede acceder porque la escalera sí se ha derrumbado. La casa siguiente tal vez se ha quemado y no tiene ni puertas ni ventanas.
El hospital al-Bayan ha perdido gran parte de su fachada. Parece una casa de muñecas. La sala de espera todavía tiene los sofás marrones y las estanterías todavía están repletas de expedientes médicos.
La estructura de otro edificio sigue en pie pero ya no tiene vigas y los suelos han caído por su propio peso. Los sofás y los colchones han quedado atrapados por techos que han cedido y que ahora forman ángulos imposibles. En el tercer piso todavía hay un televisor lleno de polvo mientras que en el quinto todavía es visible un inodoro rosa con vistas a un paisaje apocalíptico. Es la constatación de las vidas rotas de los antiguos habitantes. La mayoría ya no vive allí.
“Esta calle solía estar siempre llena de gente. Ahora solo quedamos nosotros y dos familias más”, lamenta Umm Ahmad. Cuando nos conocimos en la calle desierta, lo primero que me dijo fue: “Mataron a mi marido en ese tramo de calle. Cuatro años atrás, lo mataron cuando salía de la mezquita, que ahora también tiene un agujero gigante en su cúpula”.
Ahmad vive con su suegro y sus cinco hijos en un pequeño apartamento que está en mejores condiciones que la mayoría pero al que le faltan algunas ventanas y partes del balcón.
Recorrimos lo que queda de los apartamentos y las pertenencias de los vecinos. Me muestra su salón, con lonas de las Naciones Unidas en las ventanas para protegerse del frío.
“Todos estamos en la misma situación”
Umm Fardel es una de las pocas amigas que le quedan en el barrio. Perdió su casa y todo lo que tenía: “Todo lo que mi marido y yo construimos durante 20 años desapareció en un abrir y cerrar de ojos”, resume. Pero no está triste. “¿Por qué iba a estarlo? No soy la única en esta situación”.
“Alguien le robó el taxi a mi marido así que ahora siempre está en casa y me ayuda y me cuida. Cada día estoy más gorda”, explica. Umm Ahmad interrumpe a su amiga: “Podemos hablar de ello y reír y llorar al mismo tiempo”. Su hija, de 20 años, que pronto se casará con un soldado del ejército sirio, nos sirve café en unas tazas.
No lo dice pero detrás de su generosidad hay una larga historia: el agua del café procede de unos tanques que se encuentran al final de la calle y ha tenido que pagar por el combustible para hervirlo. “Antes, le dábamos a un botón y teníamos agua caliente. Me podía lavar el pelo sin mayores preocupaciones”, indica Fardel.
Cuando cruzas Alepo de este a oeste en coche, pasas por delante de carteles con los rostros graves de Asad y Putin. En cuestión de minutos, la destrucción total que invade el este de Alepo da paso a una ciudad intacta y bulliciosa. Muchos describen el contraste entre ambos lados como “la noche y el día”.
Al oeste de lo que solía ser la capital económica de Siria, cientos de vendedores de las paradas del mercado venden todo tipo de productos, desde mazapán a imponentes zapatos de tacón.
Los árboles situados frente a los restaurantes y los bares están decorados con luces. Los clientes flirtean, fuman sus pipas de agua y piden botellas de Jack Daniel's. Muy cerca, un naranjo muestra unas hojas brillantes y unas ramas llenas de naranjas. En cambio, en el Este de Alepo se han talado la mayoría de los árboles para hacer leña.
Cuando terminó el sitio de Alepo, los chicos que todavía merodeaban por el lado este fueron al lado oeste de la ciudad. Se encontraron con una ciudad donde la vida seguía. En el este de Alepo la vida no tenía sentido. En cambio, en el oeste, estaban llenos de vida. “Ahora estamos intentando recuperar nuestras vidas”, indica Yamin.
Problemas a ambos lados
Obviamente, los habitantes del lado oeste también tienen problemas. Tienen que comprar el agua y la electricidad, y el valor de la libra siria ha caído en picado. En un concurrido bazar de un hotel del oeste de Alepo que antaño fue lujoso y ahora es decadente, el profesor de arte Obaida Qudsi da unas pegatinas que brillan en la oscuridad a todos los que visitan su exposición para que puedan encontrar sus teléfonos móviles cuando oscurezca y los generadores dejen de funcionar.
Qudsi explica con orgullo que diseñó el clip de papel más grande del mundo y que se mostró por primera vez en 2004 en un centro comercial de Dubai. Lo cierto es que su clip de tres metros quedó superado en 2010 por otro de nueve metros diseñado en Rusia. Es difícil imaginar que en el Este, que solo está a tres kilómetros de distancia, se puedan escuchar diálogos de este tipo.
Qudsi no tiene por qué quedarse en Alepo si no quiere. Si quisiera, podría vivir en los Emiratos Árabes Unidos. Sin embargo, él cree que esta es su casa: “Si todos nos vamos, ¿quién se va a quedar?”. Tal vez tendría una opinión distinta si viviera al otro lado de la ciudad.
Es difícil saber si la gente dice lo que realmente piensa o se limita a repetir la versión oficial del gobierno. A los periodistas que visitan la Siria de Asad se les asigna un acompañante del gobierno, que los sigue adonde quiera que van, escucha las entrevistas y luego informa al ministerio de información.
Tras escuchar qué les pasó a los que se oponían al gobierno se hace difícil dilucidar qué opinan los residentes decentes del lado Este de Alepo que viven rodeados por controles de seguridad y carteles con el rostro de Asad. Es difícil saber qué opinan de lo sucedido, si simpatizan con los rebeldes y que opinión tienen del presidente.
A veces la propaganda es más sutil. En este contexto de destrucción, acaban de inaugurar una escuela. Algunos niños que durante los últimos años estuvieron escondidos en sus casas, ahora corretean por el patio durante el recreo. La escuela no tiene agua así que los que tienen que ir al baño salen del edificio, caminan calle abajo y desaparecen detrás de trozos rotos de hormigón.
Una profesora, Riham al-Hamoud, se queja de que los alumnos de su clase tienen la misma edad, ocho años, pero conocimientos demasiado dispares. Mientras el Este de Alepo estuvo sitiado, muchos de los niños fueron a una escuela religiosa o simplemente se quedaron en casa.
“Los más agresivos o los que simplemente dicen que no quieren aprender son los que no han ido a la escuela durante mucho tiempo”, indica. Mientras habla, está pendiente del funcionario del gobierno que nos acompaña. “Han vivido una guerra y han visto los enfrentamientos y los bombardeos. No tuvieron la opción de jugar”.
La prioridad de Hamoud fue enseñarles los colores de la bandera siria. Luego, intentó corregir su comportamiento.
“Los niños jugaban con basura”
“Eran sucios, en todos los sentidos. Jugaban con la basura del jardín. Les expliqué que no debían hacerlo”, explica. Responsabiliza a los padres ya que, en su opinión, se dejaron influir por personas de “pensamiento siniestro”.
Estos portadores de armas, la oposición armada o simplemente 'esa gente'. Así es como se refieren a los grupos rebeldes. Si algunos de los niños intentan explicarle sus vivencias durante la guerra, ella los manda callar: “Los niños me preguntan si deberían contarme lo que pasó durante el sitio y les digo, no, no me interesa, y que mejor hablar de cosas agradables”.
Juman Makkie, responsable de una institución para huérfanas situada en el oeste de Alepo, tiene una filosofía parecida con las niñas que tienen traumas: “No queremos abrir viejas heridas. Tenemos que cerrar esa etapa y no mirar atrás. Funciona en el 90% de los casos. Con el otro 10% lo seguimos intentando hasta que se olvidan de lo que les pasó o, al menos, dejan de hablar de ello”.
Una generación de niños sirios está aprendiendo a mirar hacia delante (o al menos a aparentarlo) y a no hurgar en el pasado. Incluso cuando el pasado sucedió hace unos meses. Hablar de tu pasado de una determinada forma puede traerte muchos problemas. Muchos habitantes de Alepo no saben qué les depara el futuro.
Umm Mohammed está tranquila desde que su familia consiguió que le dieran dos habitaciones en el campamento de refugiados de Jibrin. Se quedarán en este campamento, que está desbordado, hasta que tengan un plan mejor.
La vida sigue y no todos sus planes están congelados. El segundo hijo de la familia, que tiene 18 años, se casó hace dos días con una chica de 13 años que está de pie, con gesto de incomodidad, al lado de la cama de matrimonio; un colchón situado en el suelo cubierto por un edredón y lleno de cojines de una tela brillante y de color crema.
Umm Mohammed explica que consiguió que la noche de bodas todas las personas que normalmente duermen en esa habitación se marcharan a otra parte. Saca su teléfono móvil y nos muestra las fotografías de la boda, que se celebró en esa misma habitación. En una de ellas la niña que se ha convertido en su nuera posa con su vestido de novia, un rostro maquillado como si fuera de porcelana, con los antebrazos apoyados en una de las paredes de un local que antes de la guerra era un taller.
Le preguntamos por qué la pareja se había casado tan joven y nos dijo que su primer hijo fue asesinado porque era un espía del gobierno, y que tiene la esperanza de que pronto tendrán otro chico en la familia.
Anochece y se aprecia una nube de polvo amarillo procedente de los edificios derrumbados. En el lado este, una neblina recubre la mezquita de Umayyad. Yamin y sus amigos han regresado a sus casas pero los vecinos de todas las edades siguen acercándose al lugar de culto. No quieren orar, simplemente tienen curiosidad.
Miran los azulejos ornamentados de un santuario y los grifos rotos donde los fieles se lavaban antes de la guerra, tras quitarse los zapatos.
En el lado oeste, los conductores que regresan a sus casas tras una jornada laboral intentan quitar el polvo de los parabrisas sin agua. El polvo lo cubre todo, en el este y en el oeste de Alepo, uniendo ambos lados de la ciudad.
Traducido por Emma Reverter