En el museo la Casa del Terror, una de las atracciones turísticas más populares de Budapest, dos maniquíes quedan espalda contra espalda en una plataforma giratoria. Uno lleva el uniforme de la policía secreta comunista húngara. El otro viste la ropa del partido fascista de la Cruz Flechada. Son testimonios mudos de los traumas que la historia del siglo XX dejó en este rincón de Europa.
Mária Schmidt, la directora del museo, dice que le gustaría mostrar la exposición a la canciller alemana, Angela Merkel, para recordarle que en 1945 Hungría fue ocupada por los dos regímenes totalitarios más brutales del siglo en solo un año. Según ella, sólo así se entiende el feroz orgullo que muestra hoy Hungría por su independencia y su desconfianza hacia las “actitudes neocoloniales” de Bruselas con Europa oriental.
“Somos húngaros y queremos preservar nuestra cultura”, dice Schmidt en la sala de juntas del museo. “No queremos copiar lo que hacen los alemanes o los franceses, queremos continuar con nuestro propio estilo de vida”. Schmidt dice que en 2009, cuando la canciller alemana visitó Budapest, le envió una invitación a un acto de conmemoración pero no recibió respuesta. “Sólo hay una explicación para esto”, dice. “Tiene un corazón de hielo”.
Schmidt es historiadora y ha escrito aclamados libros sobre el Holocausto. En Hungría es considerada la inspiración intelectual del primer ministro, Viktor Orbán, cuyo Gobierno subvenciona el museo y varios centros de estudio que ella dirige.
Igual que Orbán, Schmidt no es ninguna amante de los refugiados. Rechaza el término con que se designa a las miles de personas de Siria, Afganistán y otros países devastados por la guerra que quedaron atrapados en la estación Keleti de Budapest en el verano de 2015. “Migrantes”, insiste en llamarlos, con el argumento de que ya habían cruzado varias fronteras en su viaje al centro del continente.
“Tenemos la experiencia de luchar contra los invasores turcos y estuvimos ocupados por los turcos durante 150 años”, dice. “Sabemos las consecuencias que cierto tipo de contactos puede acarrear”.
Schmidt rechaza el argumento de que las economías europeas necesitan a los inmigrantes para compensar el declive demográfico y, en el caso de Hungría, los altos niveles de emigración: “Los húngaros que han emigrado volverán al final, en cuanto se den cuenta de que aquí están mejor que en cualquier otro lado”, dice. Añade que “la automatización y la inteligencia artificial están creando nuevos métodos de producción” que requieren menos mano de obra.
“Hay un debate abierto sobre el futuro de Europa: ¿puede seguir como una alianza de Estados-nación o debe convertirse en un imperio? No creo en los imperios. ¿Dónde está ahora la Unión Soviética? ¿El Tercer Reich? ¿El imperio otomano? ¿El imperio británico? Mientras tanto, Hungría sigue aquí. Este es un Estado con 1.100 años de antigüedad”, dice.
“En comparación, Alemania es un país joven”, añade Schmidt levantando la voz. “No me gusta que me sermonee gente que ni siquiera pudo crear un Estado nacional antes de 1871”. Más tarde, la oficina de Schmidt envió un correo electrónico aclarando que lo había dicho como una broma.
Crecen las señales de que Schmidt y Orbán tienen la ambición de hacer algo más con su marca de “democracia antiliberal”, a juzgar por sus constantes ataques a las libertades del Estado liberal y por su desprecio hacia unos inmigrantes musulmanes a los que perciben como los responsables de socavar la identidad cristiana del país.
“Hace 27 años aquí en Europa central creíamos que Europa era nuestro futuro; hoy sentimos que somos nosotros el futuro de Europa”, dijo el primer ministro húngaro en julio en un acto público en Rumanía. Esbozaba un escenario en el que Hungría ya no sólo bloqueaba Bruselas sino que comenzaba a dar forma al continente a su imagen y semejanza.
A medida que las consecuencias de la crisis de los refugiados de 2015 dividen a Europa oriental y occidental, Orbán –cuyo partido forma parte del Partido Popular Europeo– sigue sumando imitadores y admiradores en todo el antiguo bloque soviético.
El contagio en Europa del Este
Desde que Polonia celebró elecciones generales en 2015, el gobernante partido conservador Ley y Justicia (PiS) se ha atrincherado en una lucha constante contra los líderes de la UE por sus planes de cambiar a los miembros del Tribunal Constitucional, una batalla similar a la que hubo en Hungría en 2013.
Como ocurrió durante el ataque de Orbán al poder judicial, a las ONG de derechos humanos y a la libertad de prensa, en las ciudades polacas los jóvenes han protestado masivamente, con miles de personas en las calles rechazando las restricciones a los derechos de la mujer en la primavera de 2016.
En la República Checa, el presidente Miloš Zeman logró asegurar su reelección el sábado con una campaña sacada del manual de Orbán: pintar a su oponente liberal, JiÅí Drahoš, como un elitista proinmigrantes y con vínculos con Merkel.
Ni siquiera Austria, gobernada desde diciembre por una coalición de derechas que incluye al ultraderechista Partido Liberal de la Libertad (FPÖ) de Heinz-Christian Strache, ha sido inmune al encanto populista del líder húngaro.
Orbán, que espera volver a gobernar tras las elecciones de abril, se subió la semana pasada a un tren en Railjet para reunirse en Viena con Sebastian Kurz, el nuevo primer ministro austriaco. Allí declaró un “nuevo comienzo” en las relaciones entre Austria y Hungría: una simbólica prolongación hacia el oeste del Grupo de Visegrado (como se llamaba la alianza posterior a la Guerra Fría que formaron a principios de los 90 Polonia, Hungría, Eslovaquia y la República Checa), ahora con un toque del glamour Habsburgo.
Este noviembre se cumplen cien años del colapso del Imperio Habsburgo, la monarquía dual que durante 650 años gobernó desde Budapest y Viena. Según Ivan Krastev, politólogo búlgaro del Instituto de Ciencias Humanas de Viena, el aniversario es clave para entender el nuevo eje antiBruselas que atraviesa el continente.
“En Europa central y oriental, la desintegración del imperio de los Habsburgo dio lugar a la aparición de los estados étnicos de entreguerras”, dice. “Pero estos estados eran muy inestables debido a las rivalidades acumuladas antes de la guerra”. El resentimiento de Europa oriental por la crisis de los refugiados prosperó porque muchos Estados de la región todavía asociaban la diversidad étnica con aquellos tumultuosos años de entreguerras.
En Después de Europa, su libro de 2017, Krastev explica cómo los genocidios y las olas migratorias de los años de la guerra terminaron con un imperio austrohúngaro multicultural en el que los parlamentos permitían que los delegados hablaran cualquiera de las ocho lenguas de una región de Estados nación étnicamente homogéneos.
En algún momento algunos de ellos comenzaron a sumarse a la idea de que los estados debían fundarse en una cultura homogénea, una idea occidental del siglo XIX. Ahora que Alemania cambia repentinamente su opinión sobre el multiculturalismo en el siglo XXI, ¿por qué seguirlos de nuevo?
La historia del imperio austrohúngaro y de su colapso puede explicar la dinámica más profunda de la nueva brecha entre Europa oriental y occidental pero también los límites de la contrarrevolución conservadora de Orbán.
El colapso de los imperios
Según Philipp Ther, profesor de historia de Europa central en la universidad de Viena y autor del galardonado libro Europa desde 1989, “en Europa central y oriental existe la opinión generalizada de que los imperios multinacionales estaban predestinados al colapso, porque las potencias e historiadores occidentales pasaron décadas diciéndoles eso”. “De hecho”, dice Therr, “el austrohúngaro estaba lleno de vida y logró democratizarse poco a poco, mucho más que Prusia”.
“Pero ahora no habrá un renacimiento austrohúngaro”, dice Ther. “Por el contrario, en los próximos años veremos cada vez más conflictos entre Austria y Hungría”.
El vicepresidente de Austria, Strache, podría haber defendido la unión de Austria al Grupo de Visegrado en la campaña electoral del año pasado. Pero su Partido de la Libertad ha sido perfectamente claro sobre la necesidad de impedir el acceso al Estado de bienestar austriaco para los inmigrantes de Europa del Este: el plan para reducir las prestaciones que reciben los hijos de los trabajadores migrantes húngaros es una de las políticas características de su gobierno. Los gobiernos de Europa del Este, incluido el de Orbán, han anunciado su intención de oponerse a esas medidas, en Bruselas evidentemente.
Austria, por su parte, ha anunciado que demandará a Hungría por los planes de ampliación de una central nuclear cercana a la frontera, financiada con un préstamo ruso de más de 1.000 millones de euros.
El Grupo de Visegrado, una red informal sin instituciones comunes ni acuerdos vinculantes, se creó en parte como un proyecto postimperial del que se excluía deliberadamente a Viena, el antiguo poder de la región. La derecha austriaca, por su parte, no quiere que Polonia forme parte de una alianza oriental porque eso la dejaría sin el rol del jugador más grande y poderoso.
Avivar los sentimientos nacionalistas ha ayudado a Orbán a ganar elecciones, pero con el tiempo podría llevar a su país a un callejón demográfico sin salida. Las economías de Polonia y de la República Checa ya tienen un gran número de trabajadores de Ucrania. En Hungría los salarios son poco atractivos incluso para las minorías húngaras de Eslovaquia y se habla una lengua complicada: tiene más en común con el finlandés y con el estonio que con las lenguas eslavas de los países vecinos.
Según Ther, “Orbán no tiene la capacidad intelectual para convertirse en un líder para la derecha europea postamericana”. “Su idea de la 'democracia antiliberal' es una frase, pero no un concepto con fundamentos sólidos”.
El flirteo comercial de Zeman con China y con Rusia ha despertado la furia de Bruselas y de Berlín, pero hay economistas occidentales que admiten la necesidad de los Estados de Europa del Este de reequilibrar sus modelos económicos para evitar lo que algunos llaman la “trampa de la europeización”. En un post reciente para su blog en Le Monde, el economista Thomas Piketty argumentó que los rendimientos que los inversores occidentales habían obtenido en el Grupo de Visegrado superaban con creces a los flujos de capital en sentido contrario.
Pero Alemania sigue siendo por el momento el socio exportador e importador más importante para Austria y para cada uno de los cuatro países de Visegrado. Cualquier movimiento hacia la divergencia política se enfrenta con el límite de años de convergencia económica.
“El nacionalismo solía girar en torno a tu Ejército o tu economía”, dice Krastev. “Ahora es mucho más sobre la política cultural, por eso las personas como Mária Schmidt son tan importantes para Viktor Orbán”.
Las guerras culturales que propulsan el apoyo a Orbán en Hungría no funcionan automáticamente en Polonia o Eslovaquia. En enero, el Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro canceló abruptamente una conferencia sobre el futuro de Europa organizada para celebrar la presidencia de su país en el Grupo de Visegrado. Según Schmidt, la conferencia se pospuso hasta mayo porque había quedado “en la mira de los ataques políticos” por las elecciones de abril. Pero algunos especulan que la conferencia se suspendió porque la lista de oradores, entre los que figura el provocador norteamericano de ultraderecha Milo Yiannopoulos, había resultado demasiado desagradable para los otros gobiernos.
Krastev se muestra pesimista por el futuro de la Unión Europea pero aún más escéptico por la contrarrevolución conservadora de Orbán. “Extrañamente, toda revolución necesita de una contrarrevolución para legitimarse. No creo que podamos restaurar los estados nacionales. En cualquier caso, la historia de esos Estados nacionales es muy corta. Estamos tratando de convertir en normal algo que era muy poco frecuente”.
Después de una pausa, añade: “Por supuesto, el hecho de que nadie quiera destruir deliberadamente a la Unión Europea no garantiza que no se vaya a desintegrar. La desintegración de imperios rara vez es una intención, generalmente es un accidente de tráfico. Los imperios tienden a desintegrarse desde el centro, y no desde la periferia”.
“Si Hungría deja la UE, nadie se dará cuenta. El problema con la Unión Europea vendrá cuando Alemania decida que se le terminó la paciencia para lidiar con todo esto”.