Las instituciones que colaboraban con Putin desde Occidente están teniendo un momento de revelación. Abogados que denunciaban a periodistas de investigación y una industria de servicios financieros que convertía en un festín el botín de los oligarcas están extremadamente conmocionados por la invasión de Ucrania.
No tuvieron problema alguno en hacer la vista gorda cuando Grozni quedó arrasada, ni con los crímenes de guerra en Alepo, los ataques con misiles contra vuelos civiles, la invasión de Crimea, la destrucción de la democracia rusa, la corrupción endémica, las mentiras sin fin y los envenenamientos de Alexander Litvinenko, Sergei y Yulia Skripal y Alexéi Navalni. Ahora es cuando se dan cuenta de que quizá, al fin y al cabo, el Kremlin no fuera un socio en quien confiar para hacer negocios.
En el siglo XX, los opositores al totalitarismo hablaban desde la izquierda de su “momento Kronstadt”: el instante en el que se dieron cuenta de que el comunismo soviético no era una fuerza emancipadora, sino una repugnante tiranía. Ahora vemos “momentos Mariúpol” por todos lados mientras hombres y mujeres que ponían excusas y sacaban provecho del imperio ruso dicen que están decididos a mejorar. En todas partes, menos ahí donde más se necesita esta autocrítica: en la derecha británica y estadounidense.
Ningún líder conservador ha seguido el ejemplo del líder laborista de Reino Unido, Keir Starmer, que pidió a diputados tiranófilos que renunciaran al movimiento de ‘No a la guerra’ de su predecesor, Jeremy Corbyn, por “ayudar a líderes autoritarios que amenazan directamente las democracias”.
La prensa tory en Reino Unido publicará tantos artículos como pueda sobre la incapacidad de Corbyn y sus aliados de llamar al imperialismo y al militarismo por su verdadero nombre, incluso mientras los misiles de crucero impactan contra el suelo. Sin embargo, no encuentran hueco alguno para reconocer su fracaso a la hora de hacer frente a Nigel Farage, el líder ultraconservador del Partido del Brexit, y su “admiración” por las habilidades operativas de Putin, ni para preguntar por qué el embajador ruso en Londres tenía tanto aprecio por el extorsionador de Farage, Arron Banks, que le ofreció “oportunidades no accesibles a otros” en forma de minas de oro siberianas y el apoyo de un banco del Kremlin. Por ningún lado se oye a los tories hablar de su determinación para levantar un muro infranqueable entre el conservadurismo democrático y la derecha autoritaria.
Problema doméstico
Los conservadores en el poder han permitido que floreciera la corrupción. Fracasaron al no ofrecerse inmediatamente para ayudar a los refugiados ucranianos, y avergonzaron así a su partido y al país. Pero no se puede decir que el dinero ruso haya comprado la política exterior de los conservadores. En Ucrania, aplauden a Boris Johnson y al ministro de Defensa, Ben Wallace, por suministrar armas a la resistencia y entrenarla. Luchan contra Putin en el exterior, pero no condenan a sus admiradores en casa.
Algo parecido sucede con los republicanos en el Congreso de Estados Unidos, donde han rechazado implícitamente a Donald Trump al votar a favor del extenso paquete de ayuda militar a Ucrania promovido por Joe Biden, a la vez que evitan afrontar explícitamente la tibieza de Trump con el régimen ruso.
El único intento para reconocerlo que yo haya visto en la prensa conservadora lo hizo Eric Kaufmann, populista y profesor universitario de ciencias políticas (si es que puede imaginarse a tal criatura) en la Universidad de Londres. Escribía con más pena que rabia, con un estilo más casposo posible, y suspiraba diciendo que es “una verdadera pena para el populismo conservador” que Steve Bannon, Trump, Marine Le Pen, Éric Zemmour y Viktor Orbán hubieran “servido a este asesino”. Ojalá se hubieran concentrado en atacar a la conciencia social, el crimen y la inmigración; así todo habría ido bien.
¿No se dio cuenta de que la servidumbre de aquellos no era una aberración excéntrica? Trump socavó las elecciones en Estados Unidos y Orbán prácticamente abolió la libertad de prensa en Hungría. La indulgencia con Putin desde el movimiento alt-right no era un problema, sino un rasgo distintivo, porque ofrecía el camino hacia la autocracia que sus admiradores occidentales anhelaban seguir.
Sus partidarios no quieren ponerse de su “lado” por miedo a reconfortar al enemigo. A lo mejor de ese modo habría más conservadores que expresarían públicamente su admiración por Putin por ser un líder blanco, musculoso y cristiano que se opone a las maldades del liberalismo. O a lo mejor odiaban la Unión Europea tanto como la odia Putin y –en palabras de Bannon, el subordinado de Trump– “piensan que Putin por lo menos sale en defensa de las instituciones tradicionales”. Pero la mejor explicación para el silencio es que al cómplice le cuesta condenar. No existe una clara línea divisoria entre la derecha y la ultraderecha en la década de 2020.
Un “momento Mariúpol” que no llegará
El supuestamente moderado Boris Johnson está amenazando con poner trabas al derecho de voto, además de atacar la independencia de todas las instituciones, desde la BBC hasta la Cámara de los Comunes. No está al mismo nivel que un Orbán, mucho menos que un Putin, pero si Reino Unido fuera a tener alguna vez un líder autoritario, el Gobierno de Johnson le habrá allanado el camino. En un capítulo que ha caído en el olvido con demasiada rapidez, el Partido Conservador y el Partido del Brexit trabajaron como aliados para las elecciones generales de 2019 y, quién sabe, puede que necesiten un pacto electoral en el futuro.
Para terminar, y volviendo a los oligarcas y sus abogados, nunca subestime el escalofriante efecto de la ley inglesa sobre el debate público. La decisión de Arron Banks, empresario y donante político a favor del Brexit, de denunciar a la periodista de investigación del Observer Carole Cadwalladr para que ella misma se enfrente a la ruina si pierde, es una lección disuasoria para los tories que se planteen tener el valor de alzar la voz.
Los conservadores siempre encontrarán motivos para posponer su ‘momento Mariúpol’, especialmente teniendo en cuenta que cualquier investigación sobre la influencia rusa afecta al referéndum del Brexit, cuya sagrada pureza nunca debe ser cuestionada.
La historia de la izquierda muestra por qué debería hacer un esfuerzo. En 1948 el político laborista Richard Crossman editó El Dios que fracasó, una recopilación de ensayos de escritores que habían perdido la ilusión por el comunismo ruso. Louis Fischer, que había sido corresponsal extranjero en Moscú, se sentía culpable por no haber sido capaz de ver la verdad sobre el comunismo en 1921, cuando dispararon a marineros en la base naval de Kronstadt –a las afueras de San Petersburgo– por pedir libertad de expresión, derechos sindicales y la liberación de prisioneros políticos.
Fischer experimentó su ‘momento Kronstadt’ después de ver cómo Stalin usaba a la policía secreta para arreglar disputas políticas en los años 30 (plus ça change, podría decirse). Otros experimentaron el suyo cuando Hitler y Stalin se pusieron de acuerdo para repartirse Europa del Este en 1939, o cuando la Unión Soviética invadió Hungría en 1956.
Algunos nunca llegaron a abrir los ojos. Cambiaron su lealtad hacia el comunismo soviético por el gangsterismo putinista tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y siguieron como hasta entonces. Se convirtieron en los principales asesores de Corbyn y llevaron al Partido Laborista a una derrota devastadora en 2019.
Moraleja: si no te deshaces de las manzanas podridas en tu frutero, al final te quedarás sin nada. Ese silencio de la derecha se romperá algún día por las campanadas de un funeral.
Traducción de María Torrens Tillack