Después del giro a la derecha, la marcha atrás. A pesar de haber abandonado la bajada de impuestos a las rentas más altas, el ministro de Economía británico, Kwasi Kwarteng, ha dejado intactos 49.000 de los 51.400 millones de euros de su plan de recorte fiscal.
El cambio de la noche a la mañana sobre las rentas más altas no supone un cambio de estrategia. Kwarteng sigue duplicando las exenciones fiscales para los que tienen derechos de adquisición de acciones, sigue recortando más de 1.100 millones de euros del impuesto sobre los dividendos y permitiendo vía libre en lo que respecta a las bonificaciones a los banqueros. También sigue adelante con sus privilegios para los evasores fiscales. Asimismo, se mantienen los 2.291 millones de euros reservados para las compras libres de impuestos de los turistas extranjeros y los 21.710 millones de euros de recortes del impuesto de sociedades que, según el exministro de Economía Rishi Sunak, no han contribuido en absoluto a la inversión. Al seguir rechazando un nuevo impuesto sobre las ganancias caídas del cielo, el ministro puede estar entregando miles de millones a los magnates del petróleo y el gas.
La reunión del viernes de Kwarteng con la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria debe haber acabado con su creencia de que sería capaz de pagar sus recortes fiscales evocando un supuesto crecimiento anual del 2,5%. Y después del choque viene el baño de sangre: una masacre al gasto público más grande que la austeridad del exministro de Economía George Osborne [2015-2016] o los recortes del FMI de 1976. Se trata de recortes tan severos que impedirán el crecimiento en lugar de estimularlo, arruinarán la educación y debilitarán nuestro bien más preciado, el Servicio Nacional de Salud.
A medida que la inflación erosiona el valor de los presupuestos departamentales, se avecina, según la Resolution Foundation, un recorte del gasto público para 2026 de entre 42.375 millones y 53.800 millones de euros: el equivalente a cerrar todas las escuelas en Inglaterra. Mientras que la primera ministra ha descartado cambios en las pensiones, una familia típica que recibe el 'crédito universal' (prestación mensual a los hogares con menos recursos y el cual ya ha sufrido un recorte de unos 1.700 euros en forma de una reducción de 22 euros semanales el pasado octubre y el aumento de abril por debajo de la inflación) verá ahora cómo sus pérdidas llegan hasta los 2.289 euros anuales si las prestaciones se vinculan a los ingresos y no a los precios. Ninguna familia que conozca puede permitirse perder tanto.
La anterior crisis financiera me enseñó que los dirigentes deben ir tres pasos por delante de los acontecimientos y jamás por detrás. La actual emergencia nacional exige una adecuada coordinación de la política monetaria y fiscal que nos ofrezca un camino convincente para salir de la estanflación. También se necesita un diálogo económico a nivel nacional con las empresas y los trabajadores si lo que se quiere es contar con alguna posibilidad de que los ciudadanos sientan que “estamos todos juntos en esto” y que hay igualdad de sacrificios. Y, al igual que en 2009, ahora que también se trata de problemas globales que requieren soluciones globales, la emergencia económica actual requiere de una acción internacional coordinada, tanto para evitar el peligro que supone una excesiva volatilidad de las divisas y lo que probablemente sea un exceso monetario, como para contrarrestar la amenaza tangible para la estabilidad que proviene de una banca en la sombra poco y mal regulada.
Entonces, ¿por qué cuando el país se ve amenazado por una caída en el valor de la libra, una carga de deuda de 3 billones de libras (3,4 billones de euros) y un millón más de desempleados, los ministros pisotean los mecanismos de rendición de cuentas, despiden a funcionarios de confianza y provocan el desorden político en plena disfunción de los mercados, encendiendo así fuegos precisamente en el momento en que deberían apagarlos?
Para descubrir el motivo hay que remontarse a 2012, a Britannia Unchained, un libro que contaba con Liz Truss y Kwarteng entre sus autores. La libra puede desplomarse, los costes de los préstamos pueden dispararse, los fondos de pensiones pueden tambalearse hasta llegar al borde del colapso, el mercado hipotecario puede desmoronarse, las pensiones pueden congelarse, los niños pueden pasar hambre y la desigualdad puede ampliarse aún más. Todo ello es, según ellos, un precio que merece la pena pagar, ya que la única economía que puede tener éxito es la que se construye en torno y sirve a las necesidades de los capitalistas de riesgo, a los que hay que inducir a quedarse en Reino Unido, garantizándoles libertad en las leyes laborales, medioambientales y sociales e, idealmente, la exención impositiva.
Sin embargo, incluso los capitalistas de riesgo con éxito deberían admitir que no se hacen ricos por sí solos. Tienen que contratar a trabajadores cuya educación pagamos los británicos; viajar por carreteras y ferrocarriles mantenidos por el Estado; invertir en innovaciones que nacen en nuestras universidades financiadas con fondos públicos; y depender de un sistema sanitario público que nuestros impuestos financian.
El capital riesgo depende del capital social, los mercados deben tener su base en la moral. La inversión pública es necesaria para crear las condiciones para el crecimiento y cualquier estrategia de crecimiento sensata tiene que ofrecer algo más que recortes fiscales y desregulación. Tiene que apoyar la ciencia, la innovación, las infraestructuras y las competencias, con los poderes adecuados en los lugares adecuados para crear sectores industriales competitivos a nivel internacional. Y tiene que reconocer una verdad antigua, aunque últimamente olvidada: que cuando los fuertes ayudan a los débiles, todos nos hacemos más fuertes.
* Gordon Brown fue primer ministro de Reino Unido de 2007 a 2010.
Traducción de Julián Cnochaert.