ANÁLISIS

Cómo la guerra en Ucrania ha desafiado las expectativas

Rajan Menon

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“La guerra, como observó el general de la Guerra Civil estadounidense William Tecumseh Sherman, 'es el infierno'”. La que Rusia lanzó contra Ucrania el 24 de febrero ciertamente se ajusta a su descripción.

Ciudades han sido asediadas –no hay más que pensar en la horrorosa situación en que se encuentra Mariúpol–, un hospital y un centro comercial han sido atacados, al igual que edificios de apartamentos, tanto en Kiev como en Járkov, la segunda ciudad más grande de Ucrania. El número de ucranianos refugiados y desplazados internos ya supera los diez millones, más de una quinta parte de la población del país.

Sin embargo, hay algo distintivo en esta guerra: ha desafiado todas las expectativas, sobre todo las de quienes la iniciaron.

Cuando a finales del año pasado la concentración militar rusa alrededor del perímetro de Ucrania se aceleró, pocos expertos creían que Vladímir Putin ordenaría una auténtica invasión, y menos aún una destinada a derrocar al Gobierno ucraniano e instaurar un liderazgo títere. El Gobierno de Biden siguió advirtiendo que Putin se estaba preparando para hacer precisamente eso, pero la mayoría de los analistas recibieron estas predicciones con escepticismo. El escenario parecía descabellado. Además, estaban los errores de inteligencia cometidos tras el 11S.

Esta vez, sin embargo, el Gobierno estadounidense acertó.

Resistencia sorprendente

Pero pocos observadores, incluso los analistas militares más experimentados, previeron lo que ocurrió una vez comenzada la guerra. Desde el inicio, los ucranianos montaron una resistencia sorprendentemente firme. En parte porque están defendiendo su patria; en parte porque se habían estado preparando para esta posibilidad y habían creado Fuerzas de Defensa Territorial a modo de preparación; y en parte por las armas y el entrenamiento que Estados Unidos, Reino Unido y Canadá les proporcionaron a partir de 2015.

Aun así, la balanza de poder favorecía abrumadoramente a Rusia, tanto en el número de tropas como en la cantidad de armamento importante (como tanques, vehículos blindados para el transporte de personal, artillería y aviones de guerra) y en su calibre tecnológico. Tan grande era la ventaja que no resultaba exagerado asumir que el gigante ruso pasaría por encima de la valiente resistencia de los ucranianos y conquistaría sus principales ciudades.

Examinar el balance militar entre dos supuestos adversarios implica, en parte, hacer recuentos –tantas de esta arma, tantas de aquella, etcétera–, pero el ejercicio generalmente resulta válido cuando los resultados favorecen masivamente a un bando. Las excepciones se recuerdan porque son poco comunes.

Esta guerra ha sido uno de esos casos atípicos. Incluso si termina con la derrota de Ucrania –algo que sigue siendo posible–, seguramente esta no sea la campaña militar que Putin y sus generales tenían en mente.

Después de un mes de guerra, Rusia ha sufrido grandes pérdidas: tanto en soldados como en todas las categorías de armamento. Además, los problemas logísticos (en términos sencillos: el abastecimiento de un ejército llevando a cabo una guerra), como la insuficiencia de alimentos, agua y gasolina y las averías en el equipamiento, son incalculables.

Avances mal coordinados

Dejemos de lado el número exacto de pérdidas rusas. Ha habido, y habrá, mucho desacuerdo respecto a ellas. Esto está claro: nadie, y menos aún Putin, esperaba una actuación tan deslucida de un Ejército ruso que, tras los problemas revelados durante la guerra entre Rusia y Georgia de 2008, había sido renovado con un gran aumento de la inversión, así como reformas y modernización.

Así pues, antes del comienzo de esta guerra, había buenas razones para esperar una rápida ofensiva rusa: una operación de armas combinadas que se iniciara con ciberataques contra las redes de mando y control ucranianas y un inmediato control del espacio aéreo ucraniano por parte de los aviones de guerra rusos, lo que acabaría allanando el camino para un asalto blindado protegido por la cobertura aérea.

Pero, en cambio, hubo avances mal coordinados, que más bien parecieron tanteos. Las principales formaciones del ejército ucraniano, como la situada entre el río Dniéper y el este de Ucrania, aún no han sido rodeadas ni diezmadas. Tampoco se han tomado grandes ciudades.

Es cierto que Rusia ha tenido importantes ganancias territoriales, especialmente a lo largo de la costa del Mar Negro y en el este. Asimismo, se ha creado un corredor terrestre, aunque no consolidado (Mariúpol no se ha rendido), que conecta a Rusia con Crimea a lo largo del litoral del Mar de Azov. Sin embargo, no está claro si, incluso en la costa del Mar Negro y en los puntos al norte de Crimea, el grado de control que tienen las fuerzas rusas es lo suficientemente fuerte como para permitir que muchas se desvíen de allí hacia otros campos de batalla, como el que está en los alrededores de Kiev.

Dado el número de ataques rusos contra objetivos civiles, no es razonable atribuirlos a un mero error. Por el contrario, parecen ser el resultado de la frustración de los comandantes rusos y de la decisión de los dirigentes de su país de infligir tanto dolor al pueblo ucraniano y un daño tan colosal a sus activos económicos que el presidente Volodímir Zelenski se vea obligado a aceptar una paz draconiana.

Hasta ahora, a pesar de su enorme sufrimiento, los ucranianos parecen estar aguantando, como lo demuestra la continua resistencia en Mariúpol, a pesar del desastre humanitario que están atravesando allí.

Cómo explicar lo sucedido

Un libro, basado en una serie de ejemplos, ofrece algunas explicaciones: Why Nations Go to War (Por qué las naciones van a la guerra), de John Stoessinger.

Stoessinger llega a la conclusión de que los que empiezan las guerras, sobre todo los altos dirigentes, tienden a cometer los mismos errores, una y otra vez: es como si nunca se aprendiese de la historia.

El desprecio por sus oponentes los convence de que estos carecen de la voluntad de contraatacar. Los que inician las guerras esperan, por tanto, una victoria rápida –según consta, en 2014 Putin dijo al presidente de la Comisión Europea que podía tomar Kiev en 15 días si quisiera– y no hacen planes para una campaña prolongada si aquello que han supuesto resulta ser erróneo. El líder en la cúspide no ve con buenos ojos a los subordinados que reúnen el valor para cuestionar las suposiciones optimistas. Y, aunque Stoessinger no lo diga, si el país está dirigido por un líder todopoderoso, como Putin, es probable que los subordinados sean reacios a transmitir malas noticias.

El resultado de la guerra entre Rusia y Ucrania sigue siendo incierto. Pero si Stoessinger estuviese vivo –falleció en 2017– podría estar tomando notas, pensando que este conflicto bien podría servir como capítulo para la próxima edición del libro.

Rajan Menon es director del programa de gran estrategia de Defense Priorities, miembro investigador del Instituto Saltzman de Estudios sobre la Guerra y la Paz de la Universidad de Columbia, y profesor emérito Anne and Bernard Spitzer de la Escuela Colin Powell del City College de Nueva York.

Traducción de Julián Cnochaert.

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