OPINIÓN

La hipocresía y las mentiras de Boris Johnson son emblemáticas del 'establishment' británico

5 de febrero de 2022 22:17 h

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“Lo más probable es que Boris Johnson no sobreviva a esto”. De una manera o de otra, esa es la idea que millones de británicos llevan diciendo o escuchando durante las últimas semanas. Pero el primer ministro sí ha sobrevivido, sacándose de encima el no-informe de Sue Gray después de que la policía de Londres ayudara a vaciarlo, convirtiéndose un día tras otro en un Donald Trump de acento pijo y ensuciando un terreno político que ya estaba embarrado con mentiras y difamaciones absolutamente falsas sobre Keir Starmer y Jimmy Savile [Johnson insinuó falsamente que Starmer, el líder laborista, no había perseguido cuando era fiscal al pederasta y ex presentador Savile].

Pero en el creciente grupo de críticos de Boris Johnson ahora es considerado como una extraña aberración que ha deshonrado el reverenciado cargo de primer ministro. Theresa May, la predecesora de Johnson que construyó su propia carrera atacando a los inmigrantes (un enfoque que culminó con el escándalo Windrush) ahora es aclamada por cargar contra el primer ministro en la Cámara de los Comunes.

Pero Johnson no es un intruso grotesco: su comportamiento y sus actitudes son signos característicos del establishment británico. Si hay una cultura compartida en las instituciones que nos gobiernan es la del privilegio y la desvergüenza, la convicción de que las infracciones solo deben tener consecuencias para los pobres y las personas sin poder.

No es difícil de imaginar el proceso mental de Johnson cuando sermoneaba solemnemente a los ciudadanos para que cumplieran las normas mientras él presidía las fiestas ilegales de su “finca en el Támesis”. Lo que debe de haber pensado entonces es que las normas debían acomodarse a sus necesidades y no al revés.

Es la misma actitud que impulsó el escándalo de los gastos: los diputados que exprimían a contribuyentes en apuros y se quejaban de los “que hacen trampa con las prestaciones sociales” eran los mismos que sentían no estar suficientemente remunerados. Menos aún cuando se comparaban con los donantes del partido, abogados de alto nivel y peces gordos de la City de Londres con los que chocaban sus copas de champán. ¿Por qué no iban a servirse ellos mismos los extras que se merecían? Unos cuantos diputados fueron a la cárcel pero la mayoría no vio obstaculizada su futura carrera política por unos pocos titulares adversos en los periódicos.

Poderosos sin consecuencias

En este escándalo ha jugado un pequeño papel la puerta giratoria que hay entre el cuarto poder y el mundo de la política. Esta vez, la carrera de la experiodista Allegra Stratton no ha podido sobrevivir a la degradación que le correspondía como escudo humano de Johnson. Pero en otro momento de su carrera sí pudo haberse sentido invencible. Cuando en 2012 trabajaba como periodista en el programa Newsnight y caracterizó a una madre soltera como una “gorrona” de las prestaciones sociales. A pesar de que hubo 27.000 quejas y de que la BBC tuvo que pedir disculpas, aquello no impidió de ninguna manera que Stratton desarrollara su carrera en los medios de comunicación. 

Compárese y contrástese con los colegas de Newsnight, que unos meses antes trataron de investigar al acaudalado y bien relacionado Jimmy Savile: se dice que lo pagaron con sus carreras en la BBC. Difundir leyendas y mentiras en torno a los solicitantes de prestaciones sociales, a los refugiados o a los musulmanes no tiene consecuencias. La historia es muy diferente cuando las figuras mediáticas apuntan contra poderosos.

El intento de distracción que Boris Johnson protagonizó en diciembre, cuando en medio del escándalo por los festejos de Downing Street intensificó la guerra contra los “consumidores de drogas de clase media”, no fue sino otra demostración del lema no escrito del establishment: las reglas son para usted, no para mí. De ahí que fuera aún más extraña su reciente sugerencia en el Parlamento de que líderes laboristas eran drogadictos: Johnson ha admitido haber tomado drogas, como también ha reconocido su adjunto, Dominic Raab, y el ministro Michael Gove (cocaína, de hecho, en varias ocasiones). Es posible que los inodoros del Parlamento estén cubiertos de cocaína pero Reino Unido sigue siendo un país donde los delincuentes negros que consumen drogas tienen 1,5 veces más probabilidades de ser encarcelados que los delincuentes blancos, y eso sin incluir en este grupo a los políticos.

En una ocasión, el primer ministro británico se jactó de que tras la crisis de 2008 nadie “defendió a los banqueros tanto como yo”. De hecho, durante mucho tiempo Johnson ha sido un defensor a ultranza de los más ricos, a los que una vez describió como una “minoría abandonada” responsable de una “heroica contribución”. Lo cierto es que casi no necesitaron su ayuda. Tras la crisis que dejó al sistema financiero a punto del derrumbe, 324 financieros fueron condenados en Estados Unidos. En Reino Unido, solo cinco banqueros terminaron en la cárcel. De nuevo: un comportamiento terrible con mínimas consecuencias.

Los miembros del establishment tienen buenas razones para creer que su poder y sus conexiones los protegen como un chaleco antibalas. En Reino Unido, es 23 veces más probable un procesamiento por fraude con las prestaciones sociales que por fraude fiscal. Aunque el de las prestaciones sociales genera un daño económico y social mucho menor, nuestra sociedad exige histéricamente que los pecados de los pobres sean los castigados. 

¿Un lastre?

La jefa de la Policía Metropolitana de Londres (Met), Cressida Dick, debía de saber que si le echaba cara al asunto acallaría a los que pedían su dimisión tras al ataque que sus agentes protagonizaron en marzo durante la vigilia por Sarah Everard (una mano dura haciendo cumplir las restricciones por el coronavirus muy superior a la demostrada por los agentes asignados al Downing Street cuando los empleados del Gobierno retozaban achispados). Después de todo, la policía ya había evitado rendir cuentas por agentes espías que mantuvieron relaciones con mujeres bajo falsos pretextos, por robar identidades de niños muertos, por el asesinato en 2009 de Ian Tomlinson, y por disparar en 2005 a Jean Charles de Menezes en una operación dirigida, nada menos, que por la propia Cressida Dick.

Es comprensible que Johnson esté desconcertado. Después de tanto tiempo saliéndose con la suya, de repente se enfrenta al nivel de escrutinio que siempre se mereció. De hecho, el cuarto poder ha conspirado en gran parte para ayudar a construir su imagen de personaje amable y jovial. Desde el director del periódico The Evening Standard, su amigo personal cuando Johnson fue alcalde de Londres, hasta Theresa May, nombrándolo ministro de Asuntos Exteriores, siempre le han ayudado para llegar al poder.

Ahora lo ven como un lastre. Su apoyo se está derritiendo como una nube de golosina sobre el fuego. Pero hay que resistirse con uñas y dientes al intento interesado de hacerlo parecer una anomalía. Boris Johnson es el establishment británico en su forma más pura y sin tapujos. Si se sale con la suya, será otra demostración de una verdad tan antigua como el propio establishment: las consecuencias son para la gente corriente, no para los poderosos.

Traducción de Francisco de Zárate