Malika mira el Mediterráneo por la ventana de su piso en la décima planta de uno de los edificios de un complejo de torres venido a menos en el norte de Marsella. “Vivir aquí tiene cosas buenas, a pesar de la mala fama”, señala esta mujer de 43 años, madre de cuatro hijos. “Cuando estaba pasándolo mal, cuando no tenía ni para comer, mis vecinos siempre me ayudaron. Somos como una gran familia”, añade.
Hace poco, en una urbanización cercana, visible desde la ventana, mataron a un hombre de 29 años con un fusil de asalto Kalashnikov en medio de una disputa territorial de pandillas. Fue el décimo asesinato del año relacionado con el crimen organizado en Marsella. A veces se oyen disparos de armas militares a plena luz del día, estas armas se pueden conseguir por solo 500 euros.
Sin embargo, sentadas alrededor de la mesa debajo de las jaulas de los pájaros del balcón de Malika, un grupo de mujeres de la zona está planificando una “revolución” en la segunda ciudad más poblada de Francia. Cientos de mujeres de Marsella –incluyendo madres que han perdido a miembros de su familia por las violentas disputas de las pandillas criminales– han lanzado una petición al Gobierno para que reinvierta los millones de euros que cada año se le confisca al crimen organizado en pequeñas asociaciones locales en los barrios más empobrecidos.
Inspiradas en las leyes antimafia italianas, que establecen que los bienes recuperados se entreguen a las comunidades locales, las mujeres argumentan que reinvertir el dinero de la corrupción de cuello blanco y del crimen organizado en proyectos educativos gestionados por grupos locales alejaría a los jóvenes de las pandillas. Pero la lucha conlleva un riesgo personal en estos barrios donde las armas y las drogas han llenado el vacío generado por el Estado.
“Somos las mujeres, las madres, las que estamos sosteniéndolo todo aquí. Somos más fuertes que los hombres”, afirma Malika. Las mujeres están acostumbradas a mantener cuidadosamente la paz en barrios donde la tasa de abandono escolar es alta y se nota la ausencia de servicios públicos y transporte.
El piso inmaculadamente decorado de Malika es el único piso habitado en la planta de este edificio en el barrio de Flamants, en el norte de Marsella. Otros pisos de esta torre están clausurados y algunos han sido ocupados. El edificio espera la demolición, que llegará en cualquier momento. El Estado está renovando lo que se ha convertido en uno de los barrios más pobres y más estigmatizados de Francia.
Mientras las mujeres beben café, el silencio de pronto se rompe por unos desgarradores alaridos en la calle. Luego, unos adolescentes gritan “¡ahá, ahá!” –el código para que los narcotraficantes corran a esconderse–. Los jóvenes del barrio, algunos de menos de 15 años, se pasan el día sentados en sillas de plástico en las entradas de ciertos complejos para advertir a los traficantes cuando llega la policía o una pandilla rival. A los niños, algunos de tan solo nueve años, los eligen para trabajar de “vigilantes” por un poco de dinero con el que compran deportivas o comida. Pero una vez que han entrado en la “red” ya es virtualmente imposible salir de ella.
Este puerto mediterráneo, que prospera como un importante destino turístico, está desesperado por deshacerse de los viejos estereotipos de tráfico de drogas y guerras de pandillas como los que se veían en la película Contra el Imperio de la Droga, de 1971. Desde los años 30 hasta los 70, la ciudad fue el centro de fábricas de procesamiento de heroína que exportaba la lucrativa droga a Estados Unidos. Pero en la última década, el comercio local de hachís se ha concentrado en el consumo local, reclutando a niños de la zona y llenando el vacío económico en una ciudad desindustrializada en la que algunos de los complejos de edificios tienen una tasa de paro juvenil del 70%.
Algunos barrios de Marsella están dentro de los más pobres de Francia, con la mitad de la población bajo la línea de pobreza y con una altísima tasa de abandono escolar. En este clima, prosperan los trabajos de vigilantes para pobres que “no son traficantes, pero que necesitan vivir de algo”, explica Xavier Monnier, autor de Los nuevos padrinos de Marsella, un libro sobre el sistema de pandillas delictivas de la ciudad.
Los barrios del norte de Marsella se han convertido en la línea de vanguardia de la forma en que el presidente Emmanuel Macron lidia con la fracturada sociedad francesa. En la zona viven unas 250.000 personas y estos barrios abarcan un tercio de la superficie de la ciudad. Ubicada en lo alto de las colinas sobre la ciudad, la zona es verde, tiene magníficas vistas y podría albergar desarrollos inmobiliarios de alto nivel. Pero en cambio se ha convertido en una muestra del fracaso político.
Hay complejos de torres construidas con prisa en los años 60 y 70 para alojar a la creciente población de la posguerra, mayormente proveniente de las excolonias francesas en el norte y el oeste de África. Luego, hay calles residenciales con casas bajas, que cada vez más a menudo se encierran tras rejas o convirtiéndose en barrios cerrados en los que ha crecido el voto a la extrema derecha de Marine Le Pen.
La participación electoral en los complejos de viviendas ha llegado a su mínimo histórico, ya que la gente siente que los políticos nunca hacen nada por luchar contra la discriminación que sufren en su vida cotidiana. La zona está cada vez más segregada y dividida. Cuando este año Macron visitó una oficina local de desempleo, un vecino le gritó “¡Más trabajo, menos racismo!”. El presidente no pareció sorprenderse. “Estoy de acuerdo con los dos puntos”, afirmó.
El primer ministro francés, Édouard Philippe, ha manifestado interés en la petición de las mujeres de Marsella de reinvertir el dinero de las organizaciones criminales en proyectos locales. Un diputado centrista ha intentado impulsar un cambio legislativo y las mujeres –que dicen que se inspiraron en la valentía de los movimientos de mujeres de Irlanda del Norte y que reciben apoyo de grupos de madres del norte de Inglaterra– se mantienen firmes.
Mientras que en Italia la opinión pública se escandaliza con las mafias de forma generalizada y ha apoyado la ley, en Francia hay menos conocimiento público del tema. En los últimos 10 años, el Gobierno francés ha incautado más de 920 millones de euros de origen criminal, pero los pisos, coches y otros bienes confiscados se venden de forma anónima para no llamar la atención. Y los beneficios van a las arcas del Estado.
Una madre de un barrio de Marsella, que no quiere revelar su nombre, dice: “Queremos crear oportunidades locales. Los jóvenes caen fácilmente en el trabajo para las pandillas de narcotraficantes. A veces un traficante les pide que le compren algo en una tienda y les dice ”quedaos con el cambio“ y así de fácil comienza la historia. Una vez están dentro, ya no pueden salir”. “Los padres debemos vigilar a nuestros hijos como si fuéramos halcones. Estas pandillas tienen una organización militar e imponen mucha disciplina. Los niños que trabajan para ellos a veces tienen que estar sentados vigilando un edificio durante todo el día. A veces captan niños de nueve o diez años que empiezan a faltar a la escuela”, añade.
En el complejo Flamants, un grupo de jóvenes de poco más de 20 años se ha reunido en el 'Fab Lab', un centro donde enseñan programación e informática. El centro lo inauguró el mes pasado Fatima Mostefaoui, del colectivo Pas Sans Nous (No Sin Nosotros), líder en la reivindicación de que se reinviertan las ganancias criminales en proyectos comunitarios. Los jóvenes de estos barrios, que han crecido a la sombra del narcotráfico y que se han encontrado con que los rechazan en las entrevistas de trabajo por el barrio en el que viven, ahora pueden formarse y adquirir cierta experiencia laboral.
“Tengo conocimientos. Soy un autodidacta de la ilustración”, dice un joven de 26 años que hace años que está en paro. “Viniendo de donde vengo, nunca podía adquirir experiencia laboral. El cursillo que estoy haciendo aquí cambiará las cosas”.
Mostefaoui, que se mudó a Flamants en los años 70 cuando era una niña, explica: “Se trata de devolverle a la gente su dignidad. Permitir que los vecinos dirijan sus propios proyectos y decidan su futuro”. El Estado francés se ha enfocado mayormente en proyectos de viviendas y renovación de los barrios, pero no ha solucionado el problema de la discriminación, asegura Mostefaoui. “Hay que invertir en el aspecto humano”.
Elisabetta Buculo, una socióloga italiana que ha estudiado los proyectos de redistribución de ganancias de la mafia en Italia, señala: “Las mujeres de Marsella cargan con un gran simbolismo. Su reivindicación ha llamado la atención porque hablan de sus vidas cotidianas y se presentan como madres que defienden a sus familias. Por eso sus voces están siendo escuchadas”. Una madre de un barrio del norte que apoya el proyecto afirma: “No hay persona más valiente que una madre que quiere salvar a su hijo”.
Traducido por Lucía Balducci