La política británica ha entrado en el tortuoso patrón de comportamiento de los adictos. En esa forma de pensar, lo más importante es conseguir la siguiente dosis de Brexit, el mejor acuerdo de todos. Pero desde fuera, nuestros amigos y familiares europeos ven que el problema evidente reside en la obsesiva búsqueda de un producto, el Brexit, que solo servirá para perjudicarnos.
Theresa May creyó haberse anotado un tanto la noche del martes, cuando una estrecha mayoría parlamentaria votó por firmar en Bruselas un imaginario acuerdo que no incluya la odiada regulación del “backstop” [impuesta para evitar controles fronterizos entre Irlanda y la región británica de Irlanda del Norte]. Los euroescépticos del Partido Conservador y los parlamentarios del Partido Democrático Unionista norirlandés (DUP) prometieron lealtad a la primera ministra si lograba “acuerdos alternativos” para que el Brexit no implique una frontera dura en Irlanda del Norte. Pero nadie tiene ni idea de cómo podrían ser esas alternativas al 'backstop' y la Unión Europea (UE) ya ha descartado las posibilidades de renegociación que satisfarían a los partidarios de la línea dura. Como ha venido ocurriendo hasta ahora, el fugaz entusiasmo por la unidad tory volverá a ceder para dar paso a la escalofriante realidad del Brexit.
Algunos parlamentarios ya se han dado cuenta de la pérdida de control. Este martes se alinearon 298 parlamentarios de varios partidos para exigir una intervención que dejaría al Gobierno sin el control del Brexit y, en caso de que fuera necesario, retrasaría el día de salida de la UE. Pero la estrategia falló por el horror que despierta en la Cámara de los Comunes una posible salida de la UE sin acuerdo (una ajustada mayoría votó en contra de esa opción), pero el mayor miedo de todos es claramente otro: aparecer asociado a cualquier cosa que se asemeje a un complot para desbaratar el Brexit.
Yvette Cooper y Nick Boles, que respaldaban la enmienda más polémica, insistieron en que solo querían garantizar una salida ordenada. No hay razón para dudar de ellos. El Parlamento británico está lleno de parlamentarios proeuropeos que rechazan la droga mala traficada por otros como Jacob Rees-Mogg, pero siguen enganchados a las cepas más blandas del Brexit.
Entre los parlamentarios hay ahora un boom de opciones legales para la sustancia Brexit. La variante más reciente en la calle Westminster es un compuesto desarrollado por el tory defensor del Brexit Kit Malthouse. Una asombrosa variedad de parlamentarios conservadores respalda su producto, desde parlamentarios que antes votaban por seguir en la Unión Europea hasta los más 'brexiters' más duros. 'El compromiso de Malthouse', lo llaman con grandilocuencia, como si fuera un magistral plan para la paz entre las naciones y no un parche que simplemente retrasará la guerra civil en las filas conservadoras.
El ‘compromiso’ tiene dos partes. En primer lugar, pide renegociar el mecanismo que asegura una frontera sin fricciones entre Irlanda del Norte y el resto de la isla. En caso de que fracase esa renegociación, la otra parte propone descartar el acuerdo, pero mantener el período de transición previsto en él. Después de eso, sugiere, la separación se haría siguiendo las reglas de la Organización Mundial del Comercio.
Es un extraño plan de negociación porque no hay ningún cesión en él. Si el ‘backstop’ existe es porque hasta ahora no se ha encontrado otra manera de encajar las líneas rojas del Brexit de May con el Acuerdo de Viernes Santo [firmado por el gobierno irlandés y el británico en 1998 que puso fin al conflicto de Irlanda del Norte]. Y el período de transición es una cláusula del actual acuerdo. Pensar que esa disposición puede cortarse y pegarse en cualquier otro acuerdo es imaginar que los últimos dos años de negociaciones han sido un mero calentamiento antes de jugar el partido de verdad.
Lo cierto es que la nueva doctrina Malthouse es igual a los viejos delirios de los radicales del Brexit, solo que con zapatos nuevos. Es un farol pretender que Reino Unido tiene todos los ases en la manga y que para intimidar a Bruselas, y sacarle los favores que la diplomacia convencional no ha obtenido, solo hay que mostrar desprecio por los tratados y por la lógica económica.
Hay dos posibles razones para adoptar esa estrategia. Una de ellas es la estupidez: no comprender en qué han consistido hasta ahora las negociaciones ni de qué manera el acuerdo de May es su resultado lógico. La segunda es una especie de gamberrismo desvergonzado: tener plena conciencia de que ese plan está destinado a fracasar y confiar en que, cuando eso ocurra, será posible responsabilizar a la intransigencia de Bruselas por un Brexit caótico y sin acuerdo. Ahí están los frutos del fanatismo euroescéptico.
Es triste ver engañados en una estafa semejante a conservadores que se consideran a sí mismos “moderados”. También resulta preocupante escuchar a May dándose el lujo de presentarlo en la Cámara de los Comunes como una “propuesta seria”.
Bruselas es el próximo paso de la primera ministra. Allí tratará de encontrar lo que en dos años de negociaciones no ha logrado obtener. Pero al parecer, la forma de unir a los conservadores en estos días es borrando de la memoria el período 2017/2018. May sigue actuando como si el Brexit fuera algo que, en primer lugar, debe satisfacer las necesidades del Partido Conservador. Solo después de que eso ocurra lo compartirá con el resto de Europa. Y muy al final de la cola, con el pueblo británico.
Esa terquedad enfurece a los líderes europeos aún más que la intención de abandonar su club. Aunque el resultado del referéndum fue perturbador y traumático, todo el mundo sabía del euroescepticismo en la cultura política de Reino Unido. Pero para Bruselas, Berlín y París también eran evidentes las diferencias entre el Brexit anunciado por los partidarios de la separación –con esa insistencia en usar como narcóticos las palabras “libertad” y “soberanía”– y el problema práctico de extirpar a Gran Bretaña de las estructuras de la Unión Europea.
Angela Merkel y Emmanuel Macron, entre otros, suponían que la primera ministra británica había reconocido los riesgos de esta brecha enorme. Esperaban que May se dedicara a construir puentes para pasar del mundo de fantasía imaginado por la campaña del Brexit a la realidad de lo posible en unas negociaciones con un bloque formado por 27 países –en las que hay que tener en cuenta el desequilibrio de poder y aspirar a minimizar daños–.
Pero May nunca hizo suya esa lógica. Cuando convirtió el resultado del referéndum en su misión personal se ungió con los óleos sagrados de la mitología del Brexit. Su semblante inescrutable y sus robóticos discursos ocultaron un fervor que en un político más expresivo habrían sido rápidamente identificados como demagogia. La rígida máscara de la primera ministra también engañó al principio a los líderes europeos, que creyeron estar ante una persona sensata y competente, y al público británico.
El estilo suave de May complacía a todos los que creen en la moderación innata de la política británica. Su provinciana mediocridad alimentaba la complaciente suposición de que lo peor no puede suceder en Reino Unido, que en el fondo es una nación pragmática incapaz de entregarse a delirios fanáticos. Los parlamentarios británicos imaginan al Parlamento como una especie de meridiano de Greenwich de la política, la línea cero a partir de la cual se miden las desviaciones de otros países. Nos cuesta darnos cuenta cuando toda la estructura se desvía salvajemente de su rumbo.
Pero fuera del país nadie conserva esa romántica visión de Gran Bretaña como bastión de la sobriedad política. En su lugar, ven un extraño y terco rechazo a hablar en cristiano sobre la crisis. Los diputados siguen enfrascados en peleas por enmiendas a mociones que cambian órdenes permanentes para permitir que haya proyectos de ley insistiendo en extender el período de negociación... Pero no dicen cuál creen que debería ser el resultado de esa negociación. La primera ministra, mientras tanto, invita a sus diputados a votar contra lo que ella ha acordado en Bruselas para así volver y pedir algo que sabe que será rechazado.
Es evidente que el Brexit es un desastre. Aún así, muchos diputados consideran tabú decir que hay que detenerlo. Para nuestros amigos y vecinos continentales es prácticamente incomprensible. Es como si la característica incomodidad británica para las relaciones sociales se hubiera elevado hasta el rango de derrumbe constitucional. Es morderse el labio antes que nombrar la verdadera causa de nuestros problemas: no es el acuerdo, no es el 'backstop', no es el calendario, y no es Bruselas. Es el Brexit.
Lo que está envenenando nuestro sistema se llama Brexit. Necesitamos un camino de recuperación y no seguir en la frenética búsqueda de May de una dosis más fuerte y más pura.
Traducido por Francisco de Zárate