Análisis

La muerte de Isabel II es una prueba de fuego para un Reino Unido dividido

10 de septiembre de 2022 23:15 h

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La muerte de un monarca es un acontecimiento que está previsto y tiene un protocolo, con las solemnes formalidades que se han ido incorporando a los rituales de la sucesión dinástica. Sin embargo, también es un acontecimiento que resulta difícil, en parte por la simple razón de buena educación, anticipar con exactitud en un momento determinado.

La muerte en Balmoral de la reina Isabel II deja un país que estaba preparado, pero que, a pesar de ello, está conmocionado por la noticia. Es importante que la agitada vida política y la herida sociedad civil en Reino Unido lo afronten con la mayor calma y sensatez posibles, porque este evento tendrá repercusiones políticas y constitucionales en los años venideros.

La reina Isabel II estuvo tantos años en el trono que, sin culpa alguna, dificultó este proceso. Reinó más tiempo que cualquier otro monarca en la historia británica, y por un margen considerable. Es la única que ha reinado durante más de 70 años; algo que probablemente no se repetirá en un futuro próximo. Hasta este jueves, era la única monarca que la gran mayoría de los británicos había conocido: hay que tener al menos 75 años para recordar el reinado de Jorge VI. Este es un momento histórico para el Reino Unido.

Encabezó una manera de hacer monarquía que en cierto modo parecía atemporal, pero que en realidad era adaptable y distintiva. Su poder de permanencia y su habilidad para mantener las distancias han legado un modelo de monarquía que no será fácil de replicar para Carlos III, especialmente si, como es muy posible, no consigue ganarse la amplia estima de la que gozaba Isabel II.

Las señales fueron este jueves repentinamente ominosas. Es inusual que el Palacio de Buckingham, normalmente tan hermético y poco comunicativo en estos asuntos, ofrezca el tipo de declaración franca sobre los problemas de salud de la monarca que emitió. Es aún más inusual que los miembros de la familia real, dispersos y a veces enfrentados, acudan en masa a la cama de la reina en Balmoral.

Este es el momento, sin embargo, para el que el nuevo monarca se ha preparado durante mucho tiempo, y estará marcado por el cambio tanto como por la continuidad. No obstante, es un proceso de cambio en el que las numerosas instituciones de la sociedad británica, y no sólo el palacio, tienen derecho a opinar.

La evolución de la monarquía

Incluso la monarquía evoluciona, aunque sea lentamente. Evolucionó con Isabel II, al igual que con Jorge VI. Seguramente evolucionará aún más con Carlos III, que está decidido a reducir el número de miembros de la realeza en activo y que seguramente también dejará de ser jefe de Estado de muchos países de la Commonwealth. Sin embargo, fuera de los muros de palacio, parece haber surgido un tabú colectivo a la hora de hablar del futuro de la vida británica sin la reina Isabel.

En enero se produjo un ejemplo atroz pero revelador de este hábito. Durante los momentos más tensos de la polémica causada por las fiestas celebradas por Boris Johnson durante el confinamiento, el líder de la oposición, el laborista Keir Starmer, se levantó en la Cámara de los Comunes y trazó un contraste entre la laxa atención a las normas para frenar la pandemia en el Downing Street de Boris Johnson y el escrupuloso y conmovedor respeto de esas normas por parte de la reina viuda en el funeral de su marido, el príncipe Felipe, en abril de 2021, durante la pandemia.

Fue un contraste que millones de personas ya habían percibido, pero que provocó una inmediata reprimenda del presidente de los Comunes, Lindsay Hoyle, que le dijo a Starmer: “Normalmente no mencionaríamos, y con razón, a la familia real. No entramos en discusiones sobre la familia real”.

Esta es una postura infantil para un parlamentario de alto nivel. Puede que el Parlamento no deba entrar en discusiones sobre la familia real, pero todos los demás en el país lo hacen. También, por supuesto, los medios de comunicación, que saben que la realeza -ya sea en forma de los ejemplares duques de Cambridge, a los más polémicos duques de Sussex, el deshonrado príncipe Andrés o el legado del encanto de Diana de Gales- vende. No se puede creer que el Parlamento tenga una ordenanza tan inútil sobre el sistema de monarquía constitucional en el que se basa su propia supremacía.

La idea de que la forma británica de hacer monarquía es el único modelo posible es un disparate. La británica es la única monarquía europea que es también la cabeza de una iglesia establecida. En parte por esa razón, la británica es la única que tiene una elaborada ceremonia de coronación para marcar un nuevo reinado. Si Liz Truss, la primera ministra británica, hubiera sido una líder política sueca, habría viajado a ver al presidente de su Parlamento esta semana para ser nombrada primera ministra; no habría ido a ver a la reina. El rey de Suecia tampoco tiene ningún papel en la convocatoria o disolución del Parlamento, y no da el visto bueno real a la legislación.

Un debate necesario

Estos son algunos de los muchos términos y condiciones de la monarquía constitucional que un país adulto podría discutir razonablemente, especialmente al final de un largo reinado como el de la reina Isabel II. La lista incluiría, sin duda, las numerosas formas de prerrogativas reales que ejerce la figura de primer ministro británico, pero que la época de Boris Johnson contribuyó a convertir en polémicas.

No hay que subestimar la agitación en la vida británica que desencadenará este cambio dinástico. Durante 70 años, la reina Isabel II ha sido una fuerza unificadora discreta pero extremadamente eficaz en un país que claramente se está fragmentando.

Su muerte acaba con esa fuerza; una fuerza que sus herederos no pueden dar por descontado que podrán reproducir. A su manera, esta sucesión será una de las mayores pruebas a las que se enfrentará el Reino Unido moderno. La política debe participar en este proceso.

Martin Kettle es columnista de The Guardian

Traducción de Emma Reverter