Jakelín Caal Maquín viajó más de 3.000 kilómetros desde Guatemala antes de conseguir alcanzar la frontera. Se fue con su padre de Raxruhá, una ciudad maya remota y pobre. Su familia sobrevivía con 5 dólares al día y vivía en una casa de paja con suelo de tierra. El día que su padre le dijo que iban a hacer una especie de caminata hasta EEUU, ella saltó de alegría.
Cruzó México con un coyote, al que su familia debe dinero, probablemente enfrentándose a muchos peligros: violencia, intimidación, duras condiciones y miedo constante. También hay que decir que era una niña y que durante esta ruta entre el 60% y el 80% de las mujeres y las niñas son violadas o agredidas sexualmente.
Cumplió siete años en medio del viaje.
Aun con todo, sobrevivió. Cruzó la frontera de Nuevo México con un grupo de 163 personas y fue detenida por agentes fronterizos el pasado 6 de diciembre. Murió 48 horas después. Alcanzó la temperatura de 40º centígrados. Sufrió dos infartos, vomitó y dejó de respirar. Su cerebro se hinchó y su hígado falló. Murió en un hospital de El Paso.
La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EEUU tardó una semana en dar a conocer los detalles de su muerte. La culpa cayó inmediatamente sobre su padre, Nery Gilberto Caal Cruz. La jefa del Departamento de Seguridad Nacional Kirstjen Nielsen dijo que la pareja no debería haber cruzado la frontera. “Esta familia eligió cruzar ilegalmente”, dijo. “No puedo dejar de recalcar lo peligroso que es este viaje cuando los migrantes eligen venir de manera ilegal”.
La Casa Blanca tampoco asumió ninguna responsabilidad, sino que culpó a Cruz por la muerte de su hija.
Estos son los arquitectos de un sistema que sistemáticamente no deja a los migrantes más opción que cruzar el desierto. ¿La alternativa? Un punto de entrada taponado como el de Tijuana, donde hay más de 5.000 personas esperando para empezar el proceso de asilo, atrapadas en una ciudad de altos índices de criminalidad, especialmente peligrosa para las mujeres y los niños.
Da igual el punto de entrada, todos suponen una larga espera. En Nogales, Santa Teresa, El Paso, Laredo...
Son los arquitectos de un sistema que pone a los migrantes en hieleras –frías celdas de la guardia fronteriza– donde a menudo se separa a las familias y se les obliga a dormir en el suelo de hormigón. Una manta isotérmica es su única fuente de calor. Hace poco visité el centro de detención de Karnes en Texas, cuando un padre migrante me dijo con lágrimas en los ojos que la hielera había sido lo que más le había angustiado de su viaje. Él pensaba en ello constantemente, con miedo y conmoción.
Hace un par de días, una niña de cinco meses fue hospitalizada con neumonía después de estar en una de estas hieleras. Había estado detenida durante cinco días en estas salas, sin medicamentos, y comenzó a vomitar tras ser liberada. Había alcanzado una temperatura de mortal para un bebé.
Son los arquitectos de un sistema en el que los agentes fronterizos patrullan en el desierto y destrozan las garrafas de agua, los alimentos y las mantas que otros han dejado para que lo puedan utilizar aquellas personas sedientas, hambrientas y amenazadas. No hay muchos registros de todo esto, pero Naciones Unidas estima que 412 migrantes murieron en el desierto en 2017, lo que significa más muertes que el año anterior.
La muerte dentro de un sistema así no es un accidente. Un sistema de migración que restrinja la entrada legal y que lo que sí garantiza es la deshidratación y la detención de los que cruzan de otra manera, naturalmente va a tener resultados fatales. De hecho, el sistema tiene la intención de aumentar estos peligros y luego hacérselo saber a los que los siguen. Las muertes en sí mismas funcionan como factor disuasorio.
Y esto no se esconde. Al día siguiente de la noticia de su muerte, el excongresista Jason Chaffetz dijo que Jakelín no debería haber intentado migrar y que otros debería tener cuidado con su destino. “Ese debería ser el mensaje”, dijo. “No hagas ese viaje, te matará”.
Sin embargo, autoridades como Chaffetz han ideado nuestro complejo y contradictorio sistema. Un sistema que obliga a hacer una terrible elección: esperar los meses que tardará en ser procesada la petición de asilo, sin ningún tipo de garantía, o sufrir los peligros del desierto y cruzar la línea. Nadie elige feliz la segunda opción.
El resultado previsible y que pudo prevenirse fue la muerte de Jakelín. Todo esto se ha traducido también en la muerte de 74 personas en centros de detención de migrantes desde 2010. Probablemente también significará la muerte de muchos más en los próximos años.
Deberían rodar cabezas por esta situación. El Congreso tiene que iniciar una investigación por la muerte de Jakelín como ya se ha exigido. Hay que preguntarle al comisario de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EEUU Kevin McAleenan que por qué ocultó la noticia de la muerte de la niña cuando testificó ante el Congreso a comienzos de semana. Debe recibir un informe completo de los últimos momentos antes de la muerte de Jakelín y los servicios que recibió, especialmente porque sabemos que hay un patrón de atención médica deficiente en los centros de inmigración.
Y lo más importante de todo: debemos revisar por completo nuestro proceso de admisión. No podemos bloquear los puntos de entrada, negar arbitrariamente las audiencias de asilo que deben ser otorgadas, empujar a la gente a que cruce el desierto y luego tratarles mal cuando lo logra. Hay que abolir las hieleras, acabar con las colas kilométricas, hay que acabar con la destrucción de suministros.
Nuestro sistema está diseñado para que se produzcan esas muertes, pero no tiene por qué ser así. Un sistema ideado de otra manera trataría a los migrantes con dignidad y garantizaría su tránsito seguro, evitando muertes como la de Jakelín. En lugar de eso, se ha configurado para que todos los peligros se amplifiquen como herramienta disuasoria contra cualquiera que sueñe con venir a nuestro país.