Cuando Jacinta Arden pidió a los neozelandeses que se mantuvieran firmes en apoyo a la decisión del gobierno de mantener las fronteras cerradas ante la Covid-19, la primera ministra describió una realidad que en muchas otras esquinas del planeta sólo pudo recibirse con envidia. “Disfrutamos del deporte en fin de semana, de salir a bares y restaurantes, nuestros centros de trabajo son abiertos y podemos reunirnos con tantas personas como queramos”, dijo entonces.
Los neozelandeses retomaron la normalidad en junio. El único remanente de una pandemia que meses antes había amenazado con barrer el país, como había hecho con otros antes de que un confinamiento estricto lograra contener su expansión, son estrictos controles fronterizos.
Pero según algunos analistas, sus habitantes enfrentan ahora una creciente ansiedad. Para algunos es incluso más compleja de lo que fue lidiar con el miedo a la pandemia: ante ellos, una incertidumbre de final abierto sobre su propio futuro y el lugar de Nueva Zelanda en el mundo si el virus continúa campando por sus anchas en el resto del planeta.
“No es tanto la presencia de la Covid-19 lo que nos pone frente a nuestro mayor reto como su ausencia”, dice Sarb Johal, un psicólogo clínico que vive en Wellington, la capital del país. “Vivimos con visibilidad reducida hacia lo que nos deparará el futuro y lo que vislumbramos es siniestro”.
A finales de marzo, el gobierno de Arden anunció un confinamiento estricto para todo el país. Tenían menos de 300 casos registrados. Se cree que esa decisión contribuyó a aplanar la curva en el país. Los casos confirmados no han llegado a 1200, han muerto 22 personas y los únicos casos aún activos son los de neozelandeses que regresan del extranjero. Están todos en cuarentena.
“Nos embobamos en nuestra burbuja de seguridad”
El 8 de junio, cuando Arden anunció que se abandonaba cualquier restricción interna más allá de los controles fronterizos, el país se instaló en un clima de celebración. La primera ministra llegó a decir que “había bailado un poco”. Pero ahora, cree Jacqui Maguire, una psicóloga clínica de Wellington, hay quien vuelve a sentir ansiedad.
“Durante el confinamiento, todo estaba bien estructurado”, explica. “Las cifras avanzaban en la dirección correcta, el esfuerzo se veía recompensado y nos embobamos en nuestra burbuja de seguridad”. Mientras se siguieron las reglas, dice Maguire, estábamos seguros. Sobre todo porque el confinamiento parecía haber detenido la expansión de la pandemia. La mayor parte de los neozelandeses no ha conocido en persona a nadie que haya contraído la Covid-19.
“Al cerebro no le gusta la ambigüedad, la ve como una amenaza y la interpreta del mismo modo que algo que te persigue”, añade Maguire antes de profundizar en que los neozelandeses, en lugar de centrarse en lo que les sucedía, veían las noticias del combate que otros países peleaban con cierta aprensión. “La ambigüedad activa tu sistema defensivo, el pelea o corre. Te pone en la perspectiva de quien debe sobrevivir”.
Ahora que no quedan reglas de aplicación en el país, los neozelandeses han volcado su atención sobre las fronteras, donde ciertos errores a los que se ha dado mucha publicidad, porque no se ha logrado aislar a algunos viajeros que regresaban al país, han endurecido las medidas puestas adoptadas. Sólo los neozelandeses y sus familias tienen permitida la entrada al país. Tienen que permanecer en aislamiento en dependencias del gobierno durante dos semanas y allí se los somete a las pruebas de detección de la Covid-19.
Ardern, en respuesta a la oposición, que ha pedido un plan de reapertura del país, ha calificado dicha petición como “peligrosa”. Lo dijo el martes en declaraciones que parecen corresponderse con lo que el país siente. La transmisión de su discurso en directo por Facebook, provocó comentarios en los que se rogaba encarecidamente a la primera ministra que mantuviese las fronteras cerradas a extranjeros “por una buena temporada más”.
“No necesitamos asumir ese riesgo”, dijo un tertuliano. “¡No te atrevas a abrir nuestras fronteras!”, dijo otro. “Mira esa puerta”, dijo un tercero. Cuando los casos de Covid-19 que quedan en el país -22 en total- son viajeros que regresan y que están en cuarentena hay quienes insisten en que la primera ministra evite que los neozelandeses puedan regresar, algo que ella ha dicho sería ilegal. “Es el miedo de dar pasos atrás”, dijo Maguire. “Sabemos lo que tenemos y no queremos perderlo”.
El resto del mundo parece un lugar muy lejano
Al mismo tiempo, la industria que genera mayores ingresos en el país, el turismo, está hecha jirones y la nación se adentra en una profunda recesión que añade “otra capa de incertidumbre”, agrega Maguire. Cree también que el gobierno tiene que reforzar su sistema de salud mental y los servicios que ayudan a tratar las adicciones para que puedan gestionar las necesidad extraordinarias en las que se encuentran.
Los neozelandeses más jóvenes se sienten perplejos cuando desde el hemisferio norte se describe su país como un lugar remoto y aislado; crecieron rodeados de una cultura que bebe de occidente, con Australia a pocas horas de avión y la “experiencia en el extranjero”, viajes de meses por Europa y Asia o un par de años poniendo pintas en un pub inglés considerados como ritos de paso. Ahora, sin previo aviso, todo eso parece muy lejano. “Es difícil llegar hasta aquí y es difícil irse”, dice Johal. “Eso contribuye a una sensación de que no sólo estamos aislados del resto del mundo, sino que vivimos rodeados de una cierta soledad colectiva”.
En los primeros momentos de la pandemia Australia y Nueva Zelanda parecían seguir trayectorias paralelas, seguían estrategias conducentes a la eliminación del virus y parecía que ambos países lo lograban pese a que sus estilo de liderazgo diferían, desde el centro-derecha de Scott Morrison, con una figura severa, y el centro-izquierda de Ardern, que pidió a los neozelandeses amabilidad y trabajo en equipo. Pero en fechas recientes, cuando repunta el número de casos en el estado de Victoria, en Australia, Ardern y la máxima autoridad sanitaria neozelandesa, Ashley Bloomfield, han tratado de marcar diferencias entre su país y Australia, a la que aplican la moraleja de lo que podría suceder de relajarse las medidas de contención. “Lo sucedido en Melbourne estas últimas dos semanas es un recordatorio que incide sobre la posibilidad de mantener el estado actual de las cosas en un futuro próximo”, dijo Bloomfield en referencia a la “burbuja” de viajes entre Nueva Zelanda y Australia, que se esperaba desde los dos países cuando Australia veía también como disminuía el número de casos.
Ahora, algunos neozelandeses ya no están tan seguros. Johan cree que si la racha de victorias neozelandesas sobre el virus continúa, podría ser más difícil sentirse en una situación similar a la que vive el resto del mundo.
“Es una ironía interesante que, aunque hayamos eliminado a la Covid-19, intentar terminar con la ansiedad no sea el camino correcto”, continúa. “Es algo con lo que vamos a tener que aprender a vivir una buena temporada”.
Traducido por Alberto Arce