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ANÁLISIS

Por qué la OTAN está dividida sobre Rusia

El canciller alemán, Olaf Scholz, y el presidente francés, Emmanuel Macron, en el Palacio del Elíseo.

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¿Puede mantenerse unida la alianza occidental contra Rusia ante su despliegue de tropas en la frontera ucraniana? Es la pregunta que los políticos y los diplomáticos se hacen cada vez más mientras crece el temor de una posible división entre Alemania y, en menor medida, Francia con respecto a Estados Unidos y Reino Unido: no solo en lo que relativo a la respuesta a cualquier futura agresión rusa en Ucrania, sino también a la evaluación de la inminencia de la amenaza.

Se están haciendo todos los esfuerzos posibles para minimizar las diferencias dentro de la OTAN, incluso mediante llamadas periódicas, como la liderada por Joe Biden el pasado lunes, pero puede que las discrepancias sean imposibles de evitar, ya que reflejan no solo distintas evaluaciones de inteligencia a corto plazo, sino también una profunda fisura que se remonta a décadas atrás sobre lo que Alemania y Francia, en contraposición a los países anglosajones, consideran que es la mejor manera de lidiar con Rusia.

Al examinar la información de inteligencia proporcionada por la CIA, Francia no percibe una invasión inminente ni una acumulación de fuerzas equipadas para invadir en las próximas tres semanas, opinión que comparten los mejores analistas de defensa ucranianos.

En Reino Unido, la ministra de Asuntos Exteriores, Liz Truss, ha criticado abiertamente a Alemania por depender tanto de Rusia en materia de energía y por la reciente negativa de Berlín a permitir que Estonia envíe armas de fabricación alemana a Ucrania. La idea de que Alemania suministre armas para ser utilizadas contra Rusia por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial es un anatema. El martes, en Berlín, el canciller alemán Olaf Scholz defendió la decisión, diciendo que estaba arraigada “en todo el desarrollo de los últimos años y décadas”.

En Polonia, el primer ministro Mateusz Morawiecki dijo en un post de Facebook que seguía preocupado por el bloqueo a Estonia.

En Estados Unidos, la cuestión alemana irrita cada vez más a los republicanos, lo que llevó a The Wall Street Journal a publicar una columna de opinión con el titular: “¿Es Alemania un aliado fiable de Estados Unidos? Nein”.

Cambios constantes

Las tensiones reflejan dos interpretaciones diferentes de cómo, incluso en estos momentos, se puede evitar que Rusia se convierta en una fuerza hostil a Occidente, interpretaciones que han dominado la política después de la Guerra Fría.

Las visiones distintas de Berlín, Washington, París y Londres sobre cómo construir algo estable a partir de los escombros de la Rusia postsoviética han cambiado constantemente, a medida que las diferentes capitales iban adoptando diversos puntos de vista en distintos momentos.

Con el Gobierno de Bill Clinton, Estados Unidos era tan reacio como cualquiera a permitir la entrada de los países del Grupo de Visegrado —República Checa, Polonia, Hungría y Eslovaquia— en la OTAN y dejó absolutamente clara su postura sobre los riesgos en la cumbre de enero de 1994, afirmando que la organización no podía “permitirse trazar una nueva línea entre el este y el oeste que crearía una profecía autocumplida de una futura confrontación”.

También hubo que abrir los ojos a Tony Blair, que creía que Reino Unido podía atraer a Putin al ala occidental y que apoyó con entusiasmo que Rusia se uniera al G8. Boris Johnson visitó Moscú como ministro de Asuntos Exteriores en 2017 y, a pesar del envenenamiento de Salisbury, ha sido extraordinariamente permisivo con el dinero ruso en Londres.

También Francia ha dado bandazos respecto a la ocupación rusa de Crimea en marzo de 2014. Solo tras la presión constante de Estados Unidos, François Hollande canceló un contrato de 1.200 millones de euros firmado por su predecesor en la presidencia francesa para vender a Rusia portahelicópteros de clase mistral destinados a los puertos anexionados del Mar Negro en Crimea.

Emmanuel Macron invitó a Putin a Versalles con ocasión de la apertura de una exposición sobre Pedro el Grande en mayo de 2017. Frente al aislacionismo de Trump, Macron, en un importante discurso de 2019, pidió el fin de los “conflictos congelados” con Rusia. En junio del año pasado, junto con Angela Merkel, pilló por sorpresa a otros líderes de la UE al ofrecer una cumbre a Putin. El pasado martes, en Berlín, el presidente francés dijo que seguía planeando hablar con el líder ruso esta semana, pero solo sobre la desescalada.

Alemania, un actor clave

Sin embargo, el actor central en las relaciones de Europa con Rusia es Alemania, como lo ha sido desde la reunificación.

Se ha escrito mucho sobre las razones por las que Alemania adopta un enfoque tan obstinadamente indulgente u optimista hacia Putin. La obra más reciente, titulada Germany's Russia Problem [El problema alemán con Rusia] y escrita por John Lough, detalla por completo el alcance de las redes —comerciales, políticas, culturales e intelectuales— entre las élites alemanas y rusas. También explica cómo Putin juega con la culpabilidad de la guerra de Alemania y se niega a compensar el perdón alemán.

Entre los ejemplos planteados por Lough se incluye la declaración del entonces ministro de Asuntos Exteriores alemán, el socialdemócrata Frank-Walter Steinmeier, que, a raíz de la intervención rusa en Georgia en el verano de 2008, advirtió a Europa de que las sanciones, según él, cerrarían las puertas de las habitaciones a las que iban a querer entrar después.

Aunque la respuesta de Merkel a la invasión de Ucrania en 2014 fue firme, Steinmeier, seguro de que el Partido Socialdemócrata entendía a Rusia mejor que el partido de la canciller, la Unión Demócrata Cristiana, fue a Moscú y propuso una asociación económica con Rusia. A su vez, tres excancilleres —Helmut Schmidt, Gerhard Schröder y Helmut Kohl— advirtieron a Merkel de que no aislara a Moscú. Una semana después de la invasión, el director general de Siemens estaba en la capital rusa. Mientras la situación diplomática empeoraba, un grupo de ex altos cargos y políticos alemanes de alto nivel envió una emotiva carta para pedir que se volviera a la política de distensión.

Según un documento reciente de Chatham House, la relación germano-rusa se ha visto condicionada por dos factores. En primer lugar, la Ospolitik, término que refiere a la estrategia de política exterior de “cambio a través del acercamiento” hacia la Unión Soviética y sus Estados satélites, llevada a cabo durante la década de 1970 por el canciller socialdemócrata Willy Brandt, mediante la cual se intentó limar las asperezas poniendo el foco en los intereses comunes. Muchos siguen considerando que esta política es el camino a seguir.

En segundo lugar, el acuerdo de dependencia mutua entre los dos países que data de los años 70, cuando la Unión Soviética y Alemania acordaron intercambiar gas natural de la URSS por tuberías y acero alemanes. Se basa en la creencia expresada por Schmidt de que “los que comercian entre sí no se disparan”. Para 2018, Alemania representaba el 37% de las ventas de Gazprom y se había acordado el gasoducto Nord Stream 2. Las exportaciones alemanas a Rusia se quintuplicaron entre 2000 y 2011.

Este sigue siendo el pensamiento dominante dentro de algunas facciones del Gobierno de mayoría socialdemócrata.

El actual ministro de Economía, Robert Habeck (Verdes), cuyo Ministerio es responsable de las sanciones, se opone a cortar el acceso de Rusia al sistema de pagos Swift [utilizado por los bancos de todo el mundo]. “Debemos pensar en nuevas áreas de negocio que puedan ayudar a sacar a ambas partes de la confrontación, dijo Habeck en declaraciones a Der Spiegel.

Sin embargo, en las últimas semanas los compromisos inherentes a la Ostpolitik han sido cuestionados por una generación más joven. Michael Roth, presidente de los socialdemócratas en la comisión de Asuntos Exteriores, argumentó que su partido tenía que escapar del legado de Brandt. “No podemos soñar con que el mundo sea mejor de lo que es”, dijo. Otros ministros insisten en que la energía, incluido el futuro del Nord Stream 2, no puede ser eliminada de la lista de posibles sanciones, como ocurrió en 2014.

Todo esto deja a Scholz en una posición distinta a la de sus interlocutores estadounidenses. Su alianza con la ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock, que pertenece a Los Verdes y desea insuflar valores en la política exterior alemana, tampoco facilita las cosas. Con el fin de evitar una ruptura pública, el Partido Socialdemócrata ha organizado un debate formal dentro del partido sobre su enfoque hacia Rusia.

Un diplomático ha señalado la relevancia de un comentario del escritor ruso Alexander Solzhenitsyn justo cuando se desintegró la Unión Soviética, que advertía de lo peligroso que podía ser gestionar la ruptura del imperio. “El reloj del comunismo se ha detenido. Pero su edificio de hormigón aún no se ha derrumbado”, escribió. Por ese motivo, la tarea que teníamos por delante no consistía en “liberarnos”, sino en “intentar salvarnos de ser aplastados por sus escombros”.

Traducción de Julián Cnochaert

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