El premio Nobel de la Paz es un quién es quién de hipócritas y criminales

¡Por fin llegó el momento! Los días son cada vez más cortos y ya se pueden oler las exquisiteces nórdicas. Sí, el lunes fue el inicio de la temporada de los premios Nobel, la ceremonia de entrega de premios más prestigiosa del mundo y nuestro recordatorio anual de que Noruega existe. El premio Nobel tiene seis categorías diferentes, pero las únicas a las que la mayoría presta atención son el premio Nobel de Literatura (especialmente si va para una estrella del rock) y el de la Paz.

Recientemente ha habido un poco de revuelo con el prestigioso premio de la paz por todo ese tema de Aung San Suu Kyi siendo cómplice en un genocidio. El mes pasado, Aung San Suu Kyi, a quien se le concedió el premio Nobel de la Paz en 1991 “por su lucha no violenta por la democracia y los derechos humanos”, pasó semanas intentando no mencionar nada sobre los abusos de derechos humanos que se están cometiendo contra los musulmanes rohingya en Myanmar. Cuando finalmente rompió su silencio a finales de septiembre, fue un discurso al más puro estilo Trump culpando a “ambas partes”. Amnistía Internacional denunció el discurso como una “mezcla de falsedades y acusaciones a las víctimas”.

El comportamiento de Aung San Suu Kyi ha llevado a muchos a creer que ya no se merece estar galardonada con el Nobel de la Paz y la semana pasada casi medio millón de personas había firmado una petición exigiendo a la organización revocar su premio. Entiendo por qué tanta gente se siente decepcionada con Aung San Suu Kyi. De verdad lo entiendo. Pero argumentar que no se merece su Nobel no tiene sentido. Perdonadme, pero Aung San Suu Kyi se merece absolutamente su premio. Pedir al comité Nobel que lo revoque es no entender lo que representa. Que, por decirlo claramente, es nada.

Asumámoslo, el premio Nobel de la Paz es una farsa y lo ha sido desde hace tiempo. De verdad, es hora que dejemos de fingir lo contrario y que pongamos fin a la pompa y pretensión. De hecho, es sorprendente que alguien pueda seguir diciendo las palabras “premio Nobel de la Paz” con rostro serio considerando que sus receptores forman un quién es quién de halcones políticos, hipócritas y criminales de guerra. Lo sé, lo sé, ¡No todos los galardonados lo son! Por supuesto que ha habido algunos como Desmond Tutu que se merecen el premio por su trabajo en favor de la paz. Sin embargo, también me temo que ha habido demasiados galardonados de vergüenza como para afirmar que el premio ha perdido sentido.

El más destacado de todos es Henry Kissinger, galardonado en 1973 por sus esfuerzos por negociar un alto el fuego en la Guerra de Vietnam. Mientras negociaba aquel cese, Kissinger bombardeaba en secreto Camboya. Lo peor de su bombardeo empezó en febrero de 1973, un mes después de la firma de los Acuerdos de Paz de París por parte de Washington, Hanoi y Saigón. No es de extrañar que Le Duc Tho, el líder comunista de Vietnam que también fue galardonado junto a Kissinger, rechazase el premio con repulsión.

Después tenemos a Shimon Peres, que fue galardonado con el premio Nobel de la Paz en 1994 junto con Yitzhak Rabin y Yasser Arafat. Décadas antes de recibir el premio, Peres ayudó sistemáticamente a incrementar las capacidades nucleares de Israel –lo que contradice por completo el requisito del comité de que el premio debe ir a aquellos que ayudan a desmilitarizar su país–. Lo que es aún peor, dos años después del premio, Peres fue el responsable de una masacre en la que murieron 106 personas que se refugiaban en instalaciones de la ONU en la ciudad libanesa de Qana.

Aunque Kissinger y Peres son dos de los ejemplos más indignantes, hay otros muchos galardonados de dudosa elección, incluido Barack Obama, el líder colombiano Juan Manuel Santos y la Unión Europea, por nombrar algunos.

De hecho, el premio Nobel de la Paz se ha ensuciado tanto que algunos activistas en defensa de la paz han rechazado que se les asocie con el galardón. Mordechai Vanunu, un antiguo técnico nuclear que pasó 18 años en prisión por filtrar detalles del programa nuclear israelí, ha pedido en varias ocasiones que se le saque de una lista de nominados al premio Nobel. En una carta al comité Nobel en 2009, Vanunu afirmó que no quería “pertenecer a una lista de laureados que incluye a Shimon Peres, el hombre tras la política atómica de Israel”.

Tal vez era de esperar que el premio Nobel de la Paz se convirtiese en una farsa. Después de todo, nació de un error. Según cuenta la historia, en 1888 un periódico francés informó por error que Alfred Nobel, inventor de la dinamita, había muerto. En su anuncio de la no-muerte de Alfred Nobel, el periódico tiró del sarcasmo francés: “El doctor Alfred Nobel, que se hizo rico buscando la forma de matar a personas más rápido que nunca en la historia, murió ayer”. A Nobel le avergonzaba ser recordado como un “mercante de muerte” y por eso creó el premio Nobel. Fue un esfuerzo calculado de imagen. Un ejercicio de relaciones públicas.

Uno puede pensar que el premio de la paz ha llegado a un punto que supera los límites de la parodia. De hecho, Tom Lehrer bromeó: “La sátira política se quedó obsoleta cuando a Kissinger se le galardonó con el premio Nobel de la Paz”. Sin embargo, el premio Nobel ha engendrado una parodia de verdad.

Cada otoño desde 1991, los premios Ig Nobel reconocen una serie de logros poco habituales “que primero hacen reír a la gente y después les hace pensar”. De forma acertada, el premio Ig Nobel de la Paz del año pasado fue para un estudio titulado 'Sobre la aceptación y detección de estupideces pseudo-profundas'. La introducción al documento empieza afirmando: “El filósofo Frankfurt (2005) define la charlatanería como algo que está diseñado para impresionar, pero que no tiene ninguna consideración directa por la verdad”. No sé vosotros, pero a mí me suena como una definición bastante apropiada del verdadero premio Nobel de la Paz.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti